Rubén Darío, el miedo ante la muerte

Rubén Darío, el gran poeta nacido en León, Nicaragua, en 1867, está de actualidad en las letras españolas. Galaxia Gutemberg ha iniciado la publicación de sus Obras Completas, hecho que ha llamado la atención de los críticos literarios.

28 DE MARZO DE 2008 · 23:00

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Este nicaragüense, de quien Borges escribió que “cuando un poeta como Rubén Darío ha pasado por una literatura, todo en ella cambia”, vivió toda su vida aterrado por la idea de la muerte. Si Indurain llamó a Hemingway «el cantor de la muerte», a Rubén Darío habría que llamarle el espectro de la muerte. Al novelista, efectivamente, le gustaba pasear la muerte por las dramáticas páginas de sus libros. Al poeta, no. Éste la veía por todas partes, la imaginaba en la copa de champán, en el beso de la mujer, en los muros solemnes de los templos y en las alegres habitaciones de los hoteles. El poeta tenía continuas crisis en las que se le representaban visiones de ultratumba y muertes fantasmales. Creía que la muerte le perseguía, que andaba tras su caminar de aventuras, pisándole los talones, dispuesta a ponerle en cualquier momento la zancadilla fatal. Hemingway temía a la muerte. Y mucho. Pero el norteamericano no la rehuyó. Sus obras lo prueban. Rubén Darío, no. No habla de la muerte. El tema está ausente de su obra. Sólo en dos o tres ocasiones la menciona en su vasta producción literaria. Una de ellas, en el Coloquio de los centauros, hace un retrato amable y lisonjero de «la repelona». Sigue la manera griega de exaltar y embellecer la fealdad, y el poeta canta:
«¡La Muerte! Yo la he visto. No es demacrada y mustia, ni ase corva guadaña, ni tiene faz de angustia. Es semejante a Diana, casta y virgen como ella; en su rostro hay la gracia de la núbil doncella y lleva una guirnalda de rosas siderales. En su siniestra tiene verdes palmas triunfales y en su diestra una copa con agua del olvido; a sus pies, como un perro, yace un amor dormido».
El terror que Rubén Darío sintió por la muerte durante toda su vida, y que los biógrafos describen sin excepción, le venía desde pequeño. La muerte de su padre adoptivo, el coronel Ramírez Madregil, fue un duro golpe para el niño poeta. Antonio Oliver, uno de sus más completos biógrafos, dice que Rubencito vio allí «por primera vez la muerte. Desde entonces, más que nunca, su imaginación se pobló de terrores. La casa le resultó obsesionantemente temerosa por las noches. Anidaban lechuzas en los aleros. Por si esto fuese poco, los dos únicos sirvientes, Serapia y el indio Goyo, le narraban cuentos de ánimas en pena y de aparecidos. Desde estos tiempos le va a tener a la muerte un miedo físico que le durará toda la existencia”. Una fe sincera en Dios, una creencia íntima y sentida, habrían borrado del alma del poeta el terror que siempre sintió por la muerte. Pero esta fe nunca la poseyó Darío. Sus versos de juventud, los de L´enfant terrible, son un alegato contra el Papa, contra los jesuitas y contra la religión cristiana. Más tarde se reconcilia con la Iglesia católica y como católico muere, pero vive sin convicciones espirituales, sin temor ni amor a Dios. El Creador está ausente de sus libros. A Dios recurre como fiera herida que busca protección junto al árbol más fuerte, no como pecador convencido y arrepentido a quien conmueven los sufrimientos de Cristo. No ve a Dios como Padre, ni siquiera como amigo, sólo como un posible remedio al miedo que le vence. Otro poeta que, como Darío, llevó una existencia pesimista, amargada, triste y desorientada, el mejicano Luís G. Urbina, parece que reaccionó a la hora de la muerte, y desde el lecho donde agonizaba dictó unos versos que tituló «La visita» y que fue anotando un amigo suyo, el también poeta Alfredo Gómez. En «La visita», Urbina saluda a la muerte con calma y expresa su confianza en Dios:
«Ha de venir... Vendrá.., Calladamente Me tomará en sus brazos, así como La madre al niño que volvió cansado De recorrer bosques y saltar arroyos. Yo le diré en voz baja: ¡Bienvenida! Y sin miedo ni asombro, Me entregaré al Misterio, Pensaré en Dios y cerraré los ojos».
Darío, en cambio, muere, escondiendo su cabeza entre las sábanas para que la muerte no le alcance. Él, que cantó a la vida en verso, que fue y seguirá siendo por mucho tiempo gloria de la poesía castellana; él, cuya muerte lloraron poetas insignes; él, el niño prodigio, el culto, el inteligente, el dé geniales ideas y fácil palabra; el hombre que dominó la materia y fue dominado por ella, se fue de este mundo sin haber vencido el miedo que siempre le inspiró la muerte, sin seguridad alguna en el más allá de Dios y sin que la fe lograra iluminar la negrura de su espíritu. «¡Pobre atormentado, dolorido, paciente Rubén!»

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - El punto en la palabra - Rubén Darío, el miedo ante la muerte