El río y el fuego: En los 30 años de ordenación ministerial

El antiguo sueño ministerial comenzaba a concretarse y la acumulación de experiencias de fe, sirvió para poner en marcha el proceso personal y comunitario que esperaba para ser desarrollado con el tiempo.

22 DE FEBRERO DE 2019 · 13:00

Leopoldo Cervantes-Ortiz, en una conferencia. / Salamanca RTV,
Leopoldo Cervantes-Ortiz, en una conferencia. / Salamanca RTV

El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego. Jorge Luis Borges, Nueva refutación del tiempo (1952)

Hace 30 años, quien esto escribe miraba azorado cómo el mundo que había conocido comenzaba a cambiar: a la dicotomía ideológica tan acendrada por todas partes (capitalismo-socialismo) le seguiría un insoportable triunfalismo que, al parecer, no ha disminuido en los tiempos posteriores. En México, acababa de ocurrir un derrumbe político que anunciaba el declive total de un sistema político que había pasado de la mascarada revolucionaria como consigna al cinismo entreguista sin concesiones. Éramos testigos de un cambio de época, pues el siglo XX estaba terminando anticipadamente con la desaparición progresiva de diversas utopías que se habían montado en las esperanzas de millones de personas. En el aspecto personal, la primacía de la fe había conducido a los miembros de una generación de estudiantes de teología hacia un cruce de caminos en el que era necesario definirse como servidores de un sistema eclesial cuyos estertores nos alcanzaban justamente en el momento de llevar a cabo las definiciones vitales de rigor. Vocación, trabajo, ideales, familia, eran en realidad unas cuentas de vidrio que se debían combinar con apresuramiento para formalizar rumbos, destinos y un uso del tiempo que se había trazado prácticamente, como inamovible.

El Presbiterio Azteca, surgido en 1969 en el seno del presbiterianismo mexicano de estirpe netamente conservadora, intentaba, 30 años después, marcar pautas teológicas firmes desde una convicción fuertemente arraigada en una lectura peculiar de la tradición reformada. Los integrantes de ese cuerpo eclesial venían de fuertes luchas ideológicas y habían experimentado purgas, marginaciones y una larga cadena de desencuentros con los diversos niveles de la iglesia. La Iglesia El Divino Salvador (del centro histórico de la capital) entró a este presbiterio en 1976, seis años antes de que el autor de estas líneas hiciera lo mismo, luego de tres años en el Instituto Teológico Latino (prácticamente un curso propedéutico), ya con la carrera de medicina en marcha. En ese cuerpo eclesiástico aparecieron los maestros de vida y pensamiento que marcaron para siempre la concepción y la práctica del ministerio que sería la ruta elegida como consigna y convicción: Ángel Reynoso M. (pastor de El Divino Salvador, profesor y decano del ITL), Abel Clemente V. (predicador consumado, con sus claroscuros), Salatiel Palomino (modelo de teólogo-pastor), Samuel Trujillo (con su intensa orientación socio-política). La cercanía con la conciencia sólidamente reformada de cada uno dejó una huella indeleble que permitiría no negociar jamás con otras formas de pensar, aun cuando su apertura para el diálogo ecuménico también fue una enorme lección vital.

 

Versión portuguesa de la tesis de maestría, en 2005.

1982 fue crucial (el año anterior fue el de la conversión, literal, a la poesía), pues representó el ingreso al Seminario Teológico Presbiteriano, adonde otros cuatro años forjaron la vocación teológica con especial énfasis. Varios profesores, pastores del Presbiterio, estaban allí, y otros más resultaron definitorios en ese caminar: Mariano Ávila, Luis Enrique Sendoya, Gerald Nyenhuis, José Luis Velazco. Era el tiempo en que la teología de la liberación sacudía conciencias y movilizaba ideas; el encuentro con ella fue inevitable y, así, el acceso a la Comunidad Teológica de México deparaba una serie de encuentros fundamentales: los cursos con Jean-Pierre Bastian acabaron de eliminar la ingenuidad histórica y terminaron por enfilar claramente el camino en el quehacer teológico e intelectual. Las clases de Raúl Vidales fueron una amplia ventana hacia la libertad del pensamiento, optando decididamente por una visión latinoamericana y ecuménica indeclinable. Diciembre de 1986, justo al momento de concluir ambas carreras (aun cuando la primera de ellas quedaría en el olvido), resultó inolvidable, en la II asamblea general de la Asociación Ecuménica de Teólogos del Tercer Mundo, al conocer personalmente a la plana mayor de teólogos/as latinoamericanos: Gutiérrez, Míguez Bonino, Richard, Dussel, Tamez, Gebara, Frei Beto (sus palabras en el Centro Universitario Cultural de Copilco y la reacción de la ultraderecha católica aún retumban en estos oídos)..., y a otros teólogos de diversos países: Mercy A. Oduyoye, Tissa Balasuriya, Marianne Kotoppo... Todo un golpe de realidad antes de conectar con la praxis pastoral directa fruto de la reflexión y el asombro continuo. Hacer teología se había convertido en razón de ser de la existencia, sin competencia alguna.

En 1987, la extraña combinación de un internado médico con tareas pastorales básicas, así como el inicio de la docencia teológica dentro y fuera del Presbiterio, hizo posible llegar a un punto en el que las opciones del año siguiente serían bastante naturales. Los integrantes más propositivos del Presbiterio propusieron la organización de un nuevo cuerpo eclesial que retomase los proyectos originales que se habían perdido en parte y, a fines de ese año tan convulso para el país (por el fraude electoral), se decidió dar el paso en la siguiente reunión presbiterial, celebrada precisamente para conmemorar los 30 años de su creación. Nada más simbólico que eso: dar el paso al costado y, sobre todo, hacia adelante, para relanzar las premisas teológicas, eclesiológicas y misionológicas que, bajo el membrete y la inspiración del reformador franco-ginebrino, Juan Calvino, iluminarían el sendero del nuevo grupo de iglesias y congregaciones. Curiosamente, la primera reunión formal se llevó a cabo en las instalaciones del céntrico hotel donde el Presbiterio Azteca dejaría de existir para alumbrar el inicio de una nueva aventura de fe. Esos meses de 1988 fueron también el comienzo de los estudios literarios en la UNAM, una deuda personal que estaba pendiente.

 

Tesis de licenciatura en Teología, de 1995 a 2007.

Uno de los primeros acuerdos del nuevo Presbiterio fue ordenar a dos de sus egresados del Seminario, a fin de darles campo de trabajo de manera inmediata. De esa manera, quien escribe estas páginas recibió la ordenación el domingo 26 de febrero de 1989 en el culto dominical de la Iglesia El Divino Salvador, recién casado, y a casi un año de la muerte de quien promovió esa posibilidad con inmenso fervor e interminables oraciones. Lejos quedaba el año de 1943 en que, recién llegada de su tierra natal, la hermana Velia Ortiz Cruz, se integró a esa comunidad, dominada por la personalidad de don Eleazar Z. Pérez, figura tutelar del presbiterianismo mexicano de buena parte del siglo XX. Sus enseñanzas familiares, asimiladas lentamente en el espacio doméstico, cotidiano, fueron el faro que aún ilumina buena parte del camino. En los años de formación teológica, diálogos impensables se dieron con ella en el afán de reconfigurar las nuevas perspectivas que se asomaban en el horizonte. Después de todo, a esa mujer de tan firmes convicciones espirituales se debe también la pasión por la poesía, pues como un todo indisoluble, ambas obsesiones siguen ahí, firmemente entrelazadas.

 

Tesis de maestría en Teología, entre 1998 y 2003.

El antiguo sueño ministerial comenzaba a concretarse y la acumulación de experiencias de fe, aderezadas con un buen conjunto de lecturas, diálogos, encuentros, desencuentros, incomprensiones, estímulos varios y grandes desafíos prácticos sirvió para poner en marcha el proceso personal y comunitario que esperaba para ser desarrollado con el tiempo. A los diversos espacios donde transcurrió toda esa experiencia se le debe lo que corresponde y se agradece, aun cuando sea difícil de reconocerse en algunos casos. La tarea ministerial en estos 30 años, desarrollada en cinco comunidades de fe, e interrumpida por un periodo introspectivo de siete años (en el que la escritura vino a ocupar un lugar central) ha sido un caleidoscopio insustituible y enormemente enriquecedor. Las heridas se han transformado (luego de rumiarlas largamente y a veces con enorme dolor y resentimiento, pues sus hacedores tienen nombre y apellido) en posibilidades creativas mediante las cuales el fulgor de la gracia divina y de la generosidad de la gente más cercana ha brillado entrañablemente. No se deja de pensar en lo que hubiera sucedido de no existir tanta mezquindad y falsa espiritualidad en los sitios eclesiales más añorados, pero tampoco se deja de mirar hacia adelante y de decir con el poeta: “Because I do not hope to turn again” (“Porque ya no espero volver jamás”, T.S. Eliot, Miércoles de ceniza, 1930), y con el profeta, vehículo y receptáculo de la promesa divina: “Yo sé los planes que tengo para ustedes, planes para su bienestar y no para su mal, a fin de darles un futuro lleno de esperanza. Yo, el Señor, lo afirmo” (Jeremías 29.11, Dios Habla Hoy). A esas palabras me adhiero, fieramente.

 

Cartel del treinta aniversario en la ordenación pastoral.

Las palabras del grupo de estudio reunido en 2007 en camino a la celebración de los 500 años del nacimiento de Juan Calvino bien pueden cerrar estar conmemoración agradecida:

Calvino experimentó el apasionado y consistente compromiso con la unidad del cuerpo de Cristo en la realidad de una iglesia ya fragmentada. En medio de la división, él reconoció al único Señor de la única Iglesia, subrayando repetidamente que el cuerpo de Cristo es uno, y que no se justifica en absoluto una iglesia dividida, además de que los cismas dentro de la iglesia son un escándalo. […] Calvino desafía a las iglesias a entender las causas de la continua separación y, de acuerdo con las Escrituras, hacer lo posible por la unidad visible mediante el compromiso con esfuerzos ecuménicos concretos, con vistas a lograr la credibilidad del Evangelio en el mundo y la fidelidad de la vida de la iglesia y su misión”.

Ad maiorem Dei gloriam! Prompte et sincere.

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - Ginebra viva - El río y el fuego: En los 30 años de ordenación ministerial