Filadelfia

Todos los que habían aceptado las premisas de la ciudad tenían ante sí muchas puertas abiertas. Los cristianos, no.

07 DE OCTUBRE DE 2011 · 22:00

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Filadelfia suena muy bien. Da gusto leerla. De las otras (salvo Esmirna) se ve claramente su fealdad, pero de Filadelfia todo es bonito. Es, por tanto, un cebo peligroso. Al verla sola, sin el amparo de su Señor (todas son suyas, por eso las tiene en su mano, anda en medio de ellas y las amonesta), puede tornarse en un instrumento de caída para las iglesias que en vez de oír lo que el Espíritu dice, oyen los consejos de su propio corazón ante la visión de una iglesia calificada como fiel. Cuando de la lectura de esta iglesia se leen enseñanzas en las que se establece que “hemos de esforzarnos” para ser como Filadelfia, que la clave está en “obrar” para conseguir un puesto semejante, etcétera; pues que cada uno obre como quiera y pueda, pero que nadie olvide cómo llama Pablo a su obrar (Fil 3:8). [En algunos lugares de España, a defecar lo llamaban “obrar”.] No va el Diablo a ponerte un anzuelo con Laodicea o Sardis, buscará la apetecible Filadelfia, que hasta el nombre suena bien. Hay que estar advertidos. No ha sido desviada la Iglesia en supersticiones idolátricas por las ropas o huesos de nuestros hermanos que murieron en la confusión, dudas, y oscuridad, sino por los de aquellos que lucieron en su muerte como “mártires”. Con estas advertencias, entremos en Filadelfia. Hay mucho que aprender. Aprendamos y conozcamos la gracia de Dios en verdad. La fe sin las obras de la fe es algo muerto, no es fe verdadera; la obra sin fe es estiércol. Les recomiendo la lectura de Constantino de la Fuente, en su Exposición del Primer Salmo de David, pues pocas veces nos encontraremos con una mejor explicación de la enseñanza bíblica sobre la fe y las obras. Estos sermones los predicó en la catedral de Sevilla, de la que era canónigo magistral; murió en la cárcel de la Inquisición y sus restos sacados para ser quemados en auto de fe de 1560. (Corresponde al vol. V de la colección “Obras de los Reformadores Españoles del siglo XVI”. Sevilla, Editorial Mad, 2009. En el mismo vol. se incluye su “Confesión de un Pecador”. ¡Inigualable!) [He tomado el libro para recordar la fecha de edición. Les pongo algún párrafo, por donde abrí las páginas. “Contemplación vana sería el que solamente gastase su tiempo en sólo considerar la ley de Dios y las cosas de sus maravillas y quedase contento con esto sin poner diligencia en las obras… Primero pone la ley en la voluntad; la asienta en el corazón donde la verdadera fe se engendra y se aviva; luego pide ejercicio de ella de día y de noche, que es, como ya declaramos, en todas nuestras acciones… Falsas y traidoras son las obras que no salen del corazón. Tibio y falso está el corazón que no saca fuera las obras. La fe y la caridad no son parciales ni interesadas; no se acaban ni paran en quien las tiene; a todos codician servir. La fe y el amor son sacrifico para con Dios; purifican el corazón para consigo mismo, lo alargan y lo hacen liberal para con el prójimo. Esta es la última prueba. Y si en esto se halla falta, señal certísima es de que todo lo demás era falso, y por muy rico que sea, será desaprovechado; porque no siendo provechoso para los hermanos, tampoco lo será para el que lo posee.”] Como en las otras ciudades de esta comarca, en Filadelfia se vivía bien. Habían encontrado una buena política. Llevarse bien con todos, y así poder llevarse algún bien de todos. Su dios preferente era Dionisos (Baco), con su expresión de energía natural; además, dicen que era tierra de vinos. El bien de la ciudad, sin embargo, requería que nadie presentase una verdad sobre las demás; un dios que pretendiese poder sobre todos los demás. El poder y la fuerza de las instituciones dependían de no romper este esquema. Y los cristianos en Filadelfia lo rompían. Estaban, por tanto, sin fuerza. Sin fuerza social. Pero eran fieles. A los cristianos se nos anima a vivir en paz con todos, pero no a costa de borrar la paz con Dios. Allí los creyentes no se sentían incómodos con la presentación que hace su Señor: el Santo, el Verdadero, el que tiene la llave de David, el que abre y ninguno cierra, y cierra y ninguno abre. Guardaban su Nombre; si no estaba él en la mesa, ellos tampoco. La mesa de una sociedad “integradora” que producía poder, solo admitía a cristianos que travistiesen a su Señor o lo ocultasen en su condición de Dios verdadero, si acaso, les permitía que se sentaran si lo traían como “ejemplo humano”, como “integrador”, como un “bien social”, pero nada más. No hace falta decir, pero lo recuerdo, que en la Historia del cristianismo se han agolpado multitudes a esa mesa para obtener poder humano, algunos, en el colmo de la miseria, para obtener alguna migaja que cae de ella. Tampoco hace falta decir, que los que se fueron a esa mesa perdieron la de su Señor. Si te quedas en Egipto, no sales de Egipto. Todos los que habían aceptado las premisas de la ciudad tenían ante sí muchas puertas abiertas, muchas oportunidades. Los cristianos, no. Al no buscar la gloria que viene de los hombres, oyen la promesa de su Señor: he puesto delante de ti una puerta que nadie puede cerrar. (El ruido del aplauso humano, tan buscado, impide oír esta promesa.) Siguiendo el camino de la fidelidad, guardando la palabra y el Nombre de su Señor, se verán solos, pero otros vendrán a reconocer su condición de comunidad que ha sido amada por su Redentor. Esos son precisamente los que, con un Mesías travestido, se sentaban a la mesa de la integración, los de la sinagoga de Satanás, cuyos padres habían llenado el templo de Jerusalén con ídolos de todas las naciones, los de la iglesia Apóstata (compuesta de gente de todas las denominaciones, o secciones de la Cristiandad). La hora viene. Con la madera de la Mesa de Integración propia de la sociedad que se establece “fuera de la presencia de Dios” (la formidable cultura cainita) se ha edificado el Templo de la Cristiandad, donde tantos han buscado su cobijo y seguridad: tener allí su nombre. El Redentor, con su propio cuerpo, el cuerpo de la antítesis, donde no se puede integrar el pecado y la justicia, donde uno tiene que morir y ser vencido, donde solo puede quedar la muerte o la vida, ¡y quedó la Vida!, ha edificado su Templo, su Cuerpo, del que cada creyente es miembro, es una piedra viva, y allí estamos con lo que él dispuso, con lo que él quiso: columna en el templo, con el nombre de Dios escrito, con el nombre de la nueva Jerusalén, con el nombre nuevo del Mesías. No se olviden de procurar leer los sermones sobre el Salmo primero que les he recomendado. Es un gráfico de lo aquí expuesto. Constantino los predicó en la mayor catedral gótica del mundo, que corresponde al Templo Humano, pero con ellos edificaba, guardando la palabra y el Nombre de su Redentor, a la “iglesia chiquita” (así se nombra en documentos de la propia comunidad de Sevilla del siglo XVI), la que no tenía “fuerza social”, pero que era allí la Nueva Jerusalén, el templo glorioso del Resucitado. En todas partes así, hasta hoy. La semana próxima, d. v., nos vemos en Laodicea.

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