Stephen Hawking y su contienda con el Altísimo

“La existencia de Dios para crear el Universo es redundante”. Este es el adelanto del nuevo libro de Hawking y la tajante afirmación con la que nos encontrábamos hace unos días gracias a algunas filtraciones del que promete ser, sin duda, uno de los grandes superventas de los próximos meses. Que a Hawking Dios le sobra no es, sin embargo, ninguna novedad para muchos de nosotros. La única diferencia es que, hasta ahora, nunca lo había dicho tan claro.

11 DE SEPTIEMBRE DE 2010 · 22:00

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Hasta hace muy poco, no se había manifestado más que de forma muy sutil y nunca se había comprometido tan contundentemente en una afirmación de tanto calado como la que hace en ese libro. Esa es la novedad, esa es la noticia. Sin duda debe haber sido una tentación demasiado grande para alguien que lleva tanto tiempo dedicado a desligar al universo de un creador aprovechar cualquier elemento que considere mínimamente sólido para manifestarse sin ningún tipo de tapujos. Y así lo ha hecho, desdiciéndose incluso de afirmaciones que él mismo había hecho anteriormente dando por buena la compatibilidad entre ciencia y fe, entre las propias leyes de la física y una mano creadora tras todo ello. No me voy a detener en considerar qué es lo que mueve a Hawking en esta lucha encarnizada que mantiene desde hace tanto tiempo (algunos más atrevidos afirmaban hace unos días en algunos foros que Hawking odia a Dios por su propia circunstancia personal). Esto son palabras mayores y no nos es a nosotros dada la capacidad de entender los entresijos de las intenciones y las motivaciones de cada cual. Pero sí que es cierto que, cuando leemos entre líneas la conducta y las palabras de las personas, podemos vislumbrar algunos retazos de lo que es su posicionamiento respecto a ciertos temas. El caso de Hawking no podía ser diferente. Si algo ha llamado la atención a lo largo de las décadas de trabajo científico de Hawking es su extraordinaria capacidad intelectual y fortaleza psicológica para implicarse tan profundamente en sus investigaciones dadas sus circunstancias personales (que para nadie quisiéramos, dicho sea de paso). Es de admirar su tesón, su constancia y es sin duda, un ejemplo a seguir para muchos en muchos ámbitos y no me refiero sólo a quienes pudieran estar en una situación física similar a la suya. Pero es verdaderamente curioso (y triste a la vez) contemplar cómo los pequeños o no tan pequeños matices convierten lo bueno en malo o lo malo en bueno. Alguien puede ser, vulgarmente dicho, “cabezón” o, más bien, tener “tesón”, según como se mire, de la misma forma que alguien puede ser considerado “cobarde” o, por el contrario “prudente” ante la misma situación, únicamente en función de la lectura particular que cada cual haga del cuadro que tiene delante. Es sólo cuestión de lenguaje, matices y puntos de vista. Y es justo en esos ínfimos detalles donde podemos leer entre líneas y comenzar a considerar con más amplitud lo que este científico parece pensar, o al menos eso destilan sus afirmaciones. No sabemos si la manera en la que se expresa Hawking es lo que Freud hubiera llamado un lapsus linguae, dejando al descubierto lo que inconscientemente hubiera querido decir a pesar de que su consciente se lo haya impedido en otras ocasiones o si, verdaderamente, es sabedor de las implicaciones de sus afirmaciones y alevosamente las expone a pesar de ello. ¿Acaso cuando Hawking dice que Dios es “redundante” en realidad no está queriendo decir justamente que a él “le sobra” para explicar el origen del universo? ¡Qué sutiles son las palabras y qué ricos son los matices! Pero vayamos más allá. Cuando, además, quien afirma esto es una persona de la talla científica de Hawking, ese detalle no sólo significa “A mí, Stephen Hawking, me sobra” sino que tiene implicaciones mayores y significa fácilmente “Dios sobra”, sin más. Y aquí es donde, volviendo al lenguaje y sus entresijos, también el concepto de inteligencia que tanto hemos admirado (y admiramos) en Hawking se convierte en osadía y atrevimiento por no saber reconocer y respetar un límite fundamental, no sólo en ciencia, sino también en la vida misma y es que, cuando no llegamos a abarcar o comprender algo no significa que no exista. Puede significar, por el contrario, que no lo hemos descubierto o que, quizá, no lo hemos sabido ver. Algunos dicen que todo este ir y venir de afirmaciones no es más que un ardid publicitario para vender más ejemplares. Yo sinceramente, me inclino por pensar que detrás de todo esto hay algo más y a las propias palabras de Hawking me remitiré más adelante para argumentarlo. Es quizá el punto de partida de su razonamiento lo que hace aguas. Para él, el comienzo de toda esta historia del origen del universo se sitúa en las propias leyes de la naturaleza, lo que él se está sintiendo por fin capaz de abarcar con su privilegiada mente en mayor amplitud que antes. Dicho de otra manera, “si las leyes de la naturaleza son suficientes para explicar el origen del universo, Dios no es necesario para esa cuestión, es redundante, sobra”. Pero, ¿ha considerado Hawking quién estableció que las leyes de la física fueran las que son y no otras? ¿No es esta la cuestión que se plantea en el libro de Job a lo largo, por ejemplo, de los capítulos 36 (a partir del v.24) a 40 en sus primeros versículos? Animo al lector a tomarse unos minutos en considerar, aunque sea someramente, el contenido de esas líneas en el texto bíblico, porque sin duda no hay desperdicio en ellas. ¡Qué recorrido grandioso por las muchas leyes que rigen nuestro mundo, el que vemos y el que no vemos y coronarlo, además, con un potente comienzo y un grandioso final! “Acuérdate de engrandecer su obra, la cual contemplan los hombres. Los hombres todos la ven; la mira el hombre de lejos. He aquí, Dios es grande y nosotros no le conocemos, ni se puede seguir la huella de sus años” –dice al comienzo, para terminar preguntando “¿Es sabiduría contender con el Omnipotente? El que disputa con Dios, responda a esto”. En una de las réplicas a las afirmaciones de Hawking, el profesor George Ellis, presidente de la Sociedad Internacional para la Ciencia y la Religión, se lamentaba de que, en la disyuntiva de que las personas tuvieran que decantarse entre ciencia y religión a partir de las afirmaciones de Hawking, muchos optarían por la religión y descartarían la ciencia. Yo, por mi parte y sólo basándome en lo que parece ser una tendencia más que estable en nuestro mundo contemporáneo por hacer vida al margen de Dios, mucho me temo que lo que ocurrirá será justamente lo contrario: que más personas aún descartarán, basándose en la eminencia que representa Hawking, no la religión (que me preocupa poco porque, al fin y al cabo, es un invento humano para agradar a Dios), sino a Dios mismo, lo que sí es realmente grave y tiene consecuencias eternas. Las afirmaciones de este prestigioso científico se convierten, entonces, en la excusa perfecta para posicionarnos abiertamente en aquello que ya estamos posicionados desde hace mucho: el rechazo frontal a Dios con todo lo que ello implica. Para Stephen Hawking, lo que es redundante parece no servir o no existir. Y esto, sintiéndolo mucho, le aleja de la verdad terriblemente, no sólo a efectos del estudio del universo, que es a lo que ha dedicado buena parte de su vida, sino respecto a la verdad personal, cercana, única y absoluta que podría salvarle, salvarnos, de cara a la eternidad. El mensaje del evangelio se basa, de alguna forma, en la redundancia y en la sobreabundancia, en lo que podría no haber sido necesario si Dios hubiera actuado con el hombre conforme a nuestros hechos y rebeliones, a lo que realmente nos merecíamos. Pero esa es justamente la diferencia entre tener un Dios justo únicamente o, por el contrario, contar con uno que no sólo es justo y se ciñe a la legalidad por la que se rigen sus actuaciones sino que, además es bueno y se preocupa proveyendo para sus criaturas mucho más abundantemente de lo que pedimos o entendemos, tal como expresa Efesios 3:20 (a pesar de que a muchos les pueda parecer redundante). Sin duda, lo es, y esa es la verdadera revolución que supone la gracia y constituye el corazón mismo del evangelio: a Dios no le era necesario proveer para que el hombre pudiera reconciliarse con Él, pero sin embargo ha diseñado un plan generoso y de abundancia para que esto sea posible, por amor a nosotros. Según Hawking, “que estemos ya tan cerca de comprender las leyes que nos gobiernan y rigen el universo es todo un triunfo”. La pregunta que me despierta esta frase es ¿triunfo sobre qué? O, más bien ¿sobre quién? ¿Desde cuándo está Hawking inmerso en este asunto considerándolo como una batalla, como una contienda? ¿Cuándo dejó de ser una inversión de esfuerzos en el puro estudio de la física para convertirse en una guerra que había que ganar? Y más importante aún: la contienda del hombre contra Dios y Su existencia, ¿es verdaderamente un triunfo o quizá es, más bien, su gran fracaso? Algún día Stephen Hawking descubrirá y comprenderá que su propia existencia nunca fue redundante para Dios, que le estimó como lo más valioso, tanto como para poner en marcha un plan de redención orientado también para él. Es más, le tuvo presente particularmente a la hora de entregar la vida de Su Hijo Jesús en la cruz, como lo hizo con y por cada uno de nosotros. Ese es el verdadero triunfo sobre las fuerzas de la naturaleza: vencer a la muerte y hacerlo por amor a nosotros.

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