Mariano José de Larra: El suicidio pasional

Demostró, en sus escritos y en su vida, poseer un defecto común a la casi generalidad de los escritores españoles: apartarse de Dios como consecuencia del desengaño sufrido en la religión en que nacieron.

20 DE ABRIL DE 2018 · 07:15

Monumento a Mariano José de Larra en Madrid. / Antonio Marín Segovia,
Monumento a Mariano José de Larra en Madrid. / Antonio Marín Segovia

Larra, famoso crítico y escritor español nació en Madrid el 24 de marzo de 1809 y murió en la misma capital de un pistoletazo que se disparó en su casa de la calle Santa Clara, el 13 de febrero de 1837, cuando sólo contaba 28 años de edad y tanto se esperaba de él en las letras españolas. Larra fue lo que se conoce como “niño prodigio”. A los tres años ya leía perfectamente. A los cinco escribía en español y francés. Tradujo la Iliada de Homero cuando sólo contaba 12 años, y era director de un periódico, El duende satírico, a los 19.

El padre de Larra, médico excelente, se congratuló con las tropas francesas del rey José y cuando éstas se vieron obligadas a abandonar España, el doctor Larra las siguió. Ingresó a su hijo en un colegio de Burdeos, pero regresó a España en 1818, acogiéndose a la amnistía promulgada por Fernando VII. Mariano estudió Medicina y Derecho en Valladolid, pero sin llegar a terminar ninguna de las dos carreras. En Madrid, cuando contaba 14 años, ingresó en el Colegio Imperial de los jesuitas, donde estudió matemáticas, griego, italiano e inglés.

En 1829, cuando tenía 20 años justos, contrajo matrimonio con una joven de familia distinguida, Pepita Wetoret, pero la pareja naufragó bien pronto en su vida sentimental. No obstante, tuvieron dos hijos, Luis Mariano y Adela. Un año llevaba Larra casado cuando conoció a Dolores Armijo, una guapa morena andaluza, también casada, que fue la causante de su muerte. Las relaciones entre Larra y la Armijo no duraron más que dos años, a decir de los biógrafos. El marido de Dolores, enterado de lo que ocurría entre el escritor y su mujer y sabedor de que el hecho era público, salió de Madrid llevándose a la mujer. Larra viaja por el extranjero. La fortuna le sonríe. Se ha convertido en un escritor famoso. Pero su pasión por la Armijo sigue latente. Vuelve a Madrid hacia finales de 1835, intenta reanudar las relaciones con su amante y ésta se niega. Durante las fiestas de carnaval de 1837 Larra recibe en su casa la visita de Dolores. El escritor piensa que todo va a continuar como antes, pero Dolores viene decidida a terminar. Quiere sus cartas, en poder del escritor. Larra se las entrega y cuando Dolores abandona la casa, el escritor coge una pequeña pistola que guardaba en el cajón de su mesa de noche y se dispara un tiro, truncando su vida brillante.

Larra popularizó el seudónimo de “Fígaro”, con el que firmó sus mejores trabajos. Melchor de Almagro San Martín, al final de un ensayo sobre el escritor y su obra dice: “Fígaro fue el primer periodista español de todos los tiempos, aun de los que han seguido a su mortal eclipse. ¿No es esto bastante para fijar perennemente su gloria?”

Se ha querido presentar el suicidio de Larra como el último acto amoroso de un gran romántico. Esto no es justo. No puede decirse que el suicidio de Larra fuera motivado por el amor. Lo fue por la pasión. Y ya se sabe que amor y pasión son dos sentimientos bien diferentes. «La pasión no es culminación del afán -ha dicho Ortega y Gasset-, sino su generación en almas inferiores. En ellas no hay encanto ni entrega.» En cambio -continúa diciendo Ortega-, «enamorarse es sen­tirse encantado por algo, y algo sólo puede encantar si es o parece perfección».

Larra no veía el amor por los cristales de este espejo. Sus biógrafos no lo presentan con buena pinta. Ferrer del Río describe a un Larra detestable como hombre: «Vivo -dice- no correspondía a la amistad de nadie. Larra, con su índole viciosa, su obstinado escepticismo y sin saborear nunca la inefable satisfacción que re­sulta de las buenas acciones, no cabía en el mundo. A este campo de desolación y tristeza le conducía su instinto aciago, su condición áspera y exigente.»

Otro historiador de su vida, Melchor de Almagro San Martín, dice de él que era «hombre sin verdaderas creencias religiosas, sin moralidad ni freno a sus pa­siones, sino juguete de ellas», y que a Dolores Armijo no le empujaba otra cosa que la apetencia carnal: «El amor tal como él lo entiende: posesión y hartura física.»

Esto, naturalmente, quita todo romanticismo al suicidio de Larra. Lo despoja de toda nobleza, si es que hay nobleza alguna en el acto de quitarse la vida. Lo que el quería en realidad era vengarse de quien, habiéndole amado, ahora le despreciaba. Con su muerte Larra pretendía sumir a su amante en la desespera­ción, en el remordimiento. Crear en ella un sentimien­to de culpabilidad que en adelante le hiciera imposible la felicidad. Gómez de la Serna comentaba: «Los que matan a una mujer y después se suicidan deberían variar el sistema: suicidarse antes y matarla después.»

Larra no lo hizo así. Su muerte fue también la muerte de Dolores Armijo. Una muerte moral, naufragando el resto de su vida en un mar de sentimientos contradic­torios, oyendo los gritos acusadores de su conciencia. EI escritor había sabido vengarse. Su cuerpo caería en la negra fosa, pero el alma de su amante no conocería ya la tranquilidad. Es el mismo argumento de Ana Karenina, la célebre novela de Tolstoi. Por medio del suicidio, Ana fuerza la conciencia de su amante. Encuentra en su propia muerte el medio para vengarse de él desde la tumba, para castigarle y hacer revivir su amor. Su imaginación anticipa la reacción del amante al tener noticia de su muerte: «¡Morir! ¡Cómo lo va a sentir él, cómo me va a amar, cuánto sufrirá por mi! ¿Cómo he podido hablarle tan cruel­mente?, pensará ... pero ya es demasiado tarde, ella no existe ya ... »

Sin el suicidio de Larra el nombre y la vida de Dolores Armijo habrían quedado para temas de espe­cialistas. Pero la muerte violenta del escritor unió a ambos en una misma vergüenza. «Nadie la acusará de asesinato -dice Carlos Sainz de Robles comentando la última entrevista de los amantes-; pero es su mano, que aún guarda la presión de la mano ardiente de él, la que ha disparado el arma. ¡Y huye con el mayor anhelo y se mezcla con los grupos alocados de máscaras que regresan del Prado por el Arenal de San Ginés! Tiene prisa por meterse en esa sombra inmensa de que ya no podrá sacarla todo el interés malsano de las generaciones futuras… Y, sin embargo, es ya inmortal”.

Aunque la historia registra muchos nombres de suicidas famosos, está por hacer aún la auténtica psicología del suicidio. ¿Qué pasa por el alma del de­sesperado para conducirle a una decisión semejante? ¿A qué extremos de aniquilamiento llega su sensibili­dad? ¿Cuál es la dimensión exacta del trastorno emo­cional y sentimental que se opera en el suicida?

La libertad que Dios ha concedido al hombre es de una magnitud tal que puede disponer de su vida como le plazca. Séneca, un suicida famoso, decía a Lucilio que «la cosa mejor que ha hecho la ley eterna es que, habiéndonos dado una sola entrada a la vida, nos ha procurado miles de salidas». Quien se queja contra la vida y contra el Dios autor de la misma, tiene en su mano la facultad para marcharse de este mundo cuan­do le plazca. La Biblia dice que Dios ha dado la vida al hombre. Sin embargo, en su mano está el conservar­la o prescindir de ella.

El suicidio es siempre un atentado contra la ley divina. La Biblia no legisla directamente sobre el suicidio, pero queda explícitamente prohibido en una serie de textos que proclaman a Dios como único dueño de la vida y de la muerte. En las Sagradas Escrituras encontramos hombres de Dios momentáneamente angustiados, gigantes de la fe que flaquean, que claudican y que llegan incluso a maldecir sus vidas, como Job, como Jonás, como Jeremías, con aquella su interrogación pesimista: “¿Para qué salí del vientre? ¿Para ver trabajo y dolor, y que mis días se gastasen en afrenta?” (Jeremías 20:18).

Sin embargo, sólo fueron momentos, ocasiones que deben juzgarse a la luz de las circunstancias de cada caso y medirse por las actitudes finales de sus protagonistas. Porque estos hombres supieron sobreponerse a sus instantes de angustia, superaron las crisis y volvieron a contemplar el cielo cubierto de estrellas. En cambio, los tres suicidas de quienes habla la Biblia, Saúl, Abimelec y Judas fueron distintos. Se apartaron completamente de Dios, extraviaron la senda recta y no supieron o no quisieron encontrar el camino de regreso a la casa del Padre. Y cuando el alma se divorcia de su Creador y la fe muere del todo en el corazón del hombre, el suicidio viene a ser la solución más rápida al problema de la existencia. “Todos los que me aborrecen –dice Dios- aman la muerte” (Proverbios 8:36).

Larra -nos lo han dicho sus biógrafos- no era pre­cisamente un creyente. Pero, hasta donde sabemos, jamás se proclamó ateo. El prólogo suyo al célebre libro de Lamennais, El dogma de los hombres libres, palabras de un creyente, que Larra tradujo y popularizó en España, contiene valiosas observaciones sobre su ac­titud religiosa. Aquí proclama la necesidad absoluta de la religión «en todo estado social; necesidad innegable -dice-, pues que la experiencia no nos presenta en el transcurso de los tiempos un sólo caso de un pueblo ateo ... Todos al nacer entramos a ser parte de un orden de fenómenos anterior al hombre mismo, indestructible y superior, no sólo a su fuerza, sino a su propia inteligencia; en una palabra, sobrehumano; orden inmutable que revela un poder mayor existente, y que a la par impone una ley universal, emanada de él; ley grabada en toda sociedad, aunque con anterioridad a su existencia, pues que lo está en el corazón de todo hombre, a saber, la justicia”.

Como tantos otros cerebros en España y fuera de ella, Larra se quejaba de la corrupción de la religión oficial y denunciaba la tiranía de los reyes y de los ministros del culto que «o estorbaron la vulgarización de las Sagradas Escrituras -dice-, o la interpretación a su manera, tornándolas palancas políticas; sustitu­yeron en provecho suyo, y en el de los Gobiernos a la religión por la superstición, a la creencia por el fana­tismo, arteria a que desgraciadamente se prestaba la ignorancia de los siglos medios».

Larra demostró, en sus escritos y en su vida, poseer un defecto común a la casi generalidad de los escritores españoles: apartarse de Dios como consecuencia del desengaño sufrido en la religión en que nacieron. ¡Como si Dios fuera católico, apostólico y romano! El anticlericalismo de Larra no llegó a los extremos de Blasco Ibáñez, pero tampoco desperdiciaba ocasión de atacar a la religión oficial del Estado español. En el prólogo citado, Larra se nos muestra como precursor del debate sobre la libertad religiosa y toma partido por la justicia. «Religión pura -escribe-, fuente de toda moral, y religión, como únicamente puede existir: acompañada de la tolerancia y de la libertad de con­ciencia; libertad civil; igualdad completa ante la ley, e igualdad que abra la puerta a los cargos públicos para los hombres todos según su idoneidad y sin ne­cesidad de otra aristocracia que la del talento, la virtud y el mérito; y libertad absoluta del pensamiento escrito.»

Todas estas ideas ponen de relieve una base religio­sa en Larra, un conocimiento exacto, justo, del papel que debe desempeñar la religión en el individuo. ¿Cómo compaginar estos conocimientos con su actitud suicida? El engaño es frecuente. Conocimiento no su­pone sentimiento. El gran pecado de las inteligencias privilegiadas es que saben mucho acerca de Dios, pero sienten poco. Conocen a la perfección cuáles deben ser los deberes religiosos de los ministros del culto y de los fieles en general, pero ellos mismos no están dispues­tos a cumplir esos deberes.

El conocimiento intelectual del cristianismo no vale. Cristo no es una filosofía. Es una verdad, la Verdad, pero no una verdad doctrinal, sino vital. Es verdad y vida, vida verdadera, verdad vivida. La profesión su­perficial y rutinaria de las doctrinas cristianas deja el alma tan seca como la de cualquier pagano y cierra las puertas del más allá. Ya lo dijo Él: «No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, mas el que hiciere la voluntad de mi Padre que está en los cielos. Muchos me dirán en aquel día: Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre lanzamos demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros? Y entonces les protestaré: Nunca os conocí; apartaos de mi, obradores de maldad» (Mateo 7:21-22).

Larra se equivocó al suicidarse. Se equivocó en el impulso que le hizo coger la pistola, creyendo que era amor, y se equivocó en las consecuencias finales de su acto. La Biblia dice que el reino de los cielos es para los valientes, pero para los valientes que aceptan ser cristianos con todas las consecuencias. De los que muestran su valentía (?) al quitarse la vida, de éstos no dice que sea el reino de los cielos.

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - El punto en la palabra - Mariano José de Larra: El suicidio pasional