Feria de las vanidades y ¡Feliz Navidad!

Como en un rompecabezas, continente y contenido, sólo ambas realidades ensambladas en un todo son la verdadera Navidad. Esa que no se anuncia en los grandes almacenes.

Redacción PD

06 DE DICIEMBRE DE 2016 · 21:00

,belen Jesus, sagrada familia

Nos metemos en el mes de diciembre y ya empiezan (cada vez antes) las luces de colores, los mensajes de paz y amor, los textos de solidaridad a recorrer las vías públicas y las redes sociales.

Y nada de eso es en sí mismo malo ni bueno. Es sencillamente humano.

Humana es la idea de solidaridad entre los seres humanos, aunque luego se cumpla o incumpla en la vida diaria.

Humano es celebrar la idea de familia, aunque suba el índice de parejas y matrimonios rotos cada vez más en nuestras sociedad moderna.

Totalmente humanitario es que proliferen mensajes, frases, expresiones de bondad en un mundo que se mueve cada vez más por el dinero, los lobys de poder y el egoísmo íntimo.

También humana es una religión de escaparate y negocio, el postureo religioso que afecta a todas las instituciones religiosas (también a las no religiosas, pero ese es otro cantar que nada tiene que ver con los villancicos)

Cuantos más focos se encienden sobre este escenario navideño, más patente es el anhelo de esperanza y la carencia de una realidad cotidiana acorde a aquello que se sueña como ideal.

Algo que refleja perfectamente la situación de la verdadera y única Navidad, hace (más o menos) 2016 años.

Una nación oprimida por el poder político y económico de un Imperio, que podía obligar a una mujer a punto de dar a luz a viajar en burro muchos kilómetros para empadronarse. Una clase religiosa entregada a perpetuarse en su supremacía utilizando el control que su estatus le otorgaba por encima de la grey. Una clase política dispuesta a cualquier cosa con tal de que nadie le quitase su trono.

Y en medio de esto una familia pobre, sojuzgada, sin recursos ni medios adecuados para solucionar sus problemas de alojamiento, que debe dar a luz en un lugar sin médicos, parteras, ni medios higiénicos adecuados. Carente de la ayuda de familiares, amigos, o desconocidos… ni un buen samaritano acudió a socorrerles.

Sí, es en medio de la crisis de la oscuridad que viene la luz. Es en medio de la realidad de lo lúgubre que se enciende la esperanza. Es en la angustia más honda que surge como posible que arraigue la paz que nada ni nadie nos puede quitar.

Y esto es aplicable a situaciones tan poco navideñas como cristianos perseguidos o a punto de ser degollados por un yihadista, enfermos de gravedad o inmersos en una crisis de cualquier tipo.

No es en el actual contexto humano navideño que surgió Jesús, sino en el contexto divino que ve a las personas, hombres y mujeres, cargadas y trabajadas, enmarañadas en la culpa, el pecado propio o ajeno, la complejidad de la vida llena de tragedias, injusticias y preguntas sin respuesta humana.

En ese entorno, una noche más de un día aparentemente similar a muchos otros, es que se resquebraja la oscuridad, el tiempo se detiene, y en ese pozo que se va llenando de luz las personas pueden ver y oír el mensaje aparentemente imposible: “Paz, buena voluntad de Dios para con los hombres”.

Lleno de nuestras limitaciones y tentaciones, inmerso en las tinieblas, la luz se ha hecho carne, como fue profetizado por Isaías “Porque un niño nos es nacido, hijo nos es dado, y el principado sobre su hombro; y se llamará su nombre Admirable, Consejero, Dios Fuerte, Padre Eterno, Príncipe de Paz” (Isaías 9:6).

Pero, como en un rompecabezas, texto y contexto, continente y contenido, marco y mensaje, sólo ambas realidades ensambladas en un todo son la verdadera Navidad. Esa que no se anuncia ni en los grandes almacenes, ni en los textos simplemente empalagosos.

En medio de la feria de las vanidades, ¡feliz Navidad!, porque lo sublime de lo que se recuerda en estas fechas es que sí, verdaderamente existe una auténtica y genuina Navidad. Una Navidad que une nuestro tiempo con la autopista de la eternidad, porque así lo quiso Aquel que siendo igual a Dios se hizo hombre, verdadero hombre, por amor a cada uno de nosotros: Jesús.

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