¿Volvemos al tiempo de Jueces?

Autoridad bíblica frente a ética permisiva”, una serie de reflexión de la mano del teólogo y Presidente Honorario de la Alianza Evangélica Española Jose María Martínez.

14 DE DICIEMBRE DE 2007 · 23:00

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Autoridad bíblica frente a ética permisiva (I)

Un texto sombrío que aparece reiteradamente en el libro de los Jueces (Antiguo Testamento) describe magistralmente la situación político-social y religiosa en la época transcurrida desde la muerte de Josué hasta el establecimiento de la monarquía hebrea: «En estos días no había rey en Israel; cada uno hacía lo que le parecía recto» (Jue. 17:6; Jue. 18:1; Jue. 21:25). Durante el liderazgo de Moisés y Josué se reconocía la autoridad de éstos como representantes de Dios, por lo que su palabra tenía fuerza de ley. Desaparecidos ambos líderes del escenario histórico, sobrevino la anarquía. Cada israelita creía bastarse a sí mismo para determinar lo bueno y ordenar su conducta. Su opinión personal era su norma de vida. No tardó Israel en caer en las más variadas aberraciones y en formas inusitadas de perversión. El texto sagrado ha recogido algunos ejemplos: la idolatría (Jue. 2:11-12), la violencia política, puesta de manifiesto en la conducta de Abimelec (Jue. 9), la religiosidad deshumanizada (Jue. 11:19-40), la intemperancia (ejemplo de Sansón, Jue. 14-16), perversión sexual extrema (Jue. 19), conductas fratricidas (Jue. 20). Muchos dirán que aquellos tiempos distan mucho de nosotros. Vivimos en el siglo XXI y la humanidad disfruta de los beneficios de una civilización avanzada. Pero tal afirmación no puede hacerse sin grandes reservas. El siglo XX ha visto ciertamente grandes avances científicos y tecnológicos, fuente de mayor bienestar; pero también ha registrado los episodios más estremecedores de la historia: dos guerras mundiales con millones de muertos, campos de concentración y exterminio, genocidios, a lo que todavía hoy puede añadirse la conculcación de los derechos humanos más fundamentales en muchos países. Moralmente la humanidad no ha progresado. Más bien parece que retrocede hacia la selva. El individualismo egoísta busca por encima de todo el goce y el beneficio propios, sin reparar en la licitud moral de los medios que se emplean para lograrlos. Ese individualismo va de la mano con la autoafirmación de la persona y un concepto de libertad equivocado. Se pretende vivir con todos los derechos y con muy pocas obligaciones. La norma de conducta es la dictada por el criterio personal de cada individuo, dominado por una corriente impetuosa de permisividad. De ello se derivan la mayoría de anomalías sociales como la ruptura del vínculo matrimonial por motivos leves, el conflicto entre padres e hijos, la hostilidad de alumnos frente al profesor, la colisión de empresa y empleados, la lucha de todos contra todos para alcanzar una mejor situación. La competitividad se ha extendido a todos los niveles y el lema más generalizado en la sociedad actual es «triunfar, sea como sea». No importa que el triunfo se obtenga perjudicando a otros menos dotados. Así prevalece la ley del más fuerte, que es la ley de la selva. Un análisis del comportamiento social a lo largo de los siglos nos muestra que la sociedad de hoy no es en el fondo muy diferente de la de tiempos pasados. La tendencia a la autonomía individualista y a la permisividad es tan antigua como la raza humana. El libro del Génesis nos revela que Dios creó al hombre a su imagen, aunque sometido al orden sabio y benéfico que debía mantenerse entre criatura y Creador. Sin embargo, Adán rechazó la soberanía divina. No tenía suficiente con ser semejante a Dios. él mismo quería ser Dios. Y se rebeló contra Aquel a quien debía la existencia. Desde entonces el hombre, en su naturaleza caída, ha ignorado la autoridad de Dios, ha menospreciado sus leyes y ha tratado de imponer las suyas propias («autonomía» en el sentido etimológico, de autós, propio, mismo, y nómos, ley). A falta de una autoridad objetiva superior, el legislador humano no se rige generalmente por criterios éticos claros, sino que suele ceder a las presiones de la masa social. En los países democráticos no puede dejar de pensar en las próximas elecciones. La gran preocupación en muchos casos no es legislar lo justo, sino complacer al mayor número posible de electores, especialmente a los más ruidosos. Así han sido y van siendo aprobadas por diferentes parlamentos occidentales leyes que autorizan el aborto (primeramente de modo restringido, en determinados supuestos; después, prácticamente «libre»), el reconocimiento de las parejas de hecho (incluidas las de homosexuales), la eutanasia activa. Masivamente la sociedad ha aprobado una permisividad sexual casi sin límites. Hablar hoy de castidad, de santidad del matrimonio o de cosas por el estilo es en opinión de la mayoría, una ridiculez. Y conceptos como respeto, autodisciplina o responsabilidad en el modo de vivir la sexualidad son fósiles residuales del nacionalcatolicismo. No cabe en el limitado espacio de este artículo considerar los males derivados de la permisividad sin freno. Sólo a modo de ejemplo puede mencionarse el de los embarazos no deseados de mujeres solteras, generalmente compelidas a abortar. Muchos hoy creen ver resuelto el problema con la controvertida «píldora del día después», que, en opinión de muchos especialistas, no deja de ser la destrucción de una vida humana en su génesis, es decir, un aborto. No parece que sean más recomendables las posturas «progresistas» respecto a las cuestiones arriba mencionadas. Los efectos a medio plazo de la ética permisiva actual sólo el tiempo los revelará.

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