Jesús, indignado

No sé si Stéphane Hessel podía imaginar lo que iba a ocurrir tras haberse publicado su libro Indignez-vous el 20 de Octubre pasado.

04 DE JUNIO DE 2011 · 22:00

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Si puede atribuirse a una relación de causa y efecto o si es una casualidad, que la primera chispa saltara en un país del Magreb de la comunidad francófona, precisamente la lengua del autor. No ha sido el primero que se haya indignado seriamente, ni será el último. Pero en este artículo quisiera referirme a Jesús, quien hace dos mil años mostró justa indignación. Jesús se indignó profundamente con algunas de las autoridades de su país. Lo hizo con Herodes, el reyezuelo que gobernaba la provincia de Galilea en la que Jesús vivió casi toda su vida, porque aquél era inmoral, un impostor y un asesino. Reinaba al servicio de Roma en Galilea, sin ser ni siquiera judío. Se había liado con su cuñada Herodías y por causa de ella había asesinado a Juan el Bautista, sólo por el temor a quedar mal con sus cortesanos. Tanto se indignó Jesús con él, que incluso se atrevió a insultarle, llamándole “zorra”. La indignación de Jesús subía de tono cuando tenía que vérselas con los guías sociales y religiosos de su pueblo. No podía soportar su cínica hipocresía. Le irritaba observar como estaban dispuestos a defender a capa y espada un elemento identificador religioso-nacional de su pueblo como era el descanso del sábado, aun pasando por encima de las necesidades físicas o espirituales más básicas de las personas. Les gustaba ocupar los primeros lugares en la sociedad y que les reverenciaran públicamente, en lugar de mostrarse compasivos o simplemente útiles a los más desfavorecidos. Y eso Jesús no lo podía sufrir, porque él no era así. En otros casos, a Jesús le irritaba la falsedad de los que se atrevían a juzgar la moralidad de ciertas personas que sí, es cierto que no era muy buena a ojos vista, cuando ellos mismos dejaban mucho que desear. Tapaban sus vergüenzas con apariencia de piadosa religiosidad, haciendo alarde de rigor legalista para que los demás se distrajeran y no se percataran de su propia inmoralidad. Jesús se molestó varias veces y de verdad aún con sus seguidores, los discípulos. Fueron hombres más o menos honestos cuando decidieron seguirle, aunque a veces demostraban que no todo era limpio en su interior. Cuando no se trataba de un par de ellos que quería descargar un duro juicio sobre algunos aldeanos samaritanos que no se mostraron muy hospitalarios, eran otros que discutían entre si para ver quien ocuparía, en la “corte” presidida por Jesús, los asientos más próximos a él. Y esto enojó al Maestro. Lo cierto es que Jesús no era amigo de jerarquías, sino que cualquiera tenía acceso directo a él, fuera cual fuera su condición. Entiendo que muchos de los indignados no quieran identificarse con líderes que pretendan encauzar su protesta llevando el agua a su molino. El tiempo se ha encargado de exponer como muchos de estos líderes no eran dignos, que lo que a la postre perseguían eran sus propios intereses. El caso de Jesús, es bien distinto. El sí merece ser seguido, y sin reserva alguna. El dijo que no vino para ser servido, sino para servir y para dar su vida por muchos. Y no solo lo dijo, sino que lo cumplió. Es por eso que merece ser elegido como líder. Jesús claramente enseñó sus cartas, mostró cuáles eran sus principios, principios que definió como del reino de los cielos para clarificar la universalidad de los mismos. Es decir, que son aplicables en todos los tiempos y en todas las latitudes, o sea, hoy y aquí mismo. Se ha hablado de presentar alternativas, lo cual es fundamental en toda protesta. Ahora bien, lo importante de las alternativas está en los principios que las mueven. Como la historia ha recogido sobradamente, los principios que Jesús instituyó han sido el germen de muchos e importantes avances en la defensa de los derechos de los seres humanos. Incluso hoy en día están en operación en múltiples acciones que en muchos casos pasan desapercibidas por el gran público, aunque no para sus beneficiarios. Son por tanto válidos para que determinen el carácter de una reforma que realmente valga la pena.

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