La membresía de la Iglesia, de Jonathan Leeman

La gente se arrepiente y entonces son bautizados en la comunión de una iglesia. Considerar a Cristo como Señor significa unirse a la familia de Cristo.

12 DE ABRIL DE 2018 · 20:05

Detalle de la portada del libro.,
Detalle de la portada del libro.

Un fragmento de “La membresía de la Iglesia”, de Jonathan Leeman (2018, Peregrino). Puede saber más sobre el libro aquí.

PRINCIPIOS NEOTESTAMENTARIOS DE LA MEMBRESÍA

Ya que nuestro objetivo es comprender lo que significa la membresía eclesial, será beneficioso darnos juntos un pequeño paseo por el paisaje del Nuevo Testamento, simplemente para asegurarnos de que estamos mirando las mismas cosas.

Esto es como comprar un terreno; no tienes suficiente con la descripción de la inmobiliaria, prefieres ir a ver el terreno por ti mismo.

¿Te gustaría ver el terreno viajando atrás en el tiempo a las primeras décadas de la iglesia primitiva, empezando en el año 30 d. C.?

LA IGLESIA EN JERUSALÉN

Observando el entorno vemos que estamos rodeados de “judíos, varones piadosos, de todas las naciones bajo el cielo”: partos, medos, elamitas, asiáticos, egipcios, libaneses, romanos, cretenses, árabes… y la lista continúa (Hch. 2:5, 9-11).

Se han reunido para celebrar la fiesta anual de Pentecostés, y los aromas y los colores chillones nos hacen pensar en un mercadillo.

Aun así, lo primero que nos impresiona no es el panorama, sino un sonido “como de un viento recio” (2:2). Somos arrastrados por el movimiento de la multitud hasta encontrarnos frente a un grupo de hombres que —de alguna manera— están predicando en las lenguas nativas de toda esta gente. La multitud se sobresalta sorprendida.

Uno de los hombres —llamado Pedro— desafía a la gente directamente. Está refiriéndose al gran rey David, quien llamó al recientemente crucificado Jesús “mi Señor”. Entonces concluye con un golpe directo: “a este Jesús a quien vosotros crucificasteis, Dios le ha hecho Señor y Cristo” (v. 36).

Nos fijamos en los oyentes, temiendo que fuesen todos a una contra Pedro. Sin duda alguna, lo tacharán de traidor y lo llevarán a empujones ante las autoridades.

Pero no hay arrebato alguno. De alguna manera, el desafío ha funcionado. Estas personas “se compungieron de corazón” y preguntaron a Pedro qué podían hacer (v. 37). Pedro —sin vacilar— les responde: “Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo” (v. 38).

La acción de Pedro fue muy valiente, ya que la propia ejecución de Jesús estuvo acompañada de cargos de insurrección. Pero Pedro no trata de esconder que Jesús es un rey, llegando a poner esa declaración en la boca de David y de Dios mismo.

Aún más, le dice a la gente que se identifiquen ellos mismos con Jesús a través del bautismo. Todo apunta a que Pedro quiere establecer un grupo de personas diferente del resto: un movimiento identificable de forma pública.

Sorprendentemente, la multitud respondió al unísono: “los que recibieron su palabra fueron bautizados; y se añadieron aquel día como tres mil personas” (v. 41).

Parece que hemos aterrizado nuestra máquina del tiempo en el lugar adecuado. Aquí es donde empezó todo. Preguntando a la gente nos enteramos de que antes de que llegáramos había un grupo reunido “como ciento veinte en número” (1:15).

Y ahora —en este día extraordinario— tres mil nombres más son añadidos: Santiago, Lidia, Zebedeo, Prócoro, Jaime, Sancho, Alicia, etc. Los discípulos cuentan el número y guardan un registro oficial. Ahora saben quién forma parte del grupo.

CRECIMIENTO Y PERSECUCIÓN

Con el paso de los días, alquilamos algo parecido a una oficina instalada en una tienda, empezamos a redactar nuestros propios informes y seguimos observando cómo este grupo se adapta a un nuevo estilo de vida: perseveran en la doctrina de los apóstoles, comparten comunión unos con otros, practican el partimiento del pan y la oración, se llaman a sí mismos creyentes y tienen en común todas las cosas “incluyendo sus propiedades y sus bienes, y lo repartían a todos según la necesidad de cada uno” (2:42-45).

Estas personas tienen un estilo de vida totalmente diferente al del resto de la ciudad. Parece que son de otro lugar. El rebaño completo se reúne “cada día en el templo”, y se divide en grupos más pequeños “en las casas” (v. 46). Además, el grupo continúa creciendo: “Y el Señor añadía cada día a la iglesia los que habían de ser salvos” (v. 47).

Van pasando las semanas y los meses. Muchos más afirman creer en el mensaje. Rápidamente, el registro oficial de miembros —solo de varones— alcanza los “cinco mil” (4:4). Nos preguntamos si este grupo está solamente interesado en aumentar su registro oficial. ¿Podría ser que estuvieran obsesionados con el número de miembros?

La respuesta llega igual de rápida: ¡En absoluto! De alguna manera, los líderes se enteran de un importante pecado moral y lo corrigen inmediatamente (5:1-11). De alguna manera, toda la “iglesia” —así se llaman ahora— se sigue reuniendo “unánimes en el pórtico de Salomón” (5:11-12).

De alguna manera, la iglesia al completo quiere tener reuniones de miembros para hablar de cómo atender mejor a sus viudas (6:1-2).

No hay ninguna duda: estas personas pasan juntos el tiempo y se cuidan los unos a los otros. Su vida en común es tan notable que estudiando la ciudad de Jerusalén descubrimos que “el pueblo los alababa grandemente” (5:13).

Aunque claro, no les gustan a todo el mundo. Dos veces son arrestados los apóstoles y llamados a rendir cuentas. Dos veces responde Pedro lo mismo: “Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres” (4:19; 5:29).

Este grupo sabe que tiene que rendir cuentas a Jesús; a nadie más. Ellos “no cesaban de enseñar y predicar a Jesucristo” (5:42).

Aun así, se le empieza a complicar la vida a la iglesia. La persecución aparece cuando las autoridades locales se sienten provocadas. Un líder llamado Esteban es apedreado hasta la muerte.

Casi parece que el sumo sacerdote ha obtenido una lista de nombres y direcciones porque uno de sus secuaces más celosos —un fariseo llamado Saulo— “entrando casa por casa, arrastraba a hombres y a mujeres, y los entregaba en la cárcel” (8:3).

 

Portada del libro.

Sorprendentemente, los esfuerzos de Saulo tienen un efecto inesperado. Varios mensajeros llegan jadeando a nuestra oficina con la misma noticia: “los que fueron esparcidos iban por todas partes anunciando el evangelio” (8:4).

La persecución esparce a los cristianos lejos de Jerusalén y los envía a otras ciudades y países.

Pronto nos llegan noticias de discípulos que aparecen en Samaria, Damasco, Lida, Jope y Cesarea (8:14; 9:10, 32, 42; 10:24, 47-48). Todo el mundo empieza a comprender que Jesús también vino como rey de los gentiles (11:18).

Más o menos al mismo tiempo se empieza a escuchar un murmullo en la iglesia de Jerusalén que dice que el mismísimo Saulo se ha convertido y está predicando en las sinagogas que Jesús “era el Hijo de Dios” y “el Cristo” (9:20, 22).

La mayoría no se lo cree hasta que Saulo aparece en Damasco y predica “valerosamente en el nombre de Jesús” (9:27).

La situación parece mejorar por el momento. La iglesia en Jerusalén —“ahora esparcida por toda Judea, Galilea y Samaria”— parece estar disfrutando de un tiempo de paz (9:31).

[…]

UN CUADRO CLARO Y COHERENTE

Leemos y releemos informes. Tomamos notas y tratamos de juntar todas las piezas para entender qué son la iglesia local y sus miembros. A medida que lo hacemos, aparecen en todos los documentos diez puntos irrefutables:

La esencia misma de la existencia de la iglesia se basa en el mensaje de un Señor y Salvador. Las mismas palabras que escuchamos en nuestro primer día en Jerusalén “para perdón de pecados” y “Señor y Cristo”, aparecen una y otra vez en nuestras notas. Los apóstoles lo proclaman (2 Co. 4:5; cf. Hch. 17:3; Jn. 20:31).

Lo llaman el camino de la salvación y las “buenas nuevas” (Ro. 10:9; 1 Co. 15:1-5; Ef. 1:7; 1 P. 1:3-12). Es el Espíritu Santo quien les da la autoridad para decirlo (1 Co. 12:3).

Estos cristianos respetan a las autoridades de este mundo y se adhieren a ellas hasta cierto punto, pero su fidelidad completa es para Jesús. Se llaman a sí mismos “embajadores en cadenas” y lo arriesgan todo; incluyendo su vida.

Los cristianos están unidos generalmente a iglesias individuales pero que también están correlacionadas. Al principio, todos los creyentes eran unidos o “añadidos” a la iglesia en Jerusalén.

Luego viene una etapa de transición en la que los discípulos aislados son esparcidos; como cuando Felipe explica el evangelio al eunuco etíope. Pero todo esto son asuntos fronterizos aislados.

Aparte de esto, no encontramos ejemplos de cristianos separados de sus iglesias. En seguida se establecen iglesias en Antioquía, Iconio, Corinto, etc. Estas iglesias siguen comunicándose, identificándose unas con otras y ayudándose mutuamente en tiempos de necesidad (aun traspasando las fronteras).

Los cristianos se identifican colectivamente a sí mismos como iglesias. Esto lo podemos ver en la manera de hablar de sí mismos: “Saulo asolaba la iglesia”. “Llegó la noticia de estas cosas a oídos de la iglesia”. “Se congregaron allí [Bernabé y Saulo] todo un año con la iglesia”. “Herodes echó mano a algunos de la iglesia para maltratarles”. “La iglesia hacía sin cesar oración”.

“Habiendo llegado, y reunido a la iglesia, refirieron cuán grandes cosas había hecho Dios con ellos”. “Habiendo sido encaminados por la iglesia”. “Llegados a Jerusalén, fueron recibidos por la iglesia” (Hch. 8:3, 11:22, 26; 12:1, 5; 14:27; 15:3, 4).

Los cristianos usan la palabra iglesia para identificarse a sí mismos en la vida comunitaria. Las personas pertenecen a algo que es corporativo y mayor que lo individual.

Los cristianos poseen un poder especial y una identidad corporativa cuando se reúnen oficialmente. Pablo escribe acerca de cuando la iglesia en Corinto se reúne “En el nombre de nuestro Señor Jesucristo […] con el poder de nuestro Señor Jesucristo” (1 Co. 5:4).

Más adelante en la carta se refiere a “cuando os reunís como iglesia” (11:18), como si ellos fueran —de algún modo— más iglesia cuando están juntos que cuando están separados. Esta asamblea reunida parece que tiene el poder de hacer cosas: tomar decisiones y hacer declaraciones en el nombre de Jesús.

El primer paso de la vida cristiana es —siempre— el bautismo. Esos hombres lo tenían claro. “Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros”. “Los que recibieron su palabra fueron bautizados”.

“Pero cuando creyeron a Felipe, que anunciaba el evangelio del reino de Dios y el nombre de Jesucristo, se bautizaban hombres y mujeres”. “Al momento le cayeron de los ojos como escamas […] y levantándose, fue bautizado”. “En seguida se bautizó él con todos los suyos”.

“Y muchos de los corintios, oyendo, creían y eran bautizados”. “Ahora, pues, ¿por qué te detienes? Levántate y bautízate, y lava tus pecados, invocando su nombre” (Hch. 2:38, 41; 8:12; 9:18; 16:33; 18:8; 22:16).

No nos sorprende en absoluto que cuando Pablo escribe a la iglesia en Roma asuma que todos sus lectores han sido bautizados (Ro. 6:3). Esta señal de identificación pública es un hecho establecido.

A los cristianos se les manda separarse del mundo y no asociarse oficialmente con él. El apóstol Pablo no prohíbe las relaciones con los no cristianos (cf. 1 Co. 5:9-10). Pero sí les dice a los cristianos que no pongan en riesgo su identidad cristiana compartiéndola oficialmente con no creyentes.

Les dice: “No os unáis en yugo desigual con los incrédulos” porque la luz no tiene comunión con las tinieblas (2 Co. 6:14). De la misma manera que Dios quiso una línea clara de separación entre Israel y las otras naciones, así también Dios demanda una línea clara y reluciente entre la Iglesia y el mundo: “Por lo cual, salid de en medio de ellos, y apartaos, dice el Señor, y no toquéis lo inmundo; y yo os recibiré” (6:17). Es un mandamiento muy específico.

La vida y la autoridad de la iglesia local moldea las vidas de sus miembros y las dirige. Esto lo vimos especialmente claro durante nuestras primeras semanas en Jerusalén.

La vida cristiana empezaba dentro de un marco de autoridad: los individuos eran bautizados, añadidos a la iglesia y, entonces, se reunían para oír la enseñanza de los apóstoles.

 

Jonathan Leeman.

A partir de ahí, los creyentes orientaban sus vidas alrededor de los otros miembros de la congregación: sus comidas, sus oraciones, sus horarios, sus decisiones financieras, sus decisiones acerca de sus propiedades y sus provisiones para las viudas.

¿Estaba este patrón relacionado exclusivamente con los primeros meses? La generosidad de la iglesia en Antioquía con la iglesia en Jerusalén sugiere lo contrario —al igual que otros episodios que no hemos mencionado— como la generosidad de Lidia con los misioneros itinerantes.

En vez de eso, lo que observamos durante los primeros meses nos dio un cuadro detallado que ya no necesitaba mencionarse continuamente en los registros de los años siguientes. Sabed que las cartas que recibíamos nos mostraban ejemplos de la misma vida en comunidad (p. ej.: Ro. 12:4-16; 1 Co. 5:11; Gá. 2:11-12; 1 Ti. 5:9-10; He. 10:34; 1 P. 4:8-11).

A los líderes cristianos se les hace responsables por sus ovejas en particular. Pedro les dice a los ancianos: “Apacentad la grey de Dios que está entre vosotros” (1 P. 5:2).

Pablo le dice lo mismo a los ancianos en Éfeso: “Mirad por vosotros, y por todo el rebaño en que el Espíritu Santo os ha puesto por obispos” (Hch. 20:28). Los ancianos saben de quiénes son responsables.

Los cristianos son responsables de someterse a sus líderes en particular. El autor de Hebreos escribe: “Obedeced a vuestros pastores, y sujetaos a ellos” (He. 13:17).

Claramente, los creyentes deben saber quiénes son sus líderes. Pablo escribe: “Los ancianos que gobiernan bien, sean tenidos por dignos de doble honor” (1 Ti. 5:17). Los cristianos saben a quién honrar.

Los cristianos expulsan de la comunión a los falsos creyentes. Pablo —en una carta— le dice a la iglesia en Corinto: “Quitad, pues, a ese perverso de entre vosotros” (1 Co. 5:13).

Obviamente, no puedes expulsar a alguien de la iglesia al menos que esa persona pertenezca primero a la misma. En otro lugar, el apóstol Pablo nos manda que amonestemos a la persona divisiva dos veces y que si no cambia la “desechemos” (Tit. 3:10).

Y Juan nos habla acerca de los falsos profetas que: “Salieron de nosotros” porque “no todos son de nosotros” (1 Jn. 2:19).

LA IGLESIA ES SU MEMBRESÍA

Juntando todos los factores, hay una cosa que es obvia para nuestro comité de investigación en Jerusalén: ser cristiano significa pertenecer a una iglesia. Nadie recibe la salvación y luego se queda dando vueltas por ahí solito, pensando si va a unirse o no a una congregación.

La gente se arrepiente y entonces son bautizados en la comunión de una iglesia. Considerar a Cristo como Señor significa unirse a la familia de Cristo. Es automático, igual que ser adoptado significa que rápidamente te vas a encontrar sentado a la mesa comiendo con tu familia.

El concepto de la membresía de la iglesia está presente en todo lo que leemos y en todo lo que oímos. Y no, ninguno de nuestros informes muestra a un profesor de escuela dominical de pie ante una clase, pidiendo a los asistentes buscar en la sección 2C de sus manuales la definición de la membresía de la iglesia.

Pero todos —los de dentro y los de fuera— saben a quién se refieren cuando los cristianos hablan de “la iglesia” haciendo esto o lo otro: “Se congregaron allí [Bernabé y Saulo] todo un año con la iglesia”. “Herodes echó mano a algunos de la iglesia para maltratarles”.

“Habiendo llegado, y reunido a la iglesia, refirieron cuán grandes cosas había hecho Dios con ellos” (Hch. 11:26; 12:1; 14:27). Ser miembro de la iglesia significa ser uno de los que constituyen la iglesia. De nuevo, ellos saben quiénes son.

De hecho, sencillamente no puedes hablar acerca de una iglesia local sin hablar de sus miembros. Sería como si trataras de hablar acerca de un equipo, una familia, una nación —y sí— hasta de un club, sin hablar de sus miembros. Porque todas estas cosas son eso; sus miembros.

DE VUELTA AL FUTURO

Parece que hemos encontrado lo que vinimos buscando. Aunque han pasado algunas décadas, está claro que las iglesias locales han existido desde el comienzo del cristianismo y que esas iglesias se constituyen —ni más ni menos— con sus miembros.

Así que podemos afirmar categóricamente que ellos practicaban la membresía eclesial, aunque ninguno mencionara clases de estudio para ser miembros o un registro oficial de miembros.

Pero aún no han sido contestadas todas nuestras preguntas como, por ejemplo: ¿Qué es una iglesia local? Las últimas noticias que hemos recibido de Pablo en Roma son que estaba “predicando el reino de Dios” (Hch. 28:31).

Está claro que una iglesia local no es un club. La gente no confunde sus clubes con un reino. No se llaman a sí mismos “embajadores en cadenas” por pertenecer a una asociación benéfica. Y por supuesto, no ponen en riesgo su vida por un proveedor de servicios.

Entonces, exactamente, ¿qué es una iglesia local? Y no solo eso, ¿qué significa ser miembro de una iglesia? Vamos a subirnos de nuevo a nuestra máquina del tiempo y volver al presente para responder a estas dos preguntas. Y no te preocupes, no vamos a volver a viajar en el tiempo.

En el camino de vuelta uno de nosotros saca una Biblia de bolsillo y la abre en el libro de Apocalipsis. Es una carta de Juan a siete iglesias diferentes en Asia Menor que están sufriendo tentación y persecución.

Hacia el final del libro hallamos una descripción de la Bestia (que se parece muchísimo a una descripción del César y a su afirmación de tener el imperio y de ser divino).

¿Cómo anima Juan a las iglesias? Les muestra una descripción de Cristo sentado en su trono con seres celestiales echando sus coronas delante de él. El César es un impostor. El imperio de Jesucristo es absoluto. Esto es exactamente lo que las iglesias necesitan oír para poder sobrevivir como iglesias.

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - Fragmentos - La membresía de la Iglesia, de Jonathan Leeman