Gratitud, disculpas o bronca

Oyó sin apenas escuchar «Mira, yaya, que regalito te hemos traído». En la mesa de al lado una madre se acababa de autoproclamar ante la abuela portavoz de un niño y una niña de entre ocho y diez años. Con la cabeza agachada, tomaba un café con leche metido en sus propios pensamientos mientras hacía algunas anotaciones.

04 DE JUNIO DE 2010 · 22:00

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Sin poderlo evitar se enteró de la reacción. «Yo ya sé que soy muy exigente pero lo hago por vuestro bien», «La abuela es muy estricta -continuó como si hablara de una tercera persona- pero sólo piensa en vuestro bien» y así, de la exigencia al bien y del bien a la estrictez se extendió en su monólogo como si vaciara todo lo que hervía en su interior. Imposible seguir en su ensimismamiento. Levantó la mirada y allí estaba la familia con sus consumiciones y la abuela con el pequeño ramo de flores secas en las manos. No hacía falta ser demasiado imaginativo para darse cuenta que aquel momento de reconciliación tenía su origen en turbulencias familiares previas. El conflicto generacional, sin duda, había tendido alguna expresión clara y puntual tal vez la tarde anterior sin ir más lejos. ¿Alguien podría pensar que la abuela no quería a sus nietos? Nadie. La abuela estaba llena de cariño pero su discurso no acababa de dejar claro si pedía disculpas, expresaba alegría y gratitud o, directamente, les estaba metiendo una bronca. ¿Alguien pensaría que aquellos niños no sabían hablar? Nadie. Pero no tuvieron oportunidad, se pudieron apreciar algunos “brotes verdes” pero el vendaval de la crisis familiar se los llevó sin que pudieran decir más de dos palabras en aquel café de diseño moderno y muy bien iluminado por el sol. La abuela seguía amontonado palabras para explicar no se sabe bien qué. La cara de los niños tenía una expresión neutra, como de resignación y de ganas de salir a que les diera el aire. Ante aquel cuadro familiar se acordó de un amigo de su infancia que no estaba contento cuando sacaba buenas notas, porque decía que, cuando eran malas, tenía que escuchar los reproches de sus padres y, cuando eran buenas, no recibía el reconocimiento por su esfuerzo sino la acusación de hacer las cosas bien sólo cuando le daba la gana. En lo bueno y en lo malo, se llevaba el “sermón”. O aquella niña que, mientras su madre le decía «cuántas veces te hubiera dado un beso pero no lo hice para no tener que darte un cachete más tarde», pensaba que de buena gana pagaría el precio de un castigo con tal de disfrutar de los besos, abrazos y caricias de su madre.

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