Los aniversarios de García Márquez

Gabriel García Márquez celebra cuatro aniversarios en 2007: cumple 80 años, son ya 60 desde su primer relato, 40 de la edición de “Cien años de soledad”, y 25 del Premio Nobel de Literatura. Lo analiza Leopoldo Cervantes-Ortiz

10 DE MARZO DE 2007 · 23:00

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6-9 de marzo, 2007

Gabriel García Márquez celebra cuatro aniversarios en 2007: llegó a los 80 años (el 6 de marzo), se cumplen 60 de la aparición de su primer relato, 40 de la primera edición de Cien años de soledad y 25 de la obtención del Premio Nobel de Literatura. De ahí que las múltiples celebraciones que se llevan a cabo por todas partes sean el resultado de una labor creativa persistente, intensa y profundamente renovadora. La saga publicada en 1967 fue precedida por una serie de libros de relatos que alcanzaron su plenitud hasta que configuraron el universo genesiaco y apocalíptico de Macondo, una especie de desdoblamiento de la historia latinoamericana, sacudida por la omnipresencia de la violencia, pero también de una manera mítica de experimentar la vida y sus transformaciones. Por lo anterior, el realismo mágico, la categoría interpretativa que inventaron los críticos para tratar de aprehender las características de este maremágnum, se quedó muy lejos de proporcionar criterios de juicio para una obra que, además de vasta, se propuso concentrar en sus trazos generales las esperanzas perdidas de todo un continente, sumido en la miseria económica, pero rico en fantasías y mitos. Así, la elaboración narrativa de la historia latinoamericana iniciada por otros maestros como Juan Rulfo y José María Arguedas, alcanza en García Márquez la estatura de deicidio, según la expresión de Mario Vargas Llosa, su amigo de otras épocas, autor de un libro monumental que resume la concepción y ejecución de una obra totalizante. Sobre el deicidio perpetrado por los novelistas, escribe Vargas Llosa: “Escribir novelas es un acto de rebelión contra la realidad, contra Dios, contra la creación de Dios que es la realidad. Es una tentativa de corrección, cambio o abolición de la realidad real, de su sustitución por la realidad ficticia que el novelista crea”(1). Este aparente despropósito de índole teológica, hace del narrador un disidente que, inconforme con la realidad, se propone asumir la labor de crear mundos alternativos más acordes con sus ilusiones y esperanzas o, incluso, con su ideología. Su escritura es una protesta contra la realidad, agrega Vargas Llosa, y señala: “Toda novela es un testimonio cifrado: constituye una representación del mundo, pero de un mundo al que el novelista ha añadido algo: su resentimiento, su nostalgia, su crítica”(2). Desde esta perspectiva, la obsesiva búsqueda narrativa de García Márquez se inscribe en un esfuerzo por suplantar a Dios como creador de mundos. Y vaya que se acerca a semejante posibilidad... La obra de García Márquez, además de los méritos que se le siguen encontrando, contribuyó a poner en el escenario a toda una generación de críticos atentos que situaron su producción literaria no sólo en el marco estrictamente estético de la novela sino también en las coordenadas de la compleja historia latinoamericana. Allí están para corroborarlo los nombres de Emir Rodríguez Monegal, Ángel Rama, José Miguel Oviedo y Julio Ortega, entre muchos. De este modo, luego de la aparición de Cien años... que fue saludada como un compendio de dimensiones bíblicas de la historia del continente, García Márquez, después de ocho años de trabajo y presión por la bomba que representó su obra cumbre, dio a la luz pública El otoño del patriarca, una amarga y jocosa representación del poder dictatorial que fue la moneda corriente en buena parte de los siglos XIX y XX de este lado del Atlántico. Su retrato del dictadorzuelo acabado y patético, vino a continuar la tradición iniciada por Tirano Banderas, de Valle Inclán y desarrollada tan admirablemente por Miguel Ángel Asturias (El señor presidente), Augusto Roa Bastos (Yo, el supremo) y Alejo Carpentier (El recurso del método), entre varias más. Sólo que el personaje de Gabo tenía unas características que lo ligaban más bien a la estirpe del coronel olvidado y a otros más que pueblan sus páginas, habitantes de la soledad y el destierro. El dictador, para García Márquez, no merecía solamente el desprecio y la denuncia de su conducta tropical, pues más bien es mostrado como una auténtica antigualla, en medio de los aires incontrolables de la modernidad que, lamentablemente, no refrescaron mucho a América Latina durante bastante tiempo. Se aprecia, entonces que la indignación política y el humor sin piedad no están de ninguna manera reñidos con el fervor experimental desaforado, pues El otoño... culmina sus páginas con un capítulo que es en realidad un solo párrafo de cabo a rabo. Semejante despliegue de talento y voracidad literaria era bastante infrecuente en esos años. Por otro lado, al acercarse a personajes más entrañables, pero ligados también al poder, aunque de otra manera, como Simón Bolívar en El general en su laberinto, pasa revista a los momentos utópicos en bancarrota, precisamente al contar los días finales del libertador latinoamericano por antonomasia. Su seguimiento minucioso y casi fanático de Bolívar, lleva a García Márquez a los linderos de la devoción acrítica, aunque lo salva su exacto conocimiento de la geografía y de los celos entre colombianos y venezolanos que se disputan la herencia del libertador. Con todo, esa novela no deja un sabor de derrota frustración, pues el retrato de un héroe de las dimensiones de Bolívar le devuelve la humanidad tan necesaria para comprender su causa y su momento. Y cómo dejar de mencionar la historia crepuscular de la pareja de enamorados de El amor en los tiempos del cólera, los cuentos de tránsfugas y migrantes que viven a la buena de Dios en Doce cuentos peregrinos, o la improbable historia de Del amor y otros demonios, con su trama preñada de enredos y conjuros con la que puede identificarse sin ningún problema la casi totalidad de la población hispanoamericana. Por eso Carlos Fuente, tan aficionado al Mito (así, con mayúscula), luego de leer en 1966 las primeras 80 páginas de Cien años de soledad antes de publicarse, se rindió ante lo que calificó como un re-inicio, una re-actualización, un re-ordenamiento de la realidad siempre rejega por medio de la imaginación. “Todo mito es externo, es comunicable, es la tangibilidad del sueño privado. Y requiere un lugar”. Ese lugar era Macondo, el lugar arquetípico que García Márquez colocó instantáneamente al lado de Canudos, Yoknapatawpha, Comala y Santa María, los espacios donde Da Cunha, Faulkner, Rulfo y Onetti hicieron vivir a sus personajes atormentados. Y es que ni siquiera el mínimo conocimiento de la geografía colombiana logra menguar el deslumbramiento que produce esta novela, instalada como está en el mito cotidiano colectivo. Por todo esto y mucho más, García Márquez es ya parte del canon literario y los lectores de todas partes estamos de plácemes y enormemente agradecidos ante tamaña desvergüenza narrativa desarrollada durante seis décadas.
1) M. Vargas Llosa, García Márquez: historia de un deicidio. Barcelona-Caracas, Barral-Monte Ávila, 1971, p. 85. 2) Ibid., p. 86.

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