México: un panorama con y sin nombres

Para Silfrido Gordillo, en testimonio de amistad permanente

26 DE MARZO DE 2011 · 23:00

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Incrédulo o ateo, el hombre protestante mantiene su ‘conciencia’ [...] Estos rasgos [la tolerancia, el respeto a la libertad de los demás] subsisten, aun cuando la religión haya pasado del plano consciente al inconsciente. Practicante o no, el hombre protestante es siempre semejante a sí mismo [...] La religión forma al hombre: ella imprime a su carácter un molde que permanece, aun cuando haya abandonado prácticas y creencias.[1]Federico Hoffet Hace poco más de 10 años, como parte de una serie de presentaciones en algunos espacios universitarios, desarrollé un panorama histórico de los evangélicos mexicanos mediante una exposición de ciertos nombres de hombres y mujeres aderezada con ciertas características generales que encontraba elementos en común acerca de la fe que profesan o profesaron alguna vez.[2] En la lista figuran desde el revolucionario Pascual Orozco y el poeta Juan de Dios Peza, hasta políticos como Aarón Sáenz y Pablo Salazar Mendiguchía, pasando por cantantes y académicos como Yuri y Gerald Nyenhuis, o escritores como los dos Carlos: Monsiváis y Montemayor, recientemente fallecidos. Un mosaico de esta naturaleza, variopinto y contradictorio, puede mostrar hasta dónde la marca de “lo evangélico” o “protestante” es capaz de moldear vidas, muchas de las cuales no precisamente fueron ejemplo de constancia en la fe aprendida, recibida o elegida. Sin duda que alreescribir nuevamente esa lista algunos nombresestarían de más, se agregaríanotros y las opiniones sobre algunos/asserían más matizadas.Los criterios biográficos de valoración de esta presencia del “modo evangélico” de entender la fe, ligados a un estilo historiográfico utilizado por algunos autores (como Enrique Krauze, seguidor, de T. Carlyle), destacan la fuerza individual de “personas notables” cuya aportación específica les permitió sobresalir y constituirse en “modelos” o “ejemplos” para su tiempo y fuera de él. La idea básica para proceder de esta manera es la siguiente: “Tal vez pasar revista a algunos nombres de protestantes o simpatizantes con cierto renombre nos ayude a encarnar las repercusiones socioculturales de la presencia protestante en México. Con ello no se busca rendir pleitesía a los personajes, llevar a cabo una hagiografía edificante, ni mucho menos. El objetivo es encontrar áreas representativas donde la actuación de ciertas personas revela, en alguna medida, la proyección de sus raíces y motivos religiosos”.[3] En el caso de Monsiváis, por ejemplo, se aplican muy bien las observaciones del estudioso francés acerca de la huella que deja la formación cultural y religiosa en las personas, especialmente en una época (la primera mitad del siglo XX), en la que las diferencias del “ser protestante” o evangélico eran extremadamente visibles, dado el ímpetu con que se asumía dicha diferencia. Monsiváis insiste bastante al respecto en su autobiografía de 1966: Pertenezco a una familia esencial, total, férvidamente protestante y el templo al que aún ahora y con jamás menguada devoción sigue asistiendo, se localiza en Portales. Familia fundamentalista, que abomina del licor y el tabaco, la mía decidió otorgarme una educación singular. En el Principio era el Verbo, y a continuación Casiodoro de Reyna y Cipriano de Valera tradujeron la Biblia, y acto seguido aprendí a leer. El mucho estudio aflicción es de la carne, y sin embargo la única característica de mi infancia fue la literatura: himnos conmovedores […] cultura puritana […], y libros ejemplares […]. Mi verdadero lugar de formación fue la Escuela Dominical. Allí en el contacto semanal con quienes aceptaban y compartían mis creencias, me dispuse a resistir el escarnio de una primaria oficial donde los niños católicos denostaban a la evidente minoría protestante, siempre representada por mí. […][4] La lucidez crítica con que el autor de Días de guardar se refirió a su pasado protestante es un ejemplo de ajuste de cuentas y de valoración de una formación religiosa que, en su caso, fue el preludio para un conjunto mayor de acercamientos a otras fidelidades ideológicas, políticas y culturales (la UNAM, es decir, la educación pública; la izquierda, mediante una fidelidad hipercrítica; el liberalismo juarista irrenunciable, etcétera). La impronta protestante, por llamarle de algún modo, conectó a Monsiváis con un pasado y una tradición forjada también por nombres, situaciones y épocas que, lamentablemente, muy poco le dicen hoy a las nuevas generaciones de evangélicos/as, azotados por el peso irresistible del hit parade musical. Montemayor, a su vez, en un resumen del protestantismo que conoció durante una época (frecuentó una iglesia adventista en su juventud), también se refiere a este fenómeno cultural de pertenencia a un movimiento contestatario y sumamente diverso. Luego de referirse a la influencia estadunidense, subraya lo siguiente: Pero la fuerza del protestantismo mexicano rebasa el marco de sus impugnaciones habituales. Su fuerza es principalmente una dinámica educativa. El protestante no acude como espectador a un ritual sagrado. Por el contrario, debe leer y entender los libros bíblicos. Su conocimiento directo y su ejercicio diario de lectura lo transforman profundamente. El protestante de cualquier condición social, tiene que leer a solas y en la congregación; tiene que saber pasajes y episodios completos de las Escrituras; tiene que comprender y demostrar los principios conjuntos de la “verdad” bíblica; tiene que exponer comentarios e ideas en pequeños círculos congregacionales; tiene que leer los himnarios para cantar en los templos; tiene que esmerarse en hablar con propiedad en su vida diaria. Esta educación individual se extiende a otras áreas de la vida familiar y social, diversiones, regímenes alimenticios, economía familiar, salud, lenguaje…[5] Como se ve, la presencia evangélica ha podido constatarse más en el nivel cultural, e incluso educativo, en algo que se contrapone también con los ideales o sueños de las iglesias institucionalizadas, debido a que sus proyectos de reproducción y expansión en la sociedad mexicana, ejemplificados en los viejos eslógans propagandísticos (del tipo de “México para Cristo” o “Evangelicemos a nuestro país en esta generación”), no han alcanzado el impacto deseado. Al mismo tiempo, llama la atención el hecho de que, al despreciar o dejar de lado la formación de una “cultura evangélica” genuina o más identificable, se renuncie a uno de los aspectos de la herencia protestante más resaltados en otras épocas: la importancia de la lectura y comprensión de la Biblia. Acaso el excesivo énfasis en los aspectos doctrinales ha ocasionado, entre otras cosas, que no se tomen en cuenta las riquezas literarias de la misma y se coloque la lectura tras el prisma de los intereses confesionales o denominacionales. Gonzalo Báez-Camargo, uno de los “protestantes notables”, señaló con claridad que la presencia de los evangélicos o del protestantismo en el país no estaba llamada a ser mayoritaria, sino que precisamente por su carácter minoritario, debía asumirse una postura más consecuente con la forma en que este conjunto de creencias religiosas entró al país durante la segunda mitad del siglo XIX.[6] Él mismo encarnó la manera en que, desde una intensa militancia religiosa que incluso lo llevó a tomar las armas en la época revolucionaria, asumiría el resto de su vida la “trinchera cultural” como propia, al grado de llegar a ocupar un lugar en la Academia Mexicana de la Lengua, en un hecho inédito. En contraste, las aspiraciones políticas de alguien como Aarón Sáenz (llegar a la presidencia de la República en 1929) se verían frustradas por ser de origen protestante, lo que no le impidió convertirse en un próspero empresario que disfrutó ampliamente de los privilegios obtenidos por su fidelidad a la “familia revolucionaria”. Baste recordar que su familia emparentó con la de Plutarco Elías Calles y él mismo fue uno de los hombres más leal al general Álvaro Obregón. La presencia o ausencia de los evangélicos en México vista más desde un análisis más crítico obedeció más al resultado de la lucha de fuerzas ideológicas de la época en que el liberalismo impuso su “proyecto de nación”. La coincidencia de intereses, así como el progresivo y constante declive del dominio católico, ha propiciado que la integración del elemento protestante a la vida del país se experimente, desde adentro, a partir de una extrañeza socio-cultural de supuesta aceptación de las doctrinas o valores protestantes, aun cuando queda claro también que aún se le reprocha a las comunidades evangélicas su carácter exógeno. Los opositores de siempre a las creencias calificadas en otra época como “exóticas” no dejan de señalar el desajuste social que implica la conversión a formas divergentes de cristianismo en sociedades como la nuestra, tan cerrada y opuesta a los cambios. Finalmente, los nuevos nombres que hoy encarnan al protestantismo evangélico (nada menos que los nuestros) se ven confrontados con realidades igualmente exigentes a las que enfrentaron nuestros antepasados, cuya actuación, en medio de sus comprensibles errores y aciertos, siguen siendo una lección de vida y de fe para nosotros.

[1] Federico Hoffet, Imperialismo protestante. Buenos Aires, La Aurora, 1951, pp. 64, 67, 68.
[2] Cf. L. Cervantes-Ortiz, “Los hijos de Lutero en México”, serie publicada en Protestante Digital en diciembre de 2004 y enero de 2005. Elreferente a los nombres está en: www.protestantedigital.com/hemeroteca/059/041205lco.htm.
[3] L. Cervantes-Ortiz, “Los hijos de Lutero en México (II): el protestantismo en México: nombres propios”, Protestante Digital, núm. 59, 5 de diciembre de 2004, www.protestantedigital.com/hemeroteca/059/041205lco.htm
[4] Carlos Monsiváis. México, Promociones Editoriales, 1966.
[5] Ixtus, año I, núm. 2, julio-agosto de 1993, p. 49.
[6] Cf. J.-P. Bastian, Entrevista a Gonzalo Báez-Camargo. México, CUPSA, 1999.

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