Hipocresía moral

Es noticia en este número de la revista el negocio y abuso de la mujer en forma de prostitución. En el mundial de fútbol, en la cuestión de legalizar esta forma de ignominia, en esa variante horrenda que es la pedofilia. Muchas voces se alzan en contra de esta práctica, pero ¿por qué no miramos lo que está a nuestro alrededor? Y nos explicamos.

12 DE JUNIO DE 2006 · 22:00

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El gran problema de esta situación es el dinero, el negocio. Los intereses creados que hacen que sea rentable abusar de un ser humano sexualmente: alguien paga por ello. Y el dinero lleva a muchas mujeres a venderse a precio de kilo de pata negra. Carne para ser devorada y renacer de nuevo como si fuesen las mismas personas de antes. En ocasiones arrojadas al foso de las pasiones voluntariamente, pero en muchas porque no tienen otro remedio, bien obligadas por la situación económica o bien por ser auténticas esclavas sexuales. Y siempre detrás el dinero, los miles-millones de euros, de dólares, de yenes. El precio al peso del alma de una mujer pagada por quien dice ser un hombre. Muchas voces se han levantado en España (con razón) en contra de esta práctica, y no sólo entre quienes son creyentes en Dios (que también: hace poco publicamos la denuncia de las iglesias católica y protestante de Alemania por el aumento de prostitución que suponía el mundial de fútbol). Pero, como en todo, lo fácil es la denuncia de lo lejano y anecdótico, y lo difícil enfrentarse a lo cercano. Es sencillo condenar la pedofilia. Es muy complejo denunciar a tu vecino por pedófilo. Y es que prostitución hay en España (y en muchos países) de forma notoria y manifiesta a la vista de propios y extraños. Si se abre cualquier periódico de tirada nacional, en sus páginas de anuncios podrán leerse notas que hablan de servicios sexuales de todo tipo y a todo precio. Prostitución que genera unos pingües beneficios a estos medios, que luego recogen en sus mismas páginas las denuncias contra la prostitución. No olvidemos las emisoras de televisión, incluidas las más “serias”, que ofrecen sus programas XXX, en los que prostitutas/os de lujo ofrecen sueños de fuego a buen precio. Esas mismas emisoras recogen el deterioro de la dignidad de la mujer en manos de quienes convierten el sexo en monedas de placer superfluo y transitorio. Así que, si queremos ser coherentes, empecemos por ser moralistas en nuestro propio barrio. Otra postura sería aquella que dice “ya que no soy coherente, me callo siempre”, lo que sería la mayor y peor de las incoherencias. Es poco creíble (y aquí está incluida la iglesia, como una institución más) quien sólo habla de grandes pecados universales o lejanos, pero nunca enfrenta su propia realidad cercana.

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