Laodicea

Se le dice a la iglesia nada menos que es inservible.

15 DE OCTUBRE DE 2011 · 22:00

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Llegamos a esta última iglesia y no conviene que hablemos demasiado. Tendemos a hacerlo, y, sin embargo, Laodicea sería el testigo eficaz (aunque no fuesen allí muy fieles “testigos”) para señalarnos el buen camino del silencio, de la reflexión, de abrir el corazón y verlo, antes que abrir la boca y señalar las caída de otros. Ninguno de nosotros es superior a los cristianos de Laodicea. Lo que había ocurrido en aquella iglesia es un aviso para todos en todos los tiempos. Se le dice a la iglesia nada menos que es inservible. Tomando el contexto de la situación de la ciudad respecto a otras vecinas en las que en una se daba un agua fresca y buena para beber, y en otra un agua caliente [“hirviente” traduce Casiodoro de Reina], termal, que no servía para beberla, pero se usaba para aliviar los dolores del cuerpo, y en Laodicea ni lo uno ni lo otro, su agua era inservible, se comunica a la iglesia que está en la misma situación de esa agua que se tiene que vomitar. También hay que tener equilibrio al sacar enseñanzas de las situaciones de las ciudades donde están las siete iglesias, con sus dioses, circunstancias sociales y geográficas, etcétera. En el caso de Laodicea, es útil para mostrar su inutilidad tomar el ejemplo del agua, pero sin desbordar la imaginación. En algún caso se ha enseñado un descalabro teológico: que el Señor, cuando dice que por no ser uno ni frío ni caliente lo vomitará, eso significa que prefiere los extremos. Vaya, que prefiere un perverso muy perverso antes que una medianía. En otros, un derrumbe de la noble ingeniería de los acueductos, al enseñar que allí lo que pasaba era que al venir por el acueducto el agua fresca de la ciudad vecina, por el camino se ponía tibia y llegaba así a Laodicea. Vaya, para vomitarla. [Otra cosa: No vamos a cambiar a estas alturas el castellano, pero no deja de ser chocante poner en la voz del Cristo la expresión musulmana “¡ojalá!”] De Laodicea (a unos kilómetros de Colosas y de Hierápolis) sabemos que la sirvieron muy buenas manos pastorales. El muy fiel pastor Epafras estaba al tanto de sus asuntos (Col. 1:7; 4:13), y pertenecía a la comunión cercana de otras congregaciones, intercambiando sus dones mutuos (Col. 4:15,16). También sabemos, por lo que leemos en esta carta, que no era una iglesia perseguida; con lo cual se debe notar que la imaginería de las persecuciones de los primeros siglos (“cristianos a los leones”) tiene que equilibrarse para no sesgar la Historia. Juan escribe en un contexto de persecución, pero no todas las iglesias, al menos de esta zona, se encuentran en tal situación. La iglesia de Laodicea vive socialmente muy bien. Y esto por sí mismo no es malo. Su problema le viene, como siempre a la Iglesia, de dentro. Realmente no vemos muy bien, por eso, tantas veces nos vemos muy bien y nos sentimos muy a gusto con nosotros mismos, pensando que no nos falta de nada. No hay reglas para esto. Si te van bien los negocios, tienes un buen trabajo, una familia feliz, con éxito en algunos campos, vas a una iglesia muy respetable, con un pastor que es famoso por su predicación bíblica, de la que eres un miembro comprometido, tal vez, incluso, un “líder” de algo, seguramente eres un agua buena para beber. O no. Los de Laodicea eran así, y no se veían como algo inútil que el Mesías vomitaría. Tampoco vale como regla lo contrario: que estés arruinado, con una familia desastrosa, que tu iglesia sea otro desastre y tu pastor una calamidad; por eso no serás agua buena. Cristo se presenta como el que tiene todo poder, y eso en un modo activo y continuado, perseverante. La iglesia de Laodicea piensa que está en una situación semejante: con poder, salud y buena visión, y en senda de continuidad, perseverante. El Señor les indica su verdadera condición, y cuál sea el camino de futuro, el único camino para seguir como iglesia en el futuro. Esta iglesia local (que, no lo olvidemos, todavía es una iglesia del Señor, que él la tiene en su mano y anda en medio de ella) vive su fe con su modo de interpretar, su visión propia, con sus “valores”; su propia definición de lo que es la salvación, la salud en todos los sentidos; y su manera de percibir y disponer sus vestiduras, su justicia, su ética, para el futuro. Piensa que su camino así será un camino de vida. Esto nos pasa a todos, y nos equivocamos. Podemos decir que la solución es oír al Señor; claro, pero ¿suponemos que los de Laodicea no “creían” que estaban oyendo al Señor cuando escuchaban la voz de su propio corazón? Por eso siempre es necesario acudir a la Escritura; siempre, sabiendo que muchas veces nos equivocamos al interpretarla, que si acertamos en esto, nos equivocamos muchas veces al aplicarla. Con todo, siempre con la Escritura, y con la súplica permanente de que Dios nos abra los ojos para “verla”. Y con el consuelo de que nuestro Pastor no nos deja perdidos; siempre nos tiene en sus manos, siempre nos avisa, siempre nos reprende. También a los de Laodicea. Aunque asumo que quien lee este artículo ha leído el texto de Apocalipsis, voy a citar algo, con ello oímos, si tenemos oídos para oír: “Porque tú dices: Yo soy rico, y me he enriquecido, y de ninguna cosa tengo necesidad; y no sabes que tú eres un desventurado, miserable, pobre, ciego y desnudo. Por tanto, yo te aconsejo que de mí compres oro refinado en fuego, para que seas rico, y vestiduras blancas para vestirte, y que no se descubra la vergüenza de tu desnudez; y unge tus ojos con colirio, para que veas. Yo reprendo y castigo a todos los que amo; sé, pues celoso, y arrepiéntete”. No vale pensar que esto corresponde a la vida “anterior” a la conversión, es decir, que teníamos tal valoración de nosotros antes, pero que cuando ya acudimos a Cristo y somos salvos, entonces ya no pensamos así. No. Los laodicenses son reprendidos por pensar así cuando son “cristianos maduros”, que viven como tales muchos años. Ese es el problema. Por eso hemos de derramarnos en gratitud porque el Cristo nos reprende y castiga (términos pedagógicos, de un padre para con su hijo). Teniendo los laodicenses el agua fresca y el agua curativa del Evangelio, lo habían mezclado y hecho inservible. Hoy sigue la cosa igual. Veamos un ejemplo: “Yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo”. ¡Agua fresca, que quien la bebe ya no tiene sed! ¡Agua termal que cura el alma! Pero como la usemos según nuestro buen parecer, como tomemos la Palabra y la usemos según la enseñanza de los escribas y fariseos, ofrecemos algo como Evangelio, que el Señor del Evangelio vomitará de su boca, pues es otra cosa aunque se lo llame todavía “evangelio”. Estas palabras las pronuncia el Testigo Verdadero, el Amén, el que tiene todo poder, a su iglesia de Laodicea. No pongamos a ese Testigo en otro pleito, aplicando sus palabras a otros casos. Podemos así, seguramente con muy buena intención, hacerlo “mentiroso”. Estas palabras, estas promesas (con el significado que tengan) son para los creyentes, aunque bastante despistados sobre su condición, como los laodicenses. Esos que tienen (tenemos) que reorientar nuestro oído para oír que el Señor nos llama a su comunión, que tenemos una puerta de separación, cuando imaginábamos que él estaba tan contento comiendo con nosotros y aplaudiendo nuestras fantasías religiosas. Cuando celebrábamos la Santa Cena tan “piadosamente” que el ruido de nuestro orgullosos corazón nos hacía impensable sospechar siquiera que el Maestro estaba fuera, no en “nuestra” mesa. Estas son palabras para los creyentes; si luego alguno quiere usarlas como referente para mostrar algo de la misericordia y la justicia de Dios cuando esté predicando el Evangelio al incrédulo, hágalo, pero con sumo cuidado. Si no se tiene buen sentido en el uso de estas promesas (y de cualesquiera otras), podemos presentar un Evangelio en el que el Cristo Vencedor y Triunfante, lo pongamos impotente como si estuviera llamando delante de la tumba de Lázaro, a ver si éste abre. Dejemos la Palabra tal cual la recibimos, es verdadera comida y verdadera bebida, pero como queramos “arreglarla” (y es lo que, según nuestro natural, más nos gusta) la convertimos en algo inútil, pervertido, de vómito. La próxima semana, como se acabó nuestro recorrido, no sé muy bien por dónde nos encontraremos. Espero, d. v., que en algún sitio, bajo el cobijo y amparo de la gracia del Redentor. Quizás en Madrid.

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