Cuando el dolor acecha sin medida

De todo lo inexplicable de Dios, algo de lo más peliagudo que él es capaz de utilizar el mal para crear bien. Y eso va mucho más allá de lo que proclaman los gurús de la autoayuda.

17 DE SEPTIEMBRE DE 2011 · 22:00

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Cuando el dolor acecha, nos sentimos indefensos. Enfrentarse a las circunstancias adversas es como querer resistir las olas de la orilla de la playa un día agitado, cuando el mar azota, arrastra, hiere y, si te descuidas, te traga. Cuando ves venir la ola de repente, alta e imponente, no puedes decidir pararla. Lo único sensato es coger aire y sumergirte, con cautela, esperando que pase pronto por encima de nosotros. La sal pica. Casi no tenemos aire en los pulmones. Te aferras a la esperanza de que una ola no dura para siempre. Estas palabras no se escriben desde la lejanía, sino desde ese mismo instante de dolor. No hablo de lo que fue la tormenta, hablo de lo que está siendo, sin saber cuándo ni cómo terminará. Están escritas en uno de los momentos más difíciles de mi vida, cuando no dejan de venir olas y olas que pasan por encima de mí sin parar, y en medio de un aluvión de preguntas. La primera de todas quizá sea por qué razón me he sentado a escribir esto ahora mismo. A veces los que escribimos sabemos que no lo hacemos para ofrecer respuestas, sino para buscarlas, y eso es misterioso. La siguiente pregunta me lleva muchos siglos atrás, y tampoco entiendo muy bien por qué me ha venido a la mente. Me pregunto por qué lloró Jesús si él sabía que iba a resucitar a Lázaro. Jesús lloró al ver llorar a María, a pesar de que se aproximaba uno de los momentos más gloriosos de su ministerio. ¿Por qué lo hizo? ¿Por qué no, sencillamente, sonrió, le dio una palmadita en la espalda y le dijo «Tranquila, mujer, mira lo que voy a hacer»? Quizá eso fuera lo que esperaba que él hiciera conmigo ahora mismo. O la otra pregunta, más inmediata aún, la que se hicieron sus mismos discípulos en aquel momento: si Jesús sabía que su amigo Lázaro estaba enfermo, ¿por qué no fue a sanarle antes de que muriera? ¿Y qué clase de respuesta es «esta enfermedad es para la gloria de Dios»? La cuestión (y la maravilla) de la resurrección de Lázaro en Juan 11 es que es una radiografía del sufrimiento desde los ojos de Jesús. Del sufrimiento humano, del sufrimiento insoportable, del dolor profundo del alma herida. Lo primero de todo es que una de las enseñanzas más importantes de Jesús acerca del sufrimiento y del dolor de las circunstancias adversas no se hizo por medio de una historieta, sino que fue el mismo Jesús el personaje principal, el actor. Quizá el hecho de que Jesús llorara tiene muchas implicaciones que los grandes teólogos bíblicos ya habrán desgranado ampliamente en todos estos años, pero para los que andamos a pie por el mundo su valor principal es que Jesús lloró, tal cual, igual que nosotros lloramos ahora en medio del dolor. Jesús lloró a pesar de que sabía cuál iba a ser el bien que sucedería después. Y eso nos recuerda que cuando nosotros lloramos no debemos perder de vista la verdad que hay detrás de nuestro dolor y que llegará después. La empatía es un arma poderosa puesta en el ser humano. Y para aquellos que somos esclavos de Cristo, comprados por precio por él, el hecho de que nuestro Señor llorara al ver a María llorar es una clase de consuelo difícil de explicar para el resto del mundo. Es una forma de decirnos que ahora mismo, mientras nosotros sufrimos, mientras nosotros lloramos, él ya sabe lo que va a hacer, él conoce el bien que hay detrás, pero no desprecia nuestro momento de dolor, y lo comparte. No somos unos extraños. Somos amigos suyos, como María lo era. A Jesús le dolió ver la escena por la que se dolía su amiga, frente a la tumba de su hermano, y paró un momento; paró y lloró. «Ahora estoy llorando contigo», dice Jesús. Ahora mismo yo sólo siento el caos. Sin entrar en detalles, tengo la sensación de que todo está desordenado y de que nada tiene sentido.Uno puede aspirar a levantarse de la silla y quizá caer en el sofá; no tiene sentido dormir mucho más, porque es una huida ingrata que no siempre es útil. Caerá la noche y vendrá la mañana siguiente, y no sé muy bien qué haré entonces. En el mundo en que vivimos las reacciones siguen a las acciones, las consecuencias a las causas, y los segundos siempre van uno detrás de otro en el mismo sentido del reloj, sin dar marcha atrás. Por eso pensar que Dios sacará algo bueno de nuestro dolor es algo que va en contra de las leyes naturales a las que estamos acostumbrados. Igual que Marta objetó a que se moviera la piedra que tapaba la tumba de Lázaro porque las leyes naturales indicaban que aquello no iba a ser agradable. Pero, más allá, no es solamente el hecho práctico de esperar y ver el bien. Hasta que uno no llora y no sufre no entiende por qué Jesús dijo que aquella enfermedad de Lázaro no terminaría en muerte, sino que sería para la gloria de Dios. De todo lo inexplicable de Dios y de su naturaleza, de todos los misterios insondables, uno de los más peliagudos es enfrentarse a la verdad de que él es capaz de utilizar el mal, que es una violación de su naturaleza, para crear bien. Y creo que eso va mucho más allá de lo que proclaman los gurús de la autoayuda acerca de la superación y del crecimiento personal. Sí, es una parte. Superar las adversidades nos hace más fuertes. Pero si eso fuera todo, ¿nos hace más fuertes para qué? Esta vida es finita y se acaba, y todo lo que aprendimos para vivir en ella se acabará también. Si el dolor que hemos sufrido solamente sirve para hacernos mejores personas hasta el día de nuestra tumba, me parece un motivo muy triste. Sencillamente, ahora mismo, a mi dolor, no le sirve de nada saber eso. No es por ser egoísta, pero, ¿para qué quiero ser más fuerte? Ahora lo único que quiero es poder encontrar el dichoso botón del off para apagarme. No, no es así. Marta se queja: «Mejor no destapéis la tumba», dijo, y Jesús le contestó: «¿No te dije que si crees verás la gloria de Dios?». No le dijo: «Si abrimos esa tumba, tú te realizarás como persona y podrás vivir el resto de tus días con más fuerza y confianza». Suena raro, pero es que eso es lo que nos dicen a menudo. No, la cuestión no es nuestra fortaleza, la cuestión es, y siempre será, la gloria de Dios. Lázaro, Marta y María no sufrieron para ser mejores personas, sufrieron porque por medio de su dolor se pudo ver la gloria de Dios. Ellos creyeron y pudieron disfrutar de ese beneficio, y esa parece ser la clave. Ahora mismo, aquí sentada, hay algo en mí que siente confortado al pensar que lo incomprensible de mis dolorosas circunstancias también servirá para la gloria de Dios, porque yo también lo creo.No sé cómo, no sé cuándo, pero lo creo. Y que las circunstancias no me aparten de la verdad que se esconde detrás. Como dijo Pablo, hay cosas que solo se pueden entender espiritualmente, y no aspiro a que haya muchos que me entiendan cuando digo esto, pero sí creo que habrá algunos que estén asintiendo. ¿Cómo se puede explicar para que se entienda? La muerte de Lázaro y el sufrimiento de sus hermanas sirvió para Jesús pudiera demostrar que la vida es mucho más, que su ministerio no consistía solamente en curar ciegos y sordos, como muchos le recriminaron cuando no vino a sanar la enfermedad de Lázaro antes de tiempo. Fue un desafío que lanzó Jesús, afirmando que en él se encuentra la vida, y no solamente una mejora de las facultades. Por supuesto que a pesar de todo creo que si espero y busco, al final aprenderé algo valioso de este dolor. Ahora mismo, sinceramente, no me importa mucho, pero sé que en un tiempo se pasará y lo veré de otra manera. Claro que seré mejor persona si aprovecho la oportunidad; claro que seré más fuerte. Pero lo único que me sirve de verdad es saber que se podrá ver la gloria de Dios en todo esto cuando nos apartemos un poco y tomemos distancia. Ser parte de su gloria, a pesar de todo, me parece honroso, y solamente en esa idea siento que se encuentra el poco de alivio que puedo recibir. No sé explicarlo. Será porque al acercarme a su gloria, o al acercarse su gloria a mí, me siento más cerca de aquello que Dios tenía en mente para nosotros cuando nos creó. Es como volver a casa. Ahora que paro un poco de llorar, no soy capaz de enfadarme con Dios por estas adversidades, y sé que eso es lo que muchos esperan. Siento (aunque no lo entienda del todo) que no tengo nada que reclamarle. Él no me debe ni bien, ni misericordia, ni prosperidad, ni paz. No es así como funciona. Yo le debo mi vida a Jesús, y no lo digo de un modo metafórico.¿Qué clase de sierva sería si ahora le reclamase, enfadada, explicaciones? Tan rodeados de la miseria del mundo vivimos que el egoísmo a veces nos hace pensar que la vida nos debe algo, cuando es al revés. E incluso que al ser cristianos firmamos una especie de seguro de vida que repelerá el dolor, y qué mentira tan gorda. Cuando aceptamos al Señor en nuestras vidas él no anula el pecado que nos rodea. Le damos poder para transformarlo, y solamente él sabe cómo lo hace. Marta y María le dijeron a Jesús que si él hubiera llegado antes, Lázaro no habría muerto, pero creo que no le estaban reclamando nada, sino que era una expresión de pesar. Creo que Jesús también lo pensaba. Ellas creían en su poder, pero creían en base a lo que le habían visto hacer. Creían que tenía poder para sanar enfermos; y por eso le mandaron llamar cuando Lázaro enfermó. Pero ahora Jesús tenía que demostrar que él tenía (tiene) un poder mucho más grande que ese. Tenía que demostrarnos a todos que él podía vencer a la muerte. Y no en abstracto. Él podía vencer a la muerte real a la que todos nos dirigimos, la muerte que nos rodea y la muerte de las personas a las que amamos. Quizá nos quede un poco para verlo y ahora mismo solamente tengamos la fe, pero él sanó ciegos y cojos para demostrar que podía hacerlo, y resucitó a Lázaro para demostrar que podía. «Igual que hice con él, lo haré contigo», dice Jesús. Si hay algo que caracteriza la vida de los que compartieron un espacio en los evangelios con Jesús es el dolor. Incluso los que llegaron a un final feliz, aquellos a los que sanó, a los que perdonó y a los que amó, estuvieron marcados por el dolor. La propia vida de Jesús lo estuvo. No podemos entender la valentía de desprenderse de su condición divina para pasar por la muerte humana, eso es algo que, como las dimensiones del universo, no cabe dentro de nuestra cabeza. Solamente podemos aceptarlo tal cual es. Muchas de las cosas que no entendemos creo que Dios nos las oculta porque nos parecerían escandalosas. Pero al final, ¿con qué hemos de quedarnos? ¿Un día como hoy? Ya ha anochecido y mi casa está a oscuras. Me da miedo irme a dormir y despertarme mañana en otro día igual a este, con las dudas, la incertidumbre y el dolor traspasándonos las venas. Me da miedo este caos. Pero el muerto salió. Jesús no dio entonces una lección moral, ni nos pidió que creyésemos a ciegas en algo difícil de entender. El muerto salió y todos lo vieron. Fue algo físico y real que sucedió. Era la parte más difícil de creer. Marta y María no esperaban otra cosa que el consuelo de Jesús y su lección, su punto de vista divino. Quizá en medio del dolor de nuestras vidas no tengamos que quedarnos solamente con la impalpable certeza de que «todo va a salir bien», no es eso lo que nos promete Jesús. Él promete algo real, radical, y palpable. Lo afirmo. Afirmo que lo recibiré, y lo esperaré, aunque ahora mismo no me parezca nada real ni palpable. Igual que con Lázaro, nadie se lo esperaba, y él ofreció mucho más de lo que nadie hubiera podido esperar de él; eso es lo que nos promete para nuestras vidas. «Espera algo más grande de lo que esperas», dice Jesús; y todo será para la gloria de Dios.

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - El alma del papel - Cuando el dolor acecha sin medida