Osama y el mito del hombre invencible

Durante esta semana nos pillaba por sorpresa la noticia de la muerte, después de diez años de búsqueda infructuosa, de Osama Bin Laden.

07 DE MAYO DE 2011 · 22:00

,
Considerado enemigo público número uno de los Estados Unidos, principalmente, pero del mundo en general y por extensión, desde Septiembre de 2001 con el tremendo atentado contra las Torres Gemelas que albergaban el World Trade Center, corazón probablemente del capitalismo y su símbolo de cara al resto del mundo por excelencia. Con aquel atentado Osama no sólo mostraba al mundo el daño que desde la sombra puede hacer un fanático con un motivo para matar, millones para gastar y tiempo indefinido para emplear en su causa, sino que se erigía con soberbia ante Occidente manifestando clara sensación de superioridad, un amplio despliegue de esfuerzos por mostrar fuerza moral al pensar que Dios mismo estaba de su parte en su propia concepción de la guerra santa y la osadía de quien se cree absolutamente invulnerable.En definitiva, a lo largo de esta última década Osama ha ido confirmando día a día, jornada a jornada, atentado a atentado, su sensación de control sobre la situación. Su búsqueda ha servido como justificación de guerras, asaltos y acciones militares varias. Su carisma personal ha llevado a otros muchos a implicarse en su causa estando dispuestos, con ello, a inmolarse, a dar su vida y a transmitir al mundo considerado por ellos “infiel” un mensaje de terror que produce escalofríos: el de tener aunque sea la sensación de que estas y otras acciones quedan impunes y de que la legitimidad y la verdad les ampara. Para las familias de las víctimas hacía ya bastante tiempo que no parecía haber esperanza de que este sujeto pudiera ser ajusticiado en alguna manera y pagar, aunque fuera en alguna medida, el daño causado. Hasta ahora. La noticia ha sido impactante, principalmente, porque nadie daba ya “un duro” porque se le pudiera localizar y detener. Si ha habido personajes escurridizos, Osama ha sido uno de ellos. Hasta el punto de que, alrededor suyo, han girado todo tipo de mitos y leyendas, como que vivía en las cuevas o que llevaba una vida prácticamente espartana. La realidad era, sin embargo, que la operación que acabó con él le abordaba en su opulenta mansión y rodeado de todo tipo de medidas de seguridad (¿igual era consciente en alguna medida, de que algo podía salir mal?). Esas medidas y principalmente el paso del tiempo, seguro generaron en él en algún momento, al menos, la ilusión de que aquello podía continuar eternamente, de que con un fin como el que le movía, amparado por su dios, nada podía ocurrir que acabara con su hegemonía. Sensación de control, comprada por dinero, pero sensación de control al fin y al cabo, aunque llevada al más total de los fracasos cuando, en los últimos momentos de su vida, utiliza a dos mujeres como escudos humanos antes de recibir el tiro definitivo. ¿Puede haber acción que muestre con más claridad la desesperación de quien sabe que, en ese momento preciso, no controla absolutamente nada? Si algo nos muestra la vida antes o después, no sólo a Osama, sino a todos nosotros, cada uno en nuestro entorno, es que no controlamos nada de nada. Algo puede salir mal, algo se nos escapa, surge algo con lo que no contábamos y, de repente, esa sensación de control se esfuma para ponernos de manifiesto lo que siempre fue, aunque no vimos, y es que nosotros, lo que se dice controlar, no controlamos nada. Es triste quizá, pero también absolutamente cierto. Somos seres frágiles en un mundo frágil, convulso, sujeto a imprevistos, en el que muchos lo expresan simplemente con un simpático y casi resignado “Murphy anda suelto”. Y es que en el fondo de nuestro ser sabemos, si somos completamente honestos, que no ejercemos sobre el entorno el control que nos gustaría. Podemos tener precauciones, en el mejor de los casos, pero lo de tener control es otra cosa de calibre bien distinto. Más bien estamos a merced del imprevisto, de la última hora, del cabo suelto. Pero pareciera que vivimos permanentemente despreocupados y, me atrevería a decir que, incluso, alegres, en esa ficticia y reconfortante, aunque sea sólo a corto plazo, sensación de control que nos embarga. No controlamos nada, por mucho que así lo creamos. El mundo en derredor nos supera. Puedes tener la mayor sensación de control sobre cualquiera de las facetas que componen tu vida, pero si lo piensas detenidamente, nada de lo que te rodea es controlable por ti, por más esfuerzos o sincera intención que inviertas en ello. Ni siquiera lo son nuestros propios pensamientos, nuestras emociones, nuestra conducta. Tanto menos los de los demás. No controlamos nuestro entorno social, las personas que nos rodean, ni lo que hacen o deciden nuestros hijos. Tampoco controlamos al volante, no controlamos ni los mercados, ni la economía, ya nos gustaría. No ejercemos dominio sobre cómo nos vaya a sentar la comida del mediodía, ni las reacciones de nuestro organismo ante estímulos, en principio, habituales y a los que estamos absolutamente acostumbrados. No prevemos nuestras reacciones ante una situación que nos desborda, ni tampoco la opinión que otros puedan tener de nosotros. Y así en una infinidad de situaciones. Sin embargo, y a pesar de la mucha experiencia y datos acumulados al respecto, volvemos una y otra vez a sumergirnos en esa cálida sensación de que controlamos algo y, lejos de conformarnos con esto, que ya es bastante dado que sigue siendo falso, vamos más allá y nos sentimos, no sólo al control, sino absolutamente invulnerables. No aprendemos las lecciones que la vida real una y otra vez nos trae.Cuando las cosas nos vienen bien, nos benefician, nos sentimos los dueños del mundo y, aparentemente, nada puede con nosotros. Osama ha vivido en esta ilusión durante diez años, probablemente pensando que podría burlar a sus captores indefinidamente. Sin embargo, todos los mitos caen. Pero el presidente de los Estados Unidos, lejos de escarmentar y aprender en cabeza ajena, ha tardado “minuto y medio”, como quien dice, en hacer una potente declaración que pone de manifiesto, de nuevo, que la sensación de control (que no el control, insisto) la ostenta el que en ese momento cree llevar la sartén por el mango, es decir, el que ha dado el último golpe de efecto. La conclusión temeraria era, en esta ocasión, "nuevamente se nos recuerda que EEUU puede hacer lo que se proponga. Ésa es nuestra historia". Como si haber acabado con Osama diera a su país la garantía de algún tipo de control añadido sobre la situación real que este mundo vive respecto al terrorismo. ¿De verdad puede, con esa vehemencia y con total honestidad, garantizar que la desaparición de Osama Bin Laden no dará lugar a una fanatización aún mayor de sus seguidores? La historia nos trae a la memoria ejemplos innumerables de alardes de control absoluto, desde la política (personajes como Hitler, Osama o, actualmente, Gadafi), la ingeniería (pensemos, si no, en el Titanic y la famosa frase de que a aquella nave no la hundiría “ni Dios”), el deporte (con récords de imbatibilidad que parecen no tener fin, entrenadores y jugadores que se sienten en la cima del mundo hasta que la realidad les trae algún jarrito de agua fría) o la economía misma (la más reciente, la burbuja inmobiliaria que explota después de pensar que aquello podría inflarse indefinidamente y sin consecuencias). ¡Somos verdaderamente ingenuos, qué duda cabe y no sólo eso, sino que nos cuesta terriblemente aprender de nuestros propios errores! Recientemente veía una película basada en un hecho real, “127 horas”, en la que un alpinista con clara sensación de control sobre su vida, sobre el medio hostil al que reta permanentemente, descubre a lo largo de una escalofriante experiencia que su sensación de control es sólo una falacia.El protagonista pasa de ser un “sobrado de la vida” a quien no le hace falta ir acompañado a sus expediciones ni mucho menos decir a dónde va (quien tiene control sobre todo, claro, no necesita seguridad alguna), a verse atrapado en una grieta del Cañón del Colorado “simplemente” por su dedo pulgar. Efectivamente, han leído bien. Una piedra no tan grande, al fin y al cabo, pero sí situada estratégicamente, le pone ante la realidad de que está atrapado por ese, su dedo pulgar y que no podrá salir de allí tan fácilmente a no ser que idee un plan. Mientras lo diseña va grabándose en una pequeña video cámara que lleva consigo y si algo llama la atención de su evolución a lo largo de la cinta es su cambio en el discurso que verbaliza. Sólo en esa situación él termina siendo absolutamente consciente, aunque por “capítulos”, de que está plenamente a merced de los elementos. Ni siquiera puede recoger del suelo la navaja que intenta usar para escapar cuando ésta, fortuitamente, se le cae al suelo. No controlamos, amigos míos, ni las cosas más tontas y cuanto antes aprendamos esta verdad, mejor que mejor. De ahí que para los cristianos sea tan reconfortante y alentador haber depositado nuestra fe en el único que tiene verdadero y absoluto control sobre las circunstancias que nos rodean, las que vemos y las que no vemos, las que nos son manifiestas y las que nos son ocultas. Creemos en un Dios que es el Creador y sustentador de todo. En uno que cuenta cada uno de los cabellos de nuestra cabeza y que no permite que ni uno de ellos caiga al suelo sin su pleno consentimiento. Creemos en un Dios que hace brotar agua de la peña, que crea manantial en el desierto, que crea sendas de abundancia donde sólo hay sequedad. El Dios que nos sostiene tiene control sobre cada una de las circunstancias que parecen superarnos. Nos desbordan, sin duda, pero a Él no. Alguien dijo alguna vez que Dios nunca tiene prisa porque Él nunca llega tarde, nada le pilla desprevenido. Su poder y su control hacen que el Universo gire como lo hace, que las cabras monteses paran a su tiempo, que las estaciones se den como han de darse y ejerce Su control sobre cada uno de los elementos que componen nuestra vida. Por eso nuestra fe tiene sentido: porque está depositada sobre una esperanza sólida, una esperanza que no es la expresión de un deseo, sino una profunda convicción de que Sus promesas se cumplirán tal y como Él mismo las ha establecido, porque no hay parámetro ni detalle que pueda escapársele, nada que pueda salir mal.Incluso en este mundo en que parece reinar el caos y ser gobernado por el príncipe de las tinieblas, sabemos, tenemos la plena certeza, de que Dios siempre, repito, siempre, permanece al control absoluto del curso de los acontecimientos, del aquí y ahora en el plano de lo inmediato, de los tiempos eternos en el plano de lo general. Incluso en los momentos en los que pudiera parecer que Dios está ausente, que la situación le desborda, esto no ocurre así. La cruz del Calvario nos trae una y otra vez a esta realidad: incluso en el momento terrible en que parecía que Dios había sido vencido, cuando Su propio Hijo Jesús colgaba de un madero maldito, siendo sometido a la terrible tentación de mostrar Su poder y zafarse de sus torturadores cuando podía hacerlo, de facto, aunque arruinando sin duda el plan de redención por el que somos hoy salvos, Dios rubrica con su sello incomparable, con una tremenda manifestación de poder pero principalmente de control absoluto sobre los acontecimientos y da lugar con ello a sentenciar una guerra que ya está ganada y en la que los que le reconocen como Dios y Salvador están ya también en el bando de los vencedores. Su control es más que una simple sensación de omnipotencia. Nuestro Señor es el León de Judá, la raíz de David, que ha vencido para abrir el libro y desatar sus siete sellos. La experiencia de control sólo podemos tenerla ante lo seguro, ante lo absoluto y nada hallaremos más cierto en este mundo en el que vivimos que el hecho de que Dios reina sobre todo, aun cuando no seamos capaces de percibir su reinado. En Su mano, y no en otras manos, ni las nuestras propias, están nuestros tiempos.(Salmo 31:15) La esperanza como certeza. Controlamos el futuro porque otro lo controla por nosotros. No como mera sensación de control, sino con un control absoluto sobre el universo.

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - El espejo - Osama y el mito del hombre invencible