¿Hasta setenta veces siete, Señor?

(La frase del título nos ubica en un contexto diferente en los Evangelios, pero para los efectos de este artículo la hemos tomado prestada pues sirve a nuestros propósitos.)

04 DE JUNIO DE 2011 · 22:00

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El domingo recién pasado, 29 de mayo de 2011, en horas de la tarde, dejó de existir en el Cone Hospital de Greensboro, Carolina del Norte, nuestro amigo y hermano John Mills víctima de la Esclerosis lateral amiotrófica (ELA, Amyotrophic Lateral Sclerosis, ALS) conocida también con el nombre de otra de sus víctimas, Lou Gehrig disease. El día anterior, Ginger había tenido que llevarlo a Emergencias donde quedó internado. Amaneció el domingo pero en horas de la tarde falleció. John era un hermano en la fe y su esposa Ginger una fiel colaboradora de nuestro trabajo misionero. A decir verdad, el contacto era a través de su esposa más que directo con él. Entre las notas recibidas de algunos que estuvieron orando por su sanidad, ha habido dos o tres que hacen referencia a una situación que si bien es real, necesita una aclaración. Me ofrecen sus condolencias a mí por ser su amigo aunque, más bien, por haberme mantenido al frente de esta campaña. Pero no soy yo el que debe recibir estas palabras de aliento sino su esposa Ginger. No tuvieron descendencia. John era mi hermano y, como digo, su cercanía a nosotros se debía más bien a la participación de su esposa Ginger en nuestro trabajo como corresponsal ante su iglesia, que es también nuestra iglesia. Cuando supimos de su enfermedad, no nos movió únicamente nuestra condición de amigo o de hermano sino la urgencia que se presentaba de pedir a Dios por la sanidad de alguien bajo sufrimiento sin importar si era amigo o enemigo, conocido o desconocido, evangélico, católico. mahometano, budista o fanático de los Dodgers. Lo dicho más arriba podría llevarnos a hacer la pregunta: ¿Es uno de los requisitos para orar por alguien en necesidad el que sea nuestro amigo? ¿Oraremos solo por quienes pertenecen a la fe evangélica? ¿Nos preocuparemos solo por quienes integran nuestro círculo familiar? La respuesta a las tres preguntas es no.(*) Cuando en el año 2004 llamamos por primera vez a formar la cadena de oración intercesora, lo hicimos movidos por la angustia de ver cómo el cáncer estaba amenazando con destruir la vida de nuestro nietito de escasos 8 años, Iván Plaza Orellana. Nos conmovió profundamente que un miembro de nuestra familia apareciera víctima de este mal. Así es que pedimos a todos nuestros amigos que creen en la eficacia de la oración a Dios que rogaran a favor de Iván. Y se levantaron oraciones en todos lados, muchas hechas por personas que no conocían al niño ni aun lo conocen. E Iván sanó. La cadena pudo haber terminado ahí, pero no. Consideramos que había que mantenerla. Y más que mantenerla, fortalecerla. A partir de la sanidad de Iván se presentaron otras necesidades. Y la urgencia de oración intercesora no solo se mantuvo sino que aumentó. Algún tiempo después, oramos por un amigo (al que consideramos nuestro hermano y lo tratamos como tal) quien, al parecer, sigue nadando entre dos aguas: a juzgar por la forma de verlo de alguien cercano. Se dice que es medio cristiano y medio incrédulo. No nos importó eso así es que echamos al viento las campanas y decenas de integrantes de la cadena empezaron a orar, y el Señor lo sanó. Estábamos terminando de orar por él cuando nos llegaba la noticia de que a un colega, totalmente católico (de esos que se persignan cada vez que pasan frente al edificio de un templo católico) le habían diagnosticado cáncer de colon. ¡De nuevo la cadena! Y el cáncer de mi colega tuvo que emprender la retirada con la cola entre las piernas. En este caso como en otros, hubo intervención médica, hubo cirugía, hubo quimio y radioterapia pero por sobre todo eso, estuvo la mano misericordiosa de Dios. En el caso de John, la respuesta que nos dio Dios fue diferente. No hubo sanidad sino que hubo traslado. Me atrevo a pensar que a lo largo de su enfermedad, algunos de nosotros quizás llegamos a preguntarnos si valía la pena seguir orando, siendo que pronto supimos que la ELA no tiene cura. Quizás hubo alguien que dejó de orar. Los seres humanos somos así: racionalizamos las cosas y cuando la razón nos dice: «¡Para! ¡No tiene caso!» paramos. Respecto de los alcances de la fe, la razón siempre se ha quedado corta. En una ocasión hice la pregunta: «¿Contesta Dios mejor y más rápidamente cuando oran cien, o mil por una cosa que cuando ora una sola persona?» Algunos no supieron responder. Dios no se deja impresionar por la cantidad sino por la sinceridad de quien se acerca a Él. La oración multitudinaria tiene otras ventajas tan válidas como cualesquiera otras. Alguien me escribió, diciéndome: «Cuando me acuerdo, oro por él». Yo dije: «¡Gloria a Dios! ¡Esa será una oración contestada!» «¿Hasta cuánto oraré por John, Señor? ¿Hasta siete?» «¡No te digo hasta siete, sino hasta setenta veces siete!» «Pero Señor, si esa enfermedad no tiene cura ¿para qué seguir?» «¿No te he dicho que si creyeres, verás la gloria de Dios?» «Es, pues, la fe la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve». Nuestra fe en un Dios vivo y conscientes del caminar de cada uno además de la ausencia de toda duda respecto a la veracidad de los dichos de Dios a través de su Palabra nos permite decir con la más absolurta confianza que John Mills, como David Wilkerson, ya están en la Casa del Padre. Y ya que mencionamos a Wilkerson, un destacado hombre de Dios, conocido y apreciado internacionalmente, preguntamos: ¿Cuál de los dos, David Wilkerson o John Mills, tuvo una recepción más clamorosa al llegar al cielo? ¿David, el gran predicador, o John, el humilde creyente que para muchos pasaba desapercibido en su iglesia de varios miles de miembros? ¿David, que escribió libros y predicó cientos o miles de sermones, o John, que quizá nunca se paró detrás de un púlpito ni ante las cámaras de televisión? John ha muerto. Nos ha dolido su partida. Es algo natural. Pero ¿nos vestiremos de negro y lo lloraremos como los que no tienen esperanza? Aunque en un contexto diferente, permitidme traer aquí el pasaje de 2 Samuel 12:15-23: Y Natán se volvió a su casa. Y el Señor hirió al niño que la mujer de Urías había dado a David, y enfermó gravemente. Entonces David rogó a Dios por el niño; y ayunó David, y entró, y pasó la noche acostado en tierra. Y se levantaron los ancianos de su casa, y fueron a él para hacerlo levantarse de la tierra; mas él no quiso, ni comió con ellos pan. Y al séptimo día murió el niño; y temían los siervos de Dios hacerle saber que el niño había muerto, diciendo entre sí: Cuando el niño aún vivía, le hablábamos, y no quería oír nuestra voz; ¿cuánto más se afligirá si le decimos que el niño ha muerto? Mas David, viendo a sus siervos hablar entre sí, entendió que el niño había muerto; por lo que dijo David a sus siervos: ¿Ha muerto el niño? Y ellos respondieron: Ha muerto. Entonces David se levantó de la tierra, y se lavó y ungió, y cambió sus ropas, y entró a la casa del Señor, y adoró. Después vino a su casa, y pidió, y le pusieron pan, y comió. Y le dijeron sus siervos: ¿Qué es esto que has hecho? Por el niño, viviendo aún, ayunabas y llorabas; y muerto él, te levantaste y comiste pan. Y él respondió: Viviendo aún el niño, yo ayunaba y lloraba, diciendo: ¿Quién sabe si Dios tendrá compasión de mí, y vivirá el niño? Mas ahora que ha muerto, ¿para qué he de ayunar? ¿Podré yo hacerle volver? Yo voy a él, mas él no volverá a mí. Valiosa lección que nos da el rey David. Ni el duelo más riguroso ni el llanto más amargo harán volver al que se ha ido; más bien nosotros vamos en pos de él. Como impulsor de esta cadena de oración intercesora, doy las gracias a quienes se mantuvieron orando por John y Ginger.Es necesario seguir apoyando emocional y espiritualmente a Ginger ahora que tendrá que hacer ajustes importantes en su vida. Doy gracias también a quienes escribieron mensajes de aliento para ella. «Así que, hermanos míos amados, estad firmes y constantes… sabiendo que vuestro trabajo en el Señor no es en vano» (1 Co. 15:58). La próxima semana, D. M., mencionaremos a otras personas, algunos conocidos y otros a quienes nunca hemos visto pero que están pasando por serias crisis de salud y problemas familiares para que renovemos nuestro trabajo de intercesión. (*) Mi amigo Westinghouse me sorprendió un día de estos. Me contó que cada vez que sube al tercer piso del edificio que queda frente al Aeropuerto Internacional de Miami se para frente al ventanal para ver despegar y aterrizar los aviones. Me dijo: «Cuando veo a un avión elevarse, extiendo mi mano en dirección al avión y le pido a Dios protección para la aeronave, para la tripulación y para los pasajeros. Y cuando un avión aterriza, hago lo mismo, pero oro dando gracias porque el aparato con su preciosa carga humana llegó sin inconvenientes a destino». Impresionado, le pregunté que cómo se le había ocurrido tal cosa. Y me contestó: «¿Recuerda el avión de Air France que iba desde Brasil a Francia? ¿Y que cayó al mar muriendo todos los que iban a bordo? ¡Desde entonces! ¡No pude decir una palabra!

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