Tristeza y esperanza

Una reflexión del escritor y pastor Luis Marián sobre la realidad profunda de nuestra sociedad actual.

16 DE ABRIL DE 2010 · 22:00

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Me asomo a la terraza y veo una humanidad en la calle Abominación. Es el mundo con todos dentro, donde los viandantes llevan mochila con estatuilla dentro. Son deidades de barro con diversidad de nombres. El de la joven que pasa junto al bar lleva el rotulo de Familia grabado en los píes de su Tótem. Pero de inmediato un delgado y sinuoso individuo vestido de negro y con una especie de guadaña roba su sueño y marcha corriendo con el botín. La muchacha enloquece. La fragilidad de su fuerte se revela burlona y nadie la oye. El ruido de la calle ahoga su hundimiento. No puedo creer lo que estoy viendo. A muchos otros les están sustrayendo las figuras de barro portadas en la espalda. ¿Será la maldita ola de delincuencia o son ellos mismos los que se están robando? Muchos corren inútilmente tras sus dioses; Trabajo… Dinero…Ocio… ¡Uf! Son tantos y tan pequeños que apenas leo sus nombres desde aquí… Orgullo… Quedirán… Prejuicio... Miedo... Es curioso observar como ahora que se han quedado sin el peso que encorvaba sus espaldas se vean tan asustados e indefensos. ¿Pero qué está ocurriendo? Algunos ya no pueden andar, otros sólo ríen de forma macabra mientras miran a los demás. Otros de repente se han quedado ciegos como en la novela de Saramago. Desde aquí arriba observo estupefacto este circo de locos. Nunca antes había tenido una perspectiva así de mi mundo. Y si no bastarán ya tantas extrañezas, de repente me veo a mí mismo en la calle, junto a un kiosco comprando El Marca. Soy uno más. Pero diviso como se me acerca un extraño hombre que ya llevaba rato tendiendo su mano a todo el que se cruzaba en su camino ¿Es otro demente más? Súbitamente miro desde abajo sus ojos y no sé cómo, pero me encuentro. No sé cómo, pero sé que me conoce desde siempre. No me habla porque no hay nada que decir en ese momento, simplemente me produce confianza. Le sigo. Y juntos conseguimos salir de la calle. Entramos en otra que nada tiene que ver con la que yo conocía. Resulta inútil describirla porque ningún adjetivo podría representar aquella paz y majestuosidad (¡vaya! ¡adjetivé!). Veo más calles. Ninguna tiene nombre porque allí ya no hay diferencias. No existen las distinciones, ni tampoco la tentación de la autodestrucción a la que vulgarmente solemos llamar Pecado. Y lo mejor de todo es que Él está conmigo cara a cara. Mi Yo en ÉL y su Yo en mí. Sé que en ese momento nada me puede hacer tambalear. Pero de repente me reconozco en mi casa frente a la ventana abierta, donde una caprichosa brisa acaba de esparcir todos mis apuntes de clase por el suelo. No sé bien cómo, pero sé que todo lo acontecido esa tarde era más real aún que lo más auténtico. De algún modo que no consigo explicar sé que un día estaré en ese lugar donde las calles no tienen nombre. Y lo mejor de todo es que vuelvo a renovar mi confianza en un Dios que no es de arcilla ni susceptible de robo. El autor del amor podría ser su nombre. Es curioso, mi tristeza no se ha ido del todo, pero mi esperanza y confianza se han hinchado como gigantes de roca. Es curioso.

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