A sangre fría

Aquel hombre apareció con su escopeta en el bar y disparó contra su jefe y su hijo, sin mediar palabra.

26 DE MARZO DE 2011 · 23:00

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Y tenía en mente matar también al dueño del bar y a un cliente habitual, por mirarles mal, según él, pero no estaban por allí. Pero eso se sabría más adelante. Lo que hizo en aquel momento fue atravesar con su coche una parte del pueblo hasta la oficina del banco y asesinar a otras dos personas, apenas dos trabajadores normales que aquella mañana se habían despertado, habían mandado sus hijos al colegio y se habían ido a trabajar, como todos los días. Y cuando el asesino se entregó y confesó a la policía que se sentía bien, aliviado, que había hecho lo que tenía que hacer, aunque un poco arrepentido, había cuatro cadáveres injustificados en el frigorífico de la morgue. Al principio se habló de que le habían despedido y que las deudas con el banco le tenían asfixiado. Entonces la gente empezó a decir (y yo les escuché asombrada) que la culpa del asesinato la tenían los políticos que habían llevado a aquella pobre gente (como el asesino) a la crisis. Que entendían que el hombre perdiera la cabeza al verse en una situación desesperada. Pero luego se vio que no existía ninguna situación desesperada: aquel hombre no perdía su casa ni su trabajo, solamente le debían un par de pagas extra y su deuda con el banco era de dos mil euros. Aquel hombre no se merecía la justificación de los espectadores. Ni siquiera la hubiera merecido un padre de familia en paro a quien el banco fuera a dejar en la calle con sus cuatro hijos por no pagar la hipoteca. Pero tiene que haber algo detrás de esa justificación que no sea la mera laxitud moral de la sociedad en la que vivimos. No puede ser tan sencillo. Hay algo en nuestra naturaleza que nos hace aborrecer y admirar a la vez a los detestables, a los verdaderos monstruos. Cuando les justificamos a ellos en realidad estamos intentando encontrar una vía de escape que nos justifique a nosotros. Algo que justifique nuestro pecado, que nos haga ser menos culpables. Y no, no era la primera vez que lo veíamos. No hablo ya de intentar encontrar una raíz al mal: siempre se rebuscan malos tratos, infancia dura, trastornos psicológicos, ignorando que uno de los principios psicológicos más poderosos de la mente humana es la resilencia. Me refiero al simple hecho de la fascinación, de cómo puede surgir y como se desarrolla. De cómo se camufla con otros nombres y ropajes, intentando disimular su contorno debajo de las fachadas políticamente correctas. Cuando escuché hablar a aquellos señores de lo mal que tenía que haberlo pasado el asesino, recordé a Truman Capoteintentando convencernos disimuladamente de que los crímenes de Dick Hickock y Perry Smith tenían su justificación. Porque en A sangre fría (1966), la magnitud el sadismo que se desprende de la descripción del asesinato de la familia Clutter en Hombold, Kansas, un pequeño pueblo del mundo agrícola de EE.UU., no se corresponde con la humanidad y la ternura con la que Truman Capote nos describe a los asesinos. La novela es impresionante, pero no sé si alguien más se habrá dado cuenta al leerla de hay algo que no encaja. Ni siquiera encaja del todo la rotunda afirmación de su título con el gusto agridulce que se queda en el paladar al terminar: uno casi espera un toque más ácido. La forma que tiene Capote de describir y mimar a los dos asesinos no se puede disimular únicamente detrás de la compasión, la misericordia o la lástima. Casi en ciertos momentos no parece posible que hayan podido ser ellos los que mataran con esa saña y crueldad. Casi parecen ellos más víctimas, presos, actores inevitables de sus propias circunstancias. Lo que desprende A sangre fría por todos sus poros es la fascinación por el mal de Capote. La novela, se puede decir, se compone de cinco planos, en diferentes niveles y en dos grupos: en el primer grupo está (1) la historia de los asesinados y el pueblo, (2) la historia de los asesinos y (3) la historia de Truman Capote reconstruyendo los hechos. Esos tres elementos tienen su importancia en la novela. En el segundo grupo están (4) los hechos acaecidos, inalcanzables en sí mismos, y (5) la reinterpretación de esos hechos desde la perspectiva de Capote. Al juntarse esos cinco planos Capote los quiso llamar non-fiction novel, es decir, novela de no ficción. Contó la historia de cómo él investigó el asesinato de la familia Clutter, de cómo llegó al pueblo poco tiempo después de lo ocurrido, cuando apenas era una reseña en un rincón de un periódico. Él, el excéntrico showman de la ciudad, en un pueblo a la vieja usanza, buscando pistas, conociendo a gente, captando información. Cuando las pistas llevan a los dos asesinos, Dick Hickock y Perry Smith, la historia cede a su favor y Capote reconstruye sus vidas y a sus familias hasta que se conocen y toman la decisión de asaltar a los Clutter siguiendo la pista de un dinero que al final resultó no existir. Si Truman Capote hubiera sido un periodista normal, no habría dejado que sus propias aspiraciones novelescas sobre los personajes de la trama desvirtuaran los hechos reales. Para cualquier otro periodista, la verdad del caso, hasta donde pueda descifrarse, debía tener prioridad. Pero Truman no era un periodistas al uso; es más, apenas se le puede llamar periodista. Para él, novelista, contador de historias, los hechos reales no podían desvirtuar las aspiraciones que tenía para sus personajes, que era la gran historia que tenía en su cabeza y que no encajaba exactamente con lo ocurrido. ¿Por qué no, sencillamente, se limitó a escribir una novela basada en hechos reales, que es lo que hacen normalmente el resto de escritores? Así hubiera tenido la excusa perfecta para manipular a sus personajes a su antojo, puesto que hubieran sido personajes de ficción. Pero los de A sangre fría son personajes reales que no atienden a las necesidad del narrador, sino a sus propias necesidades; actúan por su cuenta. Y Truman no se limitó a ser un periodista y seguirle el hilo a los personajes: no, él quería controlar la historia. Se había comprometido a hacerlo desde una narrativa de no ficción, así que ya no tenía el poder absoluto del narrador para tomar decisiones. Para poder cumplir sus expectativas tenía que hacer que el narrador abandonase el Olimpo desde el que observa; tenía que convertir al narrador en personaje, de un modo mucho más real y rotundo que lo acostumbrado. Tenía que intervenir en la realidad. Y así, Truman decidió que sus personajes se portarían según sus expectativas interactuando directamente con todos ellos: con los personajes del pueblo, con los policías, los asesinos. Los únicos con los que no pudo establecer contacto fue con los asesinados (cosa lógica), y por esa razón su historia es la parte más fría de la novela, la menos interesante para Truman, sobre la que pasa de refilón, sin mucho interés. Creo que la descripción velada del asesinato de los Clutter no se debe al pudor, sino al desinterés. No creo que precisamente, y a pesar de lo que hayan dicho los análisis literarios de la obra, a Capote (y por la vida que llevaba en la ciudad) se le pueda considerar pudoroso. Atormentado, culpable, con sentimientos ocultos sí. Era exactamente ese tipo de persona que, tratando de encontrarle una justificación a sus defectos y errores fuera de lo espiritual y moralmente aceptable, acaba cayendo en las garras de la fascinación por el malvado. No solamente justificación, sino ese otro paso más allá. La verdadera clave de la novela de no ficción (razón por la cual este género casi nació y murió con el mismo Truman) era que solamente se puede escribir desde dentro. Todo lo demás es relato periodístico o basado en hechos reales. No ha existido otra forma de acercarse a la realidad desde ese punto de vista sin sucumbir o claudicar. El único término medio fue Truman Capote, y le pasó factura. Sus biógrafos y conocidos coinciden en que nunca pudo volver a ser el Capote superficial y alegre de las fiestas de alta sociedad. Mantener tanto tiempo el contacto con los asesinos, el ahondar de tal manera en la realidad y en la naturaleza de su fascinación, le eliminó la capacidad de ser despreocupado. Supongo (aunque eso nunca se podrá saber), que algún rincón perdido de su vida Capote se dio cuenta de que su búsqueda no consistía en encontrar material para su novela, sino en encontrar una justificación sin Dios para sus pecados.

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - El alma del papel - A sangre fría