George Whitefield: siervo de Dios en el gran avivamiento del siglo XVIII, de Arnold A. Dallimore

Su personalidad se forjó en este molde de dominio propio y, en nuestro estudio de su vida, reconocer esos hábitos nos ayudará a entender la inmensidad de sus logros.

27 DE SEPTIEMBRE DE 2019 · 09:05

George Whitefield.,
George Whitefield.

Un fragmento de “George Whitefield: siervo de Dios en el gran avivamiento del siglo XVIII”, de Arnold A. Dallimore (Peregrino, 2019). Puede saber más sobre el libro aquí.

Tras permanecer en la escuela durante dos años, en el otoño de 1732 Whitefield ingresó en la facultad de Pembroke, Oxford.

Como ayudante, a cambio del alojamiento y la enseñanza, llevaba a cabo tareas domésticas para los hijos de caballeros acaudalados.

Era una situación humillante, pero cumplía con sus deberes con entusiasmo y declaró que, al estar acostumbrado a una casa de comidas, estaba mejor preparado para aquel trabajo […].

No obstante, Whitefield no tardó mucho en disfrutar de compañías afines. Había un grupo de universitarios fervientemente religiosos a los que apodaban «polillas de la Biblia», «fanáticos de la Biblia», «sacramentalistas», «metodistas» y «el Club Santo».

Aquellas personas tenían por costumbre levantarse pronto y practicar prolongados devocionales, además de aplicarse una autodisciplina que no permitía malgastar un solo momento en todo el día.

Participaban en la Comunión los domingos, ayunaban cada miércoles y viernes, y visitaban con regularidad las dos prisiones de Oxford al objeto de aliviar las necesidades de los presos.

Todos ellos eran miembros de la Iglesia de Inglaterra y consideraban que esas buenas obras ministraban la salvación de sus almas.

 

Arnold Dallimore.

Debido a que era un mero ayudante, Whitefield no tenía permitido presentarse a aquellos hombres.

Sin embargo, cuando llevaba casi un año en Oxford, uno de ellos —Charles Wesley— se enteró del fervor religioso de Whitefield y le invitó a desayunar.

Este supuso el comienzo de una amistad histórica, y más adelante en su vida Charles diría lo siguiente al respecto:

¿Acaso podré alguna vez olvidar el día que Dios nos determinó juntar? Éramos buscadores de la verdad Los vagabundos por la universidad: Un joven de solitaria reflexión, Rehuyendo el camino de la perdición, A un israelita de puro corazón, Vi, amé y abracé con ilusión, el extraño que acogí hospitalario, no era sino un celestial emisario.

 

Esta descripción que hace Charles Wesley es digna de nuestra atención. En aquel entonces Whitefield tenía diecinueve años, cabellos rubios y un semblante agraciado, características por las que destacaba.

Y no solo eso, las palabras de Charles «joven de solitaria reflexión» y «de puro corazón» retratan a alguien candoroso y sin artificio.

Charles también lo describe como «un celestial emisario». Aunque Whitefield había nacido con un leve estrabismo, eso no impedía que los demás vieran en él una cualidad angélica.

Ciertamente, tal como veremos, pronto comenzaron a apodarlo «el serafín».

Charles presentó a Whitefield a su hermano John y los otros miembros del Club Santo. Aunque en un primer momento Whitefield se mostró reacio a frecuentar a aquellos hombres, pronto se sobrepuso a sus temores y se unió con fervor a sus actividades. Decía de ellos:

Nunca nadie se esforzó con tal fervor en entrar por la puerta estrecha. Mantenían sus cuerpos bajo sujeción, hasta de una forma extrema. Estaban muertos al mundo y dispuestos a ser considerados escoria y desecho para poder ganar a Cristo. Sus corazones resplandecían con el amor de Dios y nunca crecía más su hombre interior que cuando sufrían toda clase de vituperio contra ellos […]. Ahora, tal como hacían ellos, comencé a vivir siguiendo un código estricto, manejando cada momento de mi tiempo para no malgastar ninguno de ellos. Ya comiera o bebiera, o cualquier otra cosa que hiciera, me esforzaba en hacerlo todo por la gloria de Dios […]. No desaprovechaba ningún medio que pudiera acercarme más a Jesucristo.

En aquella época el Club Santo no era muy conocido fuera de la universidad. Se componía de ocho o nueve hombres que se reunían para ayudarse en su trabajo académico en el marco del estricto régimen que se habían impuesto.

John Wesley era su moderador, y su fuerte presencia reforzaba sus propósitos y alentaba la autodisciplina entre el resto de los miembros.

Durante toda su estancia en Oxford, exceptuando los once primeros meses, Whitefield estuvo sometido a la fuerte influencia del Club Santo.

En cuanto a su desempeño académico, demostró ser un estudiante capaz y su concepto de la necesidad de la diligencia se muestra en su afirmación acerca de las prácticas de otros:

A menudo me ha dolido en el alma ver a muchos jóvenes estudiantes malgastando sus vidas de forma extravagante, lo que obstaculizaba por entero la consecución de sus estudios.

Mientras muchos estudiantes desperdiciaban su tiempo en frivolidades, Whitefield practicaba la severa disciplina del Club Santo, planeando cada hora y obligándose a seguir la hoja de ruta marcada «para no perder ni un momento».

Su personalidad se forjó en este molde de dominio propio y, en nuestro estudio de su vida, reconocer esos hábitos nos ayudará a entender la —de otra forma inexplicable— inmensidad de sus logros.

Mientras se encontraba bajo esta influencia, Whitefield leyó un libro que cambió radicalmente su perspectiva. Era obra de Henry Scougal, un escocés, y se titulaba The Life of God in the Soul of Man (La vida de Dios en el alma del hombre).

Whitefield aún no sabía nada del «nuevo nacimiento»; suponía que llevar a cabo buenas obras le conduciría al Cielo. Ese libro, no obstante, le convenció de la absoluta falsedad de aquellas suposiciones.

El descubrimiento le llenó de preocupación, cosa de la que dejó constancia de la siguiente forma:

¡Dios me ha mostrado que debo nacer de nuevo o ser condenado! He aprendido que un hombre puede acudir a la iglesia, decir sus oraciones, recibir el sacramento y, sin embargo, no ser cristiano […]. ¿Quemaré este libro? ¿Lo desecharé? ¿O acaso lo escudriñaré? Lo escudriñé y, sosteniendo el libro en mi mano, me dirigí al Dios de cielos y tierra de la siguiente forma: «¡Señor, si no soy cristiano o no lo soy de verdad, por el amor de Jesucristo, muéstrame lo que es el cristianismo para que no me pierda al final!». Dios no tardó en mostrármelo, dado que al leer en algunas líneas que «el verdadero cristianismo es una unión del alma con Dios, y Cristo formado en nuestro interior», un rayo de luz divina atravesó instantáneamente mi corazón y, a partir de entonces y solo entonces, supe que debía convertirme en una nueva criatura.

Inspirado por la solemne comprensión de que debía «nacer de nuevo», Whitefield comenzó a buscar «la vida de Dios» que Scougal declaraba que debía introducirse en su alma.

Aterrado por la perspectiva de la perdición eterna, se sumió en terribles y extrañas emociones. Declaraba:

Pronto perdí mis consuelos y un horrible espanto y temor abrumaron mi alma. Una mañana en concreto [. . . ] sentí un peso y una conmoción fuera de lo común en mi pecho, seguida de una oscuridad interior [. . . ]. Solo Dios sabe cuántas noches he estado postrado en mi lecho gimiendo bajo el peso que sentía, implorando a Satanás que se alejara de mí […]. He pasado días y semanas postrado en tierra.

Cuando soportar estas dificultades no redundó en la experiencia de «la vida de Dios», Whitefield redobló sus intentos de negarse a sí mismo.

Dejó de comer cosas como frutas o dulces y vestía ropa remendada y zapatos sucios. Adoptó las costumbres de una secta alemana, los quietistas, y redujo sus conversaciones al mínimo, mientras se preguntaba si debía hablar en absoluto.

Bajo el peso de esta carga mental, su trabajo académico comenzó a resentirse y su tutor llegó a barajar que hubiera enloquecido.

Pero Whitefield no decayó en sus esfuerzos. Por ejemplo, relata lo siguiente acerca de uno de sus intentos: «Tras la cena, fui a la avenida de Christ Church y seguí orando en silencio bajo uno de los árboles durante cerca de dos horas, en ocasiones tumbado boca abajo […]. Al ser una noche de tormenta, sentí un gran rechazo a quedarme tanto tiempo fuera expuestoal frío».

Cuando todos aquellos esfuerzos seguían sin dar resultado, decidió que lo único que le quedaba por hacer era renunciar a su relación con el Club Santo.

«Esta fue una dura prueba —declaraba—, pero en lugar de no ser, como imaginaba, un discípulo de Cristo, tomé la determinación de renunciar a ellos, aun cuando los quisiera como a mi propia alma».

Whitefield llevaba experimentando esta contienda desde el otoño de 1734 y, con la llegada de la Cuaresma en la primavera de 1735, la situación no hizo más que empeorar.

Decidió que, a lo largo de las seis semanas que duraba la época santa, no se permitiría más que comer pan duro y té de salvia sin azúcar.

Aunque mentalmente apesadumbrado, físicamente debilitado e incapaz de proseguir sus estudios, se entregó con celo redoblado a la devoción de la Cuaresma, orando «con fuertes gritos y lágrimas» y leyendo constantemente su Nuevo Testamento griego.

Sin embargo, para cuando llegó la Semana Santa, se encontraba demasiado débil para subir las escaleras siquiera. Su médico le prescribió descanso en cama, y allí permaneció durante siete semanas.

A pesar de su estado de debilidad, escribió una lista de sus pecados, pasados y presentes, y los confesaba ante Dios diariamente, mañana y noche. A pesar de todo ello, seguía sin lograr que la «vida de Dios» entrara en su alma.

Pero ahora, cuando a Whitefield ya no le quedaba nada que hacer, Dios se reveló a sí mismo en su gracia y le concedió lo que él había descubierto que no podía ganar por su propia cuenta.

En su desesperación absoluta, rechazando cualquier confianza en sí mismo, se encomendó a la misericordia de Dios por medio de Jesucristo. Y entonces un rayo de fe, concedido desde lo alto, le aseguró que no sería echado fuera.

Allí, mientras George Whitefield se encontraba postrado en el lecho de su dormitorio en la facultad de Pembroke, o quizá mientras se arrodillaba en alguno de los campos de Oxford, Dios puso la vida divina en su alma —una vida santa y eterna—, «la vida de Dios en el alma del hombre». Con respecto a esa experiencia, Whitefield testificó:

Dios se complació en quitarme la pesada carga, en permitirme que me aferrara a su amado Hijo por medio de una fe viva y, dándome el Espíritu de adopción, en sellarme hasta el día de la redención eterna. ¡Qué gozo —un gozo inefable—, un gozo rebosante de gloria, llenó mi alma cuando se me liberó del peso del pecado, y qué conciencia duradera del amor de Dios se apoderó de mi desconsolada alma! Ciertamente, fue un día que recordar eternamente. Mis gozos fueron como la crecida de un río que anegó la ribera.

Poco antes de su muerte, echando la vista atrás hacia aquel acontecimiento que transformó radicalmente su vida, Whitefield declaró: «Conozco el lugar. Puede que sea un acto de superstición, pero cuando quiera que voy a Oxford no puedo evitar correr hacia el lugar donde Jesucristo se me reveló por primera vez y me dio el nuevo nacimiento»[…].

La conversión de Whitefield había tenido lugar pocas semanas después de la Semana Santa de 1735. Tenía veinte años. Su gozo era tal que se sentía incapaz de contenerlo.

«Escribí un texto —cuenta— a todos mis hermanos y a mi hermana, y hablaba con los estudiantes en cuanto entraban a mi habitación».

La oscuridad había desaparecido por completo de su vida. Vio ante sí las infinitas posibilidades de crecimiento en Cristo y, con alegre entusiasmo, se lanzó a ellas.

Sin embargo, los meses de tensión habían hecho tal mella en su salud que tuvo que volver a Gloucester para recuperarse. Llegó allí enfermo y sin un centavo, pero Gabriel Harris, el alcalde de la ciudad, junto con su esposa y su hijo, le acogieron en su hogar y le ofrecieron interminables muestras de bondad durante los meses que permaneció con ellos.

A pesar de su débil salud, contaba con un pleno vigor espiritual.

Todo en él parecía nuevo. Descubrió, por ejemplo, un nuevo placer en la lectura de la Biblia.

Mi mente se ensanchó y agrando, comencé a leer las Sagradas Escrituras de rodillas […]. Ciertamente, aquello demostró ser alimento y bebida para mi alma. Recibía vida, luz y poder nuevos a diario de lo alto.

La oración se convirtió ahora en un gozo fértil. Declara:

Oh, qué dulce comunión diaria había logrado tener con Dios en mi oración. ¡Cuán a menudo me he olvidado de mí mismo mientras meditaba dulcemente en los campos! Con qué certidumbre he sentido que Cristo moraba en mí y yo en él. Y de qué forma caminaba a diario en los consuelos del Espíritu Santo y me edificaba y renovaba en la muchedumbre de paz.

Whitefield también procuró crecer en gracia y en conocimiento» por medio de la lectura. Acudió a varias obras de los reformadores y los puritanos, y esos libros le sirvieron para alcanzar un sólido entendimiento doctrinal.

Ansiaba especialmente poseer una copia del comentario de Matthew Henry, pero dado que era demasiado pobre para comprarlo, Gabriel Harris, que era librero, le permitió llevárselo y pagarlo más adelante. Esta colección pronto se convirtió en una compañía amada que frecuentaba constantemente.

 

George Whitefield: siervo de Dios en el gran avivamiento del siglo XVIII, de Arnold A. Dallimore

Podemos visualizarlo a las 5:00 de la madrugada en su habitación sobre la librería de Harris. Está de rodillas con su biblia, su testamento griego y un volumen de Matthew Henry abierto delante de él.

Lee con intensa concentración un fragmento en inglés, estudia sus palabras y tiempos verbales en griego, y luego pondera la exposición de MatthewHenry acerca del conjunto.

Por último, llega su singular costumbre de «orar sobre cada línea y palabra», tanto en inglés como en griego, colmando su mente y corazón de ello hasta que su sentido esencial se ha integrado en su mismísima personalidad.

Cuando poco después le vemos predicando hasta más de cuarenta horas a la semana sin apenas tiempo para preparar sus sermones, podemos echar la vista atrás a esos días y reconocer que estaba haciendo un acopio de conocimiento del que luego habría de servirse en su tumultuoso y vertiginoso ministerio posterior.

Y no solo eso, impulsado por un celo creciente, Whitefield daba testimonio a quienes lo rodeaban. Dice:

Dios me utilizó para despertar a varios jóvenes que no tardaron en fundar una pequeña sociedad y pronto tuvieron el honor de ser despreciados en Gloucester tal como nosotros lo habíamos sido en Oxford.

Este fue un acontecimiento de importancia histórica, dado que aquel grupo en Gloucester fue la primera sociedad metodista en un sentido permanente, y formó parte de la obra de Whitefield a lo largo de su vida.

Habrían de seguirla numerosas otras sociedades levantadas por Whitefield, John y Charles Wesley, así como otros obreros, pero esta fue la primera.

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