No se puede servir a dos señores

No es verdad nada de lo que dicen. No son más que sicarios a sueldos de quien intenta expandir la mentira.

03 DE SEPTIEMBRE DE 2011 · 22:00

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Cuando me lo volví a cruzar por la calle al día siguiente (al mismo escritor que la noche anterior evitaba dirigirse a mí directamente mientras compartíamos corrillo de amigos en una terraza y que hacía el vacío a mis comentarios), giró la cabeza al reconocerme, sin saludarme, y siguió de largo. Yo me quedé con mi hola colgando en la boca e irremediablemente ridícula. Quizá, pensé, me desprecia porque en Google salen todos mis artículos hablando de cosas de Dios, o quizá porque piensa que soy una aficionada que no está a la altura, o porque iba en chándal, o porque ciertamente me sobran unos cuantos kilos y le enturbiaba la visión de la avenida, quién sabe. El día que nos presentaron charló amigablemente conmigo un rato largo. Lo cierto es que no me preguntó mucho sobre mí. Casi es verdad que habló más tiempo de él mismo, de sus gustos, de sus noches memorables de borrachera, de sus amigos extravagantes, de garitos y de escritores de culto minoritarios de los que con toda mi cultura filológica no había escuchado hablar jamás; de escritores, como ellos mismos, que surgen de una bruma y en una bruma desaparecen en un abrir y cerrar de ojos, publican en sus revistas y en las revistas de sus amigos y en cierto momento sufren una crisis y deciden no escribir más. De camino a casa, después del chasco, iba pensando en que si me esforzaba por ser más como ese tipo de escritores, como él, quizá tendría más oportunidades de publicar y de conocer a más escritores, pero no tendría mucho tiempo para escribir. Me pasaría el día en charlas y corrillos, en exposiciones de arte y bares hasta la madrugada. Me pasaría las mañanas de resaca. Tendría que invertir un montón de dinero en vestirme como ellos, y aunque la ropa de diseño que venden en esas tiendecitas exclusivas de Gràcia no es excesivamente cara (y es realmente bonita), me resultaría duro renunciar al chándal los días de asueto, que es un mal vicio que tengo. Yo no podría ir siempre impecable, como ellos, en cualquier circunstancia y momento del día, siempre bien peinada y con los complementos a juego, reivindicando hasta la última gota de mi esfuerzo mi imagen personal. Fui pensando en que tendría que dejar de leer novela negra y abandonar mi mundo interior conformado a base de años de literatura y películas de ciencia-ficción y libros de historia, y pasarme a la aburrida y endogámica novela contemporánea en la que solamente se habla de uno mismo. Bueno, de los otros, de ellos mismos. De sus vidas privadas y urbanitas que importan más bien poco. Y, por supuesto, tendría que renunciar para siempre a volver a jugar una partida de Pokémon. El problema no es que tengamos estilos de vida diferentes, el problema es que en el fondo esta gente opina que si no llevo su estilo de vida no puedo ser una escritora de verdad.Y mientras no cambie, mientras ellos no se reconozcan en mí, no querrán meter un pie en lo que escribo. Quizá muchos de los que están leyendo esto nunca se hayan encontrado con estos ambientes de malditismo, pero si tienen intención de ser escritores, si realmente lo buscan y lo desean, es irremediable que en algún momento se tengan que enfrentar a ellos. Y en ese momento tendrán que plantearse muchas cosas acerca de sí mismos. La duda es inevitable. Es fácil pensar que imitando las formas llegaremos a alcanzar el contenido; aunque lo cierto es que quien imita las formas es que no tiene contenido. «Vosotros os hacéis los buenos ante la gente», le dijo Jesús a los fariseos de entonces, «pero Dios conoce vuestros corazones». Y donde dice hacerse los buenos también podría poner hacerse los interesantes, los entendidos, los glamurosos, los intelectuales: los poetas malditos. No tiene sentido que todos ellos se parezcan tanto entre sí. Que beban los mismos licores, que lean los mismos libros, que escuchen la misma música, que vayan a los mismos eventos. Hay algo detrás de todo eso que no es auténtico. Es como si estuvieran hechos en serie. Como en este brillante retazo de talento radiofónico que se puede escuchar en YouTube, donde se oferta un fabuloso poeta maldito de bolsillo con todas las prestaciones, muy útil para los eventos sociales y literarios. No se puede servir a dos señores. Eso no es problema para quienes han abjurado de Dios (lo digo porque aquel escritor, en la casilla de creencias religiosas de Facebook, tiene puesto el título de uno de sus libros. Y creo que con eso queda todo bastante bien dicho), pero sí quizá para algunos que llegan al mundo literario, conocen a sus primeros habitantes y se quedan deslumbrados. Y piensan en imitar sus formas, sus gestos y modismos. En vestirse como ellos. En encajar. Y quizá se esfuerzan en hacerlo, sí. Y cuanto más se esfuerzan en encajar, más les va inundando una desilusión sin nombre que a veces no son capaces de identificar en medio del alboroto de la compañía y la charla ligera. Porque aunque lo intentan, no pueden ser como ellos. Y lo han hecho todo: ropa, formas de hablar, borracheras. Han perseguido a los ídolos de los otros y han leído sus obras, pero al final nada de eso les ha llenado lo más mínimo ni ha saciado su curiosidad; su espiritualidad es incompatible con ellos porque ellos están vacíos por dentro. Porque ellos sirven al señor de la moda y del prestigio literario, y en el fondo, los otros saben que por mucho que se alejen de él seguirán sirviendo a Dios. «Daos cuenta —dijo Jesús— de que aquello que la gente tiene en gran estima es detestable delante de Dios». En el mundo literario, muchos son los que creen que solamente siendo malditos podrán ser escritores. O, que al menos, solamente así podrán ser buenos escritores. La muerte y la desesperación de los que les precedieron son su guía, porque en el fondo no desean nada más que compartir la pequeña gloria de ellos. Admiran sus suicidios y sus poemas tenebrosos; y es cierto que todos, en algún momento de nuestra vida, nos hemos emocionado con Edge, el último poema que escribió Sylvia Plath antes de suicidarse, y que nos hemos identificado con sus sentimientos. Eso es la poesía, al fin y al cabo, y todos hemos pasado por momentos malos; pero no hay que engañarse. Los escritores que tratan de ser malditos están convencidos de que no pueden salir de ese ambiente autodestructivo porque solamente podrán escribir sobre aquello que viven, y ellos quieren parecerse a los escritores que sufrieron y cuyos poemas nos traspasaron. Pero esa es una de las grandes mentiras de la espiritualidad del escritor: nunca podrás escribir sobre aquello que vives, solamente escribirás sobre aquello que conoces. Y uno puede conocer el mal sin necesidad de dejarse inundar por él. O al menos ese es el ofrecimiento que nos hace Dios para salvarnos del caos: «No ruego que los quites del mundo, sino que los guardes del mal», pidió Jesús. Como Flannery O’Connor. A la escritora, de profunda espiritualidad católica (y, como tal, de profunda disciplina moral) le encantaba retratar a personajes heréticos y confusos, víctimas del mal del mundo. Eso no quería decir que O’Connor viviera en esa herejía para poder escribir sobre ella. Por el contrario, en la distancia fue de las pocas que supo retratar con tantísima fidelidad el problema del mal en el hombre. Yo entiendo a los escritores que creen, como O’Connor, que deben hablar del mal en el mundo. La literatura que yo aspiro a hacer no tiene más intención que narrar lo que veo alrededor, y lo que veo es miseria y pecado. Y yo creo que no puedo prescindir de la miseria ni del pecado en mi vida, pero eso no quiere decir que no crea en la redención de Dios. Y no quiere decir que no me crea yo misma redimida. Precisamente por la redención que se me ha ofrecido puedo disfrutar de la libertad en Cristo de acercarme a los problemas del mundo para observarlos, pero sin necesidad de hundirme en el fango de nuevo. Es un arnés que te sujeta: puedes introducirte todo lo que quieras, que podrás salir, porque habrá alguien al otro lado de la cuerda que tirará de ti en cuanto empieces a perderte. En eso consiste la salvación. «Ninguno puede servir a dos señores; porque o aborrecerá al uno y amará al otro, o estimará al uno y menospreciará al otro», nos dijo Jesús. No podemos servir al señor de la literatura, porque entonces despreciaremos a Dios.No podemos pensar, como piensan los malditos, que la literatura nos redimirá de todos nuestros pecados. Que el habernos sacrificado por escribir una buena obra valdrá la pena, porque esa salvación no nos servirá al final de nuestros días para nada, y lo sé porque he visto a esos grandes escritores malditos, que aspiraban a ser inmortales, que no tuvieron la dicha de morir jóvenes, y ahora pasean las noches lúgubres entre cocaína y alcohol intentando volver a recuperar algo que no les perteneció nunca. No podemos pensar que nuestra actividad literaria está apartada de nuestra realidad espiritual.Pero del mismo modo que no necesitamos dejarnos vencer por el pecado para escribir sobre él, tampoco es posible alejarse de él. El pecado lo llevamos dentro de nosotros mismos y no podemos escapar. Solamente podemos esperar la gracia de Dios que nos ha sido otorgada para aprender a vivir perdonados. Más allá de todo el glamour, las noches de los malditos se hacen muy largas. Hay que beber mucho para acallar el silencio de la madrugada, cuando miras el techo vacío del cuarto antes de dormir, y no siempre se puede. Hay que beber mucho más para acallar el otro silencio, el de dentro, donde a veces, en medio de la oscuridad, solamente se escucha un gemido lejano y solitario. Escribirán entonces en esas madrugadas y dirán que la vida del hombre consiste en esa soledad y ese silencio, y que no hay nada más que el vacío. Nos intentarán convencer con sus personajes, y a veces podremos identificarnos con su mansa desesperación. A veces, llevados por los sentimientos contradictorios, demandarán algo más unos instantes antes de abandonar y dejarse convencer de nuevo por la idea de que no, que nacemos solos, morimos solos, y eso es todo. Sus historias se llevan el prestigio, de vez en cuando alguna de ellas copa un puesto de honor en la crítica. Hablan de lo cercanos que resultan, lo auténticos que son, «una voz nueva para una nueva generación», llegan a decir antes de volver a sucumbir ante el silencio y el olvido. Sus dos o tres amigos, quienes les admiran, en realidad son cómplices de una adulación hueca e interesada, y todos lo saben, pero la amistad consiste en eso, dicen, no se puede esperar nada más. Con esfuerzo y sacrificio, conseguirán una gloria que durará el tiempo que reediten sus obras después de muertos. Y se volverán a dormir todas las madrugadas bajo el peso del silencio. Pero habrá otros que les miraremos y leermos sus obras y sabremos que no, que no es verdad. No es verdad nada de lo que dicen. No son más que sicarios a sueldos de quien intenta expandir la mentira.

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - El alma del papel - No se puede servir a dos señores