Orangutanes y Dios

Un artículo del investigador y teólogo Pablo de Felipe, que analiza la relación entre ciencia y fe cristiana.

08 DE JUNIO DE 2007 · 22:00

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Es bien conocido que Juan Antonio Monroy ha dedicado más de medio siglo a defender la libertad religiosa y, en particular, los derechos de los protestantes en España. Un servidor ha leído, desde su infancia, sus artículos en “Restauración” y otros medios de comunicación, y es consciente de esa realidad. Por ello escribo desde el agradecimiento y la simpatía. Los que así hemos seguido la obra periodística de Monroy sabemos de su gusto por la polémica. También conocemos su rechazo de la evolución. Es por ello que no sorprende que en su reciente artículo “¿Santo Orangután o Padre Nuestro?” (Protestante Digital, n. 178, 29-5-07) ataque con entusiasmo a Darwin y a otros predecesores del evolucionismo. No es la primera vez que esto ocurre, también lo he podido leer anteriormente en otras secciones de Protestante Digital. Los científicos, en general, y en especial los que son cristianos, suelen rehuir estas polémicas. Pero cuando uno lee que la ciencia dice “algunas verdades y muchas mentiras”, es imposible no sentirse decepcionado. Esta es ya una generalización tan desproporcionada como las muy tópicas que se pueden decir sobre los periodistas o los taxistas, por poner un par de ejemplos populares. Esgrimiendo la cita del editor de “The British Medical Journal”, Richard Smith, “Es más fácil hacer trampas en la Ciencia que en un casino” (El Mundo Salud, 5-5-07) (1), se lanza al ataque de Darwin. En su entrevista, Smith reconoce, como hace Popper y muchos científicos, que la actividad fundamental de la ciencia es el someter a crítica las teorías recibidas e intentar así perfeccionarlas o reemplazarlas. Su referencia a las trampas del casino vienen al hilo de una pregunta sobre los fraudes en la investigación biomédica/farmacéutica. En toda actividad humana hay fraudes y eso no deslegitima esas profesiones. Los recientes fraudes que han saltado a los medios de comunicación en estas áreas, no solamente ponen eso de manifiesto, sino que también han expuesto la capacidad de los propios científicos para detectar estos engaños. Porque si bien es cierto que en ciencia es más fácil hacer trampas que en un casino, también resulta cierto que es muy difícil coger el dinero y correr. Cualquier cosa que un científico publique está expuesta al escrutinio de sus colegas en todo el planeta y, cuanto más espectacular sea el resultado publicado, más interés despertará en otros por repetirlo y utilizarlo para avanzar un paso más. Y, así, si estos resultados se confirman, la reputación de su descubridor crece; pero si esto no ocurre, y se descubre un engaño, el científico implicado puede olvidarse de seguir trabajando en la ciencia, como ha ocurrido en el famoso caso de clonación humana en Corea del Sur. Y por esto Smith anima a los científicos y editores de las revistas científicas a estar vigilantes “si encuentras un trabajo que tiene datos fraudulentos es fundamental advertirlo y perseguirlo”. ¿Podemos, pues, dejar esto aquí? Por desgracia no. El uso que Monroy hace de esta argumentación para atacar a la ciencia va más lejos. Lo de menos es si rechaza la evolución o si cree en el creacionismo, el diseño inteligente o cualquier otra teoría de los orígenes. El problema de fondo es su confrontación ciencia y Biblia (Orangután o Dios, Darwin o Moisés, etc.). Sorprende, pues creía ingenuamente un servidor que en estos días esta táctica solamente interesaba ya a los ateos anticristianos como Richard Dawkins. Como he podido comprobar, no es este el caso; es más, me temo que estas posturas son las que alimentan los ataques más furibundos al cristianismo. Los cristianos tenemos dos mil años de historia que haríamos bien en conocer y usar. Así descubriríamos que, a mediados del primer milenio, varios cristianos usaron los mismos argumentos, las mismas descalificaciones y las mismas confrontaciones para, primero atacar la esfericidad de la tierra que afirmaban los científicos griegos, y más aún, para defender una “topografía cristiana” en la que la tierra era un rectángulo plano con un cielo en forma de arcón (véase la figura adjunta). El lector juzgue por sí mismo las palabras de Cosmas (siglo VI): “Existen cristianos de apariencia que, sin tener en cuenta la divina Escritura, a la que desdeñan y menosprecian como los filósofos no cristianos, suponen que la forma del cielo es esférica, inducidos al error por los eclipses del sol y de la luna. [...] es imposible que cualquiera que tenga la voluntad de ser cristiano se deje extraviar por el error especioso de los no cristianos, mientras que la divina Escritura presenta otras teorías. [...].” (2) “He aquí el primer cielo en forma de bóveda, creado en el primer día al mismo tiempo que la tierra, referente al cual Isaías dice: «El que levanta el cielo como una bóveda.» (Is. 40:22). Por el contrario, el cielo unido a media altura al primer cielo, el cielo creado en el segundo día, es al que se refiere Isaías diciendo: «Él lo extiende como un tabernáculo para que se habite en él.» (Is. 40:22). Por otra parte, David dice: «Él extiende el cielo como una piel.» (Sal. 103:2) y, explicándose con más claridad todavía, precisa: «Él pone un techo de aguas a sus aposentos superiores.» (Sal. 103:3). Como la Escritura menciona además las extremidades del cielo y las extremidades de la tierra, esto no se puede concebir sobre una esfera. [...].” (3) Por desgracia, un conflicto similar se repitió mil años más tarde cuando los líderes cristianos rechazaron las ideas de Copérnico sobre el movimiento terrestre echando mano de la Biblia. En el siglo XVI, Lutero fue el primero en atacar desde el lado protestante: “[...]. Incluso en estas cosas que están siendo confundidas yo creo la Sagrada Escritura, pues Josué mandó detenerse al sol y no a la tierra [Jos. 10:12].” (4) Para el cardenal Bellarmino, máxima autoridad teológica en el Vaticano a principios del siglo XVII, al igual que no podía afirmarse que “Abraham no tuvo dos hijos y Jacob doce” tampoco podría negarse que “el Sol está en el cielo y gira a gran velocidad en torno a la Tierra, y que la Tierra está muy alejada del cielo y está inmóvil en el centro del mundo.” Pues si bien ambos casos no eran “materia de fe”, “lo uno y lo otro lo dice el Espíritu Santo” (5) Por ello, el movimiento de la tierra fue condenado en 1616 por la Inquisición como una idea: “[...] necia y absurda desde el punto de vista de la filosofía, a la vez que formalmente herética puesto que contradice expresamente en muchos lugares las afirmaciones de las Sagradas Escrituras” (6) A pesar de su importancia, el debate sobre los orígenes no es lo principal aquí. Si la evolución no se sostiene, la evidencia experimental lo acabará mostrando tarde o temprano. Y esto (y no la interpretación de determinados pasajes bíblicos) será la evidencia que habrá que discutir en el terreno científico. Es importante aquí distinguir entre la evolución como teoría científica y el evolucionismo como ideología filosófico-religiosa. Si se quiere criticar la evolución en el terreno científico, debe hacerse con argumentos científicos, no bíblicos. Pero el verdadero problema de fondo tiene que ver con la forma en que se entienden las relaciones ciencia y fe y la forma en la que se interpreta y usa la Biblia en este contexto, así como las consecuencias que esto tiene para la presencia del cristianismo en nuestra sociedad. El modelo del conflicto no soluciona ningún problema, sino que ahonda la fosa que para muchos existe entre ciencia y fe. A algunos esto les puede parecer bueno y tal vez se alegren despreciando a la ciencia desde su fe; pero la realidad es que en la mayoría de los casos, ese es el camino por el que muchos de nuestros contemporáneos (científicos y no científicos) pierden la fe y se apartan del cristianismo escandalizados. Es comprensible que muchos cristianos, al sentir atacada su fe en nombre de la ciencia, reaccionen rechazando la ciencia o intentando montar una “ciencia alternativa”. Pero el cristianismo no debería defenderse aceptando ni rechazando la ciencia de los siglos VI, XVI, XIX o XXI; pues el cristianismo no se basa en los resultados de la ciencia, sino en la figura histórica de Jesucristo. Lo más dramático de todo esto es que, en realidad, ese conflicto ciencia y fe no es necesario. La inmensa mayoría de los creadores de la ciencia moderna (Copérnico, Brahe, Galileo, Kepler, Pascal, Boyle, Newton, etc.) eran creyentes que encontraban en la Biblia un gran estímulo para su actividad científica. Ellos no usaban la ciencia para defender su fe. Más bien, al contrario, era su fe cristiana lo que les impulsaba a buscar el orden que Dios había puesto en la naturaleza. (7) De ellos, podríamos aprender un modelo de relaciones ciencia y fe que no pasa por las disyuntivas ni las acusaciones de Cosmas y otros, pues, como decía Galileo, “la intención del Espíritu Santo era enseñarnos cómo se va al cielo, y no cómo va el cielo.” (8) Hoy en día, los que escriben sobre ciencia y fe en este y otros medios cristianos, deberían pensar que la ciencia no está hecha por extraterrestres, sino por personas corrientes, algunas de ellas cristianas, a las que este tipo de artículos les ayudan muy poco a compartir su fe con sus compañeros de trabajo. Muchos contemplan con horror las consecuencias negativas que esto tiene para la credibilidad y el futuro del cristianismo, exactamente igual que Galileo pudo imaginar con acierto hace casi cuatrocientos años: “Cuando [...] hayan proclamado que decir que la tierra se mueve es herejía, si las demostraciones, las observaciones y las necesarias verificaciones demuestran que se mueve, ¿en qué dificultad se habrán puesto a sí mismos y habrán colocado a la Santa Iglesia?” (9) Pablo de Felipe Doctor en Ciencias Químicas (Biología Molecular) Investigador en la Universidad de St. Andrews (Reino Unido) Profesor de ciencia y fe en el Seminario Evangélico Unido de Teología, SEUT (Madrid)
(1) http://www.elmundo.es/suplementos/salud/2007/708/1178316003.html (2) Cosmas Indicopleustes. Topographie chrétienne, prólogo, 4. Wanda Wolska-Conus (ed.). Les Éditions du Cerf, Paris, 1968, tomo I, p. 264). (3) Idem, IV, 4, 5, pp. 538, 540. (4) Martín Lutero. Table Talk (conversación del 14 de junio de 1539). En: Luther´s works. T.G. Tappert y H.T. Lehmann (eds.). Fortress Press, Philadelphia, 1967, vol. 54, pp.358, 359. (5) Citado en Carta a Cristina de Lorena y otros textos sobre ciencia y religión. Traducido por Moisés González. Alianza Editorial, Madrid, 1987, p. 112. (6) Stillman Drake. Galileo. Alianza Editorial, Madrid, 1986, p. 102. (7) Para profundizar más sobre esto, el lector puede consultar el texto de mi reciente conferencia en: www.delirante.org/pdf/cienciayfe.pdf (8) Galileo Galilei. Carta a Cristina de Lorena (1615). En: Carta a Cristina de Lorena y otros textos sobre ciencia y religión. Traducido por Moisés González. Alianza Editorial, Madrid, 1987, p. 73. (9) Galileo Galilei. Carta a Elia Diodati (1633). Citado en Ludovico Geymonat, Galileo Galilei. Ed. Península, Barcelona, 1986, p. 82.

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