Una de censura

Cuentan por ahí que en los tiempos viejos de Franco había un censor que siempre rechazaba por obscenos los anuncios de productos infantiles donde aparecía el culito de algún bebé. Por incomprensible que pareciera, el hombre argumentaba que aquello podía motivar a los pervertidos.

22 DE ENERO DE 2011 · 23:00

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La única opción posible es que aquel censor fuera uno de esos pervertidos; lo que a los demás nos resultaba inofensivo a él le resultaba una auténtica tentación, y su fuerza de espíritu era tan débil que no era capaz de entender que sólo le ocurría a él y no al resto del mundo. No era más que otro de los pederastas enfermos que se envolvían en la capa del catolicismo más rancio y de la adhesión más vehemente al régimen. Y que nadie me malinterprete, no digo nada extraordinario: bajo aquella capa que todo lo uniformaba y que a todo le daba un aspecto de dignidad y hombría, como todo el mundo sabe, cabía de todo: maltratadores, pervertidos, pederastas, sádicos, asesinos. También cuentan que una de las obsesiones más enfermizas de John Edgard Hoover, el fundador del FBI estadounidense, era luchar contra los homosexuales. Durante la Guerra Fría conservó la teoría de que los homosexuales trabajaban como espías para Rusia (porque tenían una personalidad débil, decía y, por lo tanto, eran fáciles de manipular). En especial se dedicó a hostigar a los artistas, músicos, cineastas y escritores que caían bajo sus sospechas. El pobre Tennesse Williams (quien ciertamente era gay) tuvo que perder la cuenta de la cantidad de veces que le llamaron “rojo”. La cuestión es que el propio Hoover, que veía gais en todas partes, nunca dejó de levantar rumores en los subterráneos sobre su propia homosexualidad. Nunca se casó, y durante años se le vio siempre en compañía de un gran amigo suyo, sospechosamente cercano para los cánones de la época. La lista de etcéteras es inmensa. Tan sencillo como que uno nunca es capaz de ver la viga de su ojo y siempre anda al acecho de las pajas ajenas. Lo digo porque no dejo de preguntarme cuál será el problema de ese editor de EE.UU. que ha decidido manipular Huckleberry Finn porque le parecía políticamente incorrecto que utilizase la palabra “nigger”, negro. Esa palabra empezó a desterrarse del vocabulario tras la revolución de los Derechos Civiles que comenzó en los años 60 a manos del reverendo King y de sus continuadores. Pero hasta entonces, y en pleno XIX, cuando Mark Twain escribió su obra, por mucho que le moleste al editor moderno a los negros se les llamaba “negros”. Puede que hoy en día sea más correcto no decirlo, pero me sorprende que un hombre que ostenta una cátedra en una universidad no sea capaz de comprender que la corrección siempre es un asunto volátil. Quizá sea (y sólo lo digo conjeturando, no acuso a nadie) que el hombre tenga un serio problema de racismo en su interior y no sea capaz de dejar de ver racistas allá donde mire. Bajo la seña de lo políticamente correcto no se esconde otra cosa que un acto de censura impuesto por los adalides de la moralidad y el buen gusto (político). No es más que otra forma de limitar aquello que debe ver, escuchar y decir una sociedad; no es más que la implantación de unos cánones arbitrarios. Porque mismamente “negro” puede ser incorrecto como en otro juego de circunstancias lo podría haber sido “blanco”. O “gordito”. Aquellos que digan que la censura ya no existe se equivocan. Quizá ya no exista una institución, como ocurría en la dictadura franquista, la Inquisición o tantos otros órganos representativos a lo largo de la Historia, pero la censura en sí no ha desaparecido, en absoluto. La censura se ejerce desde todos los sectores, en todos los momentos de la Historia. Cada colectivo impone la suya propia sobre su área de influencia, y la cuestión es la fuerza con la que se llega a ejercer. Porque está mal visto llevar una camiseta con una esvástica nazi. ¿Por qué? Porque los nazis masacraron a los judíos. Pero no está mal visto llevar una camiseta con una hoz y un martillo, a pesar de que los comunistas rusos también masacraron a los judíos. Podemos alegar millones de razones más, pero la verdad es la que es: ahora mismo los pro nazis no tienen ningún poder, perdieron todo el que tenían con la guerra, y los que dictan las normas en este momento, los que ejercen su censura, son los que resultaron vencedores en el otro bando. ¿Es una cuestión de decencia, de buen gusto, de protección? ¿En serio? Si a muchos nos dejaran meter mano en el tejido social buenamente impondríamos nuestros criterios; con toda nuestra buena intención, pero imponiendo. Tenemos ideas muy claras de lo que es conveniente para la sociedad, pero no podemos pretender imponerlas. Así no es como se juega en el escenario democrático. El privilegio de vivir en una sociedad democrática debería recordarnos que no debemos censurar para no ser censurados, aunque eso ya lo dijo el mismo Jesús hace mucho tiempo. Aunque no nos guste, podemos elegir qué cosas entrarán o no por nuestros ojos, si es que hay algo de lo que prefiramos apartarnos, pero no convertiremos a los demás en mejores personas imponiéndoles un código moral. Así sólo conseguiremos enfrascarnos en un tira y afloja. Porque la censura no tiene nada que ver con el sentido común. No es más que una lucha de poder. El editor de Huckleberry Finn tiene muy buenas intenciones, sin duda. No podemos decir lo contrario ya que ha puesto en duda su buen nombre manipulando una obra clásica de la literatura universal. Se deben tener muy buenas razones para atreverse a pasar a la Historia como un auténtico inepto literario. ¿De qué está intentando proteger a los lectores? ¿De leer una palabra ofensiva? ¿Y por qué opina que hay lectores tan débiles que no pueden manchar sus ojos con algo que existe en el mundo real? La pregunta no deja de inquietarme. ¿Qué haría este editor con una obra de Bukowski, tan llena de palabrotas? ¿Si le dejaran a solas con El guardián entre el centeno convertiría al protagonista en un chico decente? No debemos dejar la cultura en manos de los mojigatos. Las palabras feas existen, así como las ideas y las imágenes, y solamente una literatura (y un arte por extensión) que sea capaz de abarcar todos los aspectos de la sociedad, los bonitos y los feos, los brillantes y los políticamente incorrectos, será útil para la sociedad. Solamente por medio de esa clase de literatura podremos llegar a ser mejores personas, no por medio de la imposición de barreras, ni para nosotros ni para los demás. Porque, como dice Pablo (1 Corintios 10:23), ya somos mayorcitos para saber lo que nos conviene, y eso lo sabemos cada uno: no hace falta que venga nadie a decírnoslo.

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - El alma del papel - Una de censura