Anciano maorí

Wellington, Nueva Zelanda, 24 de abril.

28 DE MAYO DE 2011 · 22:00

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Ahí está la casa, roja y grave, inmutable, puede que nada pueda cambiarla de lugar. Se encuentra abierta y recibiendo con tejado extendido los elementos, resistiendo la decoloración que resulta de pasar demasiado tiempo bajo el sol. Está en calma. Seguirá en calma mañana, cuando vengan los estudiantes de la universidad para pasar el fin de semana de reunión en la casa: en su interior se prohíbe la confrontación, la indignación, el enfado… los maoríes modernos han dejado de ser caníbales para convertirse en protestantes. La comida debe quedarse en el exterior, bajo la mirada atenta de las figuras talladas en la madera, pintadas de ese tono de barro del hombre recién formado: labios secos, espalda parda, piel curtida, áspera, montañosa; ojos oscuros, color miel, caras chatas y redondas, surcadas de tatuajes azulados e intimidantes para quien los observa, aunque para ellos esa intención de acobardar al otro no se contemple salvo en los partidos de rugby de las seis naciones. Las esculturas de la entrada parecen contraerse cuando uno se aproxima a ellas. Escucho la hierba crujir y estremecerse cuando contemplo las tallas en la madera, la superficie cubierta de rojo, como el interior de la casa está empañado en ese mismo color. Las figuras retorcidas hipnotizan, hacen que clave la mirada en las curvas y en el efecto de la sombra tímida que se despedaza y parte de esas curvas, hacen que olvide que estoy en un siglo muy alejado de las manos que empezaron esos diseños curvos, esas manos de niebla trazando formas en la materia más palpable; que estoy en una zona residencial muy anglosajona, mirando rostros guerreros que me sacan la lengua, que se desafían hasta a sí mismos. La lengua estirada como el mar en el cabo donde está Auckland, hasta el límite. Los ojos y los gestos desorbitados, la carne tostada, la lanza dispuesta. Me precipito hacia el interior de la casa, cuya función aún no comprendo del todo. Unas pocas esculturas más viven ahí dentro. Una pareja abrazada, cruzada por más líneas, en especial el rostro del hombre, mira al infinito. Puedo imaginarme parte de la impresión de James Cook cuando llegó a este lugar, el miedo del colonialista ante lo desconocido. Aquí Cook perdió a algunos de sus hombres. Se está bien dentro del hogar, desnudo por otra parte. En un lado hay una figura sentada. Es cuando estoy a unos centímetros cuando descubro que es una persona. Un anciano maorí que ha estado viendo mi curiosidad desde que entré. Miro sus ojos, rodeados de arrugas. Un rostro majestuoso, como de jefe indio. Sus tatuajes por todo el rostro, sus profundas grietas, cañones y cavernas. Intento refrenar el impulso de palpar su cara para salir de este sueño. Pero también me lo impide su mirada limpia y llena de comprensión. Bajo la cabeza como debieron hacer mis antepasados.

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