Miguel de Cervantes: Topar con la iglesia

Aún hay versiones de Don Quijote de La Mancha que suprimen el pasaje, cuyo texto dice: “Las obras de caridad que se hacen tibia y flojamente, no tienen méritos ni valen nada”.

18 DE MAYO DE 2018 · 07:05

Escultura en honor a Miguel de Cervantes. / José María Mateos,
Escultura en honor a Miguel de Cervantes. / José María Mateos

Según se cree, Miguel de Cervantes Saavedra nació en Alcalá de Henares (Madrid), el 29 de septiembre de 1547. Murió en Madrid el 23 de abril de 1616. De sus primeras letras se sabe muy poco, excepto tres poemas escritos con motivo de la muerte de Isabel de Valois. En 1569 lo encontramos en Italia, donde según algunos biógrafos se había refugiado después de haber herido a un tal Antonio Segura. En la famosa batalla de Lepanto (1571), donde quiso para sí el puesto de mayor peligro, luchando valerosamente, fue herido en el pecho y en la mano izquierda, que le quedó inútil. De aquí que hasta hoy se le llame “el manco de Lepanto”. En torno a 1575 fue tomado prisionero por los berberiscos y trasladado a Argel, donde permaneció cinco años cautivo. Organizó varios planes de evasión, sin éxito. Finalmente, en 1580 fue rescatado por los frailes trinitarios, que pagaron por él quinientos escudos de oro y pudo regresar a España por Denia. Tenía entonces 33 años. Cuatro años más tarde contrajo matrimonio con Catalina de Salazar y Palacios. Cervantes tenía ya 37 años y Catalina 19.

En 1605 publica la primera parte de EL QUIJOTE y la segunda en 1615. En la biografía del escritor contrasta su juventud heroica y su madurez, llena de penalidades y miserias.

Miguel de Cervantes está considerado hoy día como el autor del libro más importante que se ha escrito jamás, sin tener en cuenta la Biblia, que es un libro del cielo, no de la tierra.

Un paleógrafo de Ávila, Arsenio Gutiérrez Palacios, ha resuelto un enigma literario que duraba ya más de 300 años: la identificación del falso Quijote atribuido a Alonso Fernández de Avellaneda. Gracias a documentos encontrados y traducidos por el investigador de Ávila en los Archivos de la Catedral, se ha llegado a saber que el tal Avellaneda se llamaba, en realidad, Alonso Fernández de Zapata, y era un cura que ejerció su ministerio en cinco localidades de la provincia de Avila entre los siglos XVI y XVII.

Del tal cura vienen a decir los documentos que “sufrió varios procesos como clérigo y otro “por curar con palabras supersticiosas y en salmos”, cuando sólo estaba ordenado “de menores”; que era despreocupado en su conducta y obligada ejemplaridad y que obtuvo pingües beneficios de su obra, muy superiores a los de Miguel de Cervantes, según se desprende de su testamento, hecho poco antes de 1657, en el que se manejan grandes propiedades.

No es la primera vez que se cita a un clérigo como posible autor del falso Quijote. Los cervantistas más eruditos se han dedicado con afán a desentrañar el misterio literario y han surgido, con el correr de los años, numerosos nombres de eclesiásticos, entre ellos Lope de Vega, enemigo de Cervantes, y como se sabe fraile en Toledo tras una vida libertina. Mayans lo atribuyó a un fraile aragonés y Pellicer a otro fraile, según él, “versado en Teología y prácticas litúrgicas”. A Navarrete le pareció que el autor del falso Quijote pudo haber sido el fraile dominico Luis de Aliaga, que fue confesor de Felipe III. Y, entre otros muchos, se ha mencionado también al fraile Gabriel Tellez, que firmaba sus obras con el seudónimo Tirso de Molina.

Si los descubrimientos llevados a cabo por el señor Gutiérrez Palacios son definitivos o no, habrán de decidirlo posteriores estudios. De momento, la identificación del cura Zapata, fraile dominico, actualiza de nuevo la poca fortuna que tuvo Cervantes con los representantes de la Iglesia.

El fraile Zapata, supuesto de ser él el autor del falso Quijote, no sólo jugó a Cervantes una mala partida con la publicación a destiempo de su obra apócrifa, sino que además arremetió contra el venerable escritor llamándole viejo, manco, hablador, envidioso y colérico. Cervantes, al publicar la verdadera Segunda Parte de su Quijote, no le replica en el mismo tono, sino que, demostrando su grandeza de alma, dice al lector a propósito de su atacante:

“Quisieras tú que lo llamara asno, mentecato y atrevido; pero no me pasa por el pensamiento: castíguele su pecado, con su pan se lo coma y acá se lo haya. Lo que no he podido dejar de sentir es que me mote de viejo y de manco, como si hubiera estado en mi mano haber detenido el tiempo, que no pasase por mí, o si mi manquedad hubiera nacido en alguna taberna y no en la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros…”.

No era nuevo para Cervantes el que un cura le atacara. Con representantes de la Iglesia tuvo toda su vida muchas y muy amargas experiencias. La peor de ellas, quizás, fue la sufrida en Argel el año 1579. Cervantes llevaba ya cuatro años preso y estaba preparando su cuarta evasión para liberarse él y setenta compañeros más. Un fraile dominico, llamado Juan Blanco de Paz, que al igual que Cervantes se hallaba encarcelado, en cuanto tuvo conocimiento de la evasión que se preparaba se puso en contacto con un renegado florentino y denunció los planes al terrible Hazán Bajá. Descubierto, Cervantes se echó toda la culpa y arrostró la cólera del Bey. El castigo fue cinco meses atado con grillos y cadenas.

No fue esta la única experiencia amarga que tuvo Cervantes con gente de la Iglesia. A finales de los años 60 ofreció por entregas Televisión Española la vida de Cervantes, confirmando que, efectivamente, el escritor fue excomulgado por la Inquisición por haber tomado trigo de los graneros del clero para proveer al Estado. A la pena que invadía al buen Manco por haber tenido que descender de dramaturgo a recaudador, se unía esta acción injustificada de la Inquisición, excomulgándole.

La acción inquisitorial no sólo alcanzó a la persona de Cervantes, sino también a su obra. Pese al cuidado que puso al escribir, conociendo los peligros de la Inquisición, ésta supo encontrar la manera de meterse con su obra. Un pasaje del capítulo 36, en la Segunda Parte de El Quijote, donde Cervantes desarrolla el pensamiento de Pablo en contra de la efectividad de las llamadas “obras de caridad”, fue puesto en el Índice Expurgatorio del Cardenal Zapata (Sevilla 1632). La prohibición duró hasta años recientes. Y aún hay versiones de EL QUIJOTE que suprimen el pasaje, cuyo texto dice: “Las obras de caridad que se hacen tibia y flojamente, no tienen méritos ni valen nada”. Por este continuo “topar con la Iglesia” y por su identificación con el pensamiento de la Reforma, hecho este aceptado incluso por Menéndez y Pelayo y demostrado ampliamente por Américo Castro en su trabajo ERASMO EN TIEMPO DE CERVANTES, escrito “con ocasión de haber negado algunos eruditos el hecho de que las obras de Erasmo hubiesen podido ser leídas en tiempo de Cervantes”, nació al autor de El Quijote su anticatolicismo, del que nos ofrece buenas muestras en su genial obra. Para entender bien este punto es preciso tener en cuenta que cuando Cervantes escribía, como ya hemos visto, el Tribunal de la Inquisición estaba en plena actividad y no perdonaba a quien se atreviera a criticarle por muy personaje que fuera. De ahí que Cervantes ha de andar con mucho tiento al escribir. Con todo, no pierde ocasión para ridiculizar ya a la Inquisición, ya a las autoridades de la Iglesia Católica. El citado Américo Castro, en EL PENSAMIENTO DE CERVANTES, observa: “No mayor respeto merecen al gran novelista ciertas ceremonias eclesiásticas. Sancho cambia el mal aparejo de su burro por el bueno quitado al barbero, y Cervantes explica: “Hizo mutatio capparum, y puso su jumento a las mil lindezas”. La mutatio capparum era la que hacían los Cardenales en Roma al acercarse el tiempo caluroso, se compara, pues, a un asno con un Cardenal, todo lo en broma que se quiera, pero se compara. Y que esta irrespetuosidad hacia los sagrados ornamentos no era ocasional lo demuestra otro pasaje del retablo de las maravillas: “Hideputa y ¡como se vuelve la mochacha! Sobrino Repollo, tú, que sabes de achaque de castañetas ayúdala y será la fiesta de cuatro capas”. Aquí se compara el lascivo baile de la hija de Herodías con una misa de cuatro prebendados “con cetros de plata y capas de brocado, que asisten al oficio y canturia”, como explica Covarrubias.

Del poco respeto que Cervantes tenía por ciertas prácticas eclesiásticas da fe otro pasaje de El Quijote. Me refiero al incidente del rezo que se menciona en el capítulo XXVI de la Primera Parte de El Quijote. Cuando el Caballero queda solo en Sierra Morena, por haber enviado a Sancho con una carta para Dulcinea. Tras las famosas zapatetas en el aire a cuerpo desnudo, le vinieron ganas de encomendarse a Dios. “En esto –escribe Cervantes- le vino al pensamiento cómo lo haría, y fue que rasgó una gran tira de las faldas de la camisa, que andaban colgando y dióle once ñudos, el uno más gordo que los demás, y esto le sirvió de rosario el tiempo que allí estuvo donde rezó un millón de avemarías”.

La sátira de Cervantes no puede ser más fina. Un rosario hecho con el trozo de una camisa que le colgaba y un millón de avemarías, número desproporcionado que se presta admirablemente a la ridiculización del rezo.

Don Quijote se alza más directamente contra la Iglesia católica en la réplica que da al eclesiástico que se atreve a reprenderle en casa de los Duques. Cervantes le pinta como “un grave eclesiástico destos que gobiernan las casas de los príncipes, destos que como no nacen príncipes no aciertan a enseñar cómo lo han de ser los que lo son, destos que quieren que la grandeza de los grandes se mida con la estrecheza de sus ánimos, destos que queriendo mostrar a los que ellos gobiernan a ser limitados los hacen ser miserables”.

Este eclesiástico, a quien Unamuno llama “cifra y compendio de la verdadera tontería humana”, pertenecía, a juicio de un ex-jesuita, Juan Orts González, a la Compañía de Jesús. Orts da dos razones para su suposición: Una, que Cervantes le llama religioso y no fraile. “Los jesuitas han rechazado siempre el título de frailes pero han querido retener el de religiosos”. La segunda razón que da Orts González es “que Cervantes dice que esta clase de eclesiásticos querían gobernar las casas de los príncipes, y los jesuitas antes de Cervantes y durante el tiempo de Cervantes, fueron los que se distinguieron de un modo especial en establecer lo que ellos llamaron y llaman “la dirección espiritual”.

Tratar de semejante forma a un personaje de la Contrarreforma en aquella época inquisitorial, es ya de por sí una prueba suficiente de anticlericalismo.

Pero hay otro párrafo en la novela de Cervantes, donde éste ridiculiza con más fuerza e ingenio al Tribunal de la Inquisición. Ocurre también en el palacio de los Duques, y se describe en el capítulo LXIX de la Segunda Parte. Dice Cervantes: “Salió en esto, de través, un ministro, y llegándose a Sancho, le echó una ropa de bocací negro encima toda pintada con llamas de fuego, y quitándole la caperuza, le puso en la cabeza una coroza, al modo de las que sacan los penitenciados por el Santo Oficio, y díjole al oído que no descosiese los labios, porque le echaría una mordaza o le quitarían la vida. Mirábase Sancho de arriba abajo, veíase ardiendo en llamas; pero como no le quemaban no las estimaba en dos ardides. Quitose la coroza, viola pintada de diablos, volviósela a poner, diciendo entre sí: “Aún bien que ni ellas me abrasan, ni ellos me llevan”. Ni ellas –las llamas de la Inquisición- daban miedo a Sancho, ni ellos –los inquisidores- le espantaban, confiado como estaba el escudero de que ni el fuego le alcanzaría la piel, ni podían nada contra el alma quienes provocaban el incendio. No puede darse desafío más abierto de Cervantes a los que por aquellos años eran dueños de vidas y de haciendas.

No son estas las únicas sátiras que Cervantes se permite contra la Inquisición ni tampoco las únicas irreverencias contra la Iglesia católica. Sin embargo, el cristianismo de Cervantes, bonito tema para ser tratado con amplitud, se mantuvo afortunadamente inmaculado a pesar de las delaciones de frailes, de los insultos de clérigos envidiosos y de las excomuniones inquisitoriales. Su alma era demasiado grande para caber en los estrechos límites de una religión oficial y su visión del más allá se mantuvo siempre por encima de todas las miserias humanas.

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