Ernest Hemingway: el cantor de la muerte

Fue un gran escritor. Un narrador excepcional. Culto en muchas materias. Conocía la Biblia tan bien como los clásicos rusos, a los que leía continuamente. Pero esa chispa o llama de la fe que transforma al ser humano nunca prendió en su corazón.

09 DE FEBRERO DE 2018 · 07:20

Hemingway pescando en Michigan. / Up North Memories (Flickr, CC),
Hemingway pescando en Michigan. / Up North Memories (Flickr, CC)

Hemingway es uno de los iconos del siglo XX. Hijo de un cirujano, nació en Oak Park, Illinois, el 21 de julio de 1898.

Enviado a París para seguir la carrera paterna, el joven Ernest la cambió por la bohemia literaria.

Su primera publicación firmada fueron unos versos aparecidos en 1923 en la revista norteamericana Poetry. El mismo año vieron la luz en París algunas narraciones suyas.

Durante la primera guerra mundial, 1914-1918 se alistó al Ejército como voluntario en el frente italiano. De esta experiencia surgió la novela “El adiós a las armas”, de 1929. Los años siguientes vivió en el Próximo Oriente, safaris en África, viajes por Grecia y España, país que llegó a querer más que al suyo propio. Instalado durante largos años en Cuba, fue aquí donde escribió su libro más leído, “El viejo y el mar”. En 1954 recibió el Premio Nobel de Literatura.

En los últimos años se deterioró rápidamente por su vida de mujeres, aventuras y alcoholismo. Decidió desaparecer de la tierra pegándose un tiro el 21 de julio de 1961. También su padre y dos hermanas se suicidaron.

Las novelas de Hemingway hacen de él un escritor representativo, no sólo de América, sino incluso de toda nuestra época.

Hemingway vivió toda su existencia obsesionado y preocupado con la idea de la muerte. Tal vez no existe novelista contemporáneo que se le pueda comparar en este sentido. Con frecuencia dialogaba con ella, como si se tratara de una amiga familiar. La llamaba “la repelona”, “fulana importante”, “la pudridora”. Yndurain le llamó “el cantor de la muerte”. En una de sus frecuentes visitas a España, el periodista Vidal-Quadras le preguntó: “¿Qué piensa de la muerte?” Y contesto: “¡Oh!, todos tienen que morir… las vacas mueren, los hombres también mueren”. Sus ojos se tornaron tristes. “No quiero hablar de estas cosas”, concluyó.

Por esta obsesión de la muerte le apasionaban tanto los espectáculos fuertes, como la caza, la pesca, el boxeo, las corridas de toros y los temas de guerra, donde el escritor podía participar de esa lucha tensa, encarnizada y brutal con la muerte. Las corridas de toros ejercieron su fascinación sobre él y ocuparon un lugar importante en su obra. Asistió a más de dos mil corridas. Las consideraba como una prueba, como un medio de conocer la muerte. “El único lugar donde se puede ver la vida y la muerte, quiero decir, la muerte violenta –escribía-, ahora cuando terminaron las guerras, es en la arena de las plazas, y deseo ir a España para observarlas. Yo quise desempeñar el oficio de escritor, empezando por el estudio de las cosas más sencillas, y una de las cosas más sencillas y fundamentales es la muerte violenta”.

El tema de las corridas de toros lo trató extensamente en su libro “Muerte en la tarde”, en el que abundan las frases y los diálogos irónicos con “la repelona”, “la vieja dama”. Su novela “Fiesta”, cuyos principales personajes masculinos son un judío campeón de boxeo y un torero que aprendió el inglés trabajando de camarero en Gibraltar, recoge, junto a la alegría de San Fermín, la sangre y la muerte en los ruedos. En su última novela sobre temas taurinos, “Verano sangriento”, pinta la tragedia de heridas y muertes toreriles durante el verano de 1959.

Sus páginas sobre la guerra fueron igualmente abundantes. Durante la primera guerra mundial fue corresponsal y luchador en el frente italiano. Cayó herido varias veces y sus  experiencias en los campos de batalla dieron origen a una de sus tres mejores novelas, “El adiós a las armas”, donde pinta sus encuentros con “la intrusa” por la muerte de la heroína, Catherine, quien sucumbe a una hemorragia puerperal ante el dolor desesperado de Henry.

Uno de sus mayores éxitos literarios lo constituyó otra novela de guerra, “Por quién doblan las campanas”, que trata de la guerra civil española. Para explicar el título y el sentido de la novela, Hemingway repite una cita de John Donne, poeta metafísico del siglo XVII: “La muerte de cualquier hombre me disminuye, porque soy solidario con el género humano. Así, entonces, no preguntéis jamás por quién doblan las campanas. Las campanas doblan por ti”. En esta obra, el amor de Pilar, la campesina que encarna la fuerza y la fe de la tierra española, es un estimulo y una alianza contra la muerte, que galopa cruel por frentes y retaguardias.

 

Memorial de Hemingway en Sun Valley. / Marcus Nelson (Flickr, CC)

En “Las verdes colinas de África” Hemingway nos pinta de nuevo su enfrentamiento con la muerte en un sangriento escenario de caza. Describe el encuentro brutal de un joven sensitivo y delicado con las raíces de la vida y la muerte. El joven acompaña a su padre, médico, a casa de una india que tiene un parto difícil y se da cuenta de que el marido, incapaz de soportar la agonía de su mujer, se ha suicidado.

Su obra maestra es, tal vez, “El viejo y el mar”, donde describe la lucha de un viejo pescador, Santiago, con la muerte. Durante tres días lucha en su débil barquilla con un enorme pez, hasta lograr vencerlo. En su regreso al puerto prosigue luchando con los tiburones, que le devoran el pez. El viejo pescador no tiene miedo a la muerte. “Tú quieres mi muerte, pez, piensa el viejo. Estás en tu derecho…Mátame. Me da lo mismo que uno de los dos mate al otro”.

Pese a esa continua obcecación por la muerte, Hemingway no supo afrontarla con dignidad. Todos debemos una muerte a Dios. Somos deudores de la vida desde el instante del nacimiento. Él mismo lo había escrito: “Se necesita que el hombre sepa morir;  es la prueba que decide la victoria o el fracaso sobre todo lo que existe”.

Hemingway no fue consecuente con sus ideas. En los últimos años de su vida estuvo sumido en una profunda depresión. En dos ocasiones fue internado en la famosa clínica Mayo, pero no lograron curarle la enfermedad que padecía en el alma, para la que hay un único Médico y un sólo tratamiento: Cristo y Su Palabra.

Hemingway confesó en una ocasión que había aprendido a escribir leyendo la Biblia. Pero nunca asimiló el sentido bíblico de la muerte. Pensaba en la muerte como liberación de sus trastornos psíquicos, como el encuentro definitivo con su propia derrota, nunca como sensación de continuidad ni como inmersión espiritual en el mundo de ultratumba.

Dios fue siempre una palabra vacía en sus labios. A veces un recurso literario, a veces punto de referencia para componer cuadros religiosos, pero nada más. En el relato “Un lugar limpio y bien iluminado” incluido en el libro de cuentos publicado por primera vez en 1927, Hemingway reescribe el Padre Nuestro desde una perspectiva  puramente materialista y atea: “Nada nuestra que estás en la nada, nada sea tu nombre, venga a nosotros tu nada y hágase tu nada así en la nada como en la nada. La nada nuestra de cada día dánosla hoy, y perdona nuestras nadas así como nosotros perdonamos a nuestras nadas. Y no nos dejes caer en la nada, mas líbranos de nada; pues nada”.

Esta es la desesperante filosofía de quien no cree en la existencia del Ser Supremo y nada espera al otro lado de la tumba. Nada existe. Nada somos. Nada seremos. Con todas nuestras dudas y temores, con nuestra impotencia y nuestra amargura, a la nada vamos y en nada nos convertimos.

Hemingway nunca pudo olvidar los cadáveres de las guerras y revoluciones en las que participó activamente. Este dato hizo nacer en él la sensación de que todo lo real es falso, todo es vano. El hombre carece de una esperanza firme a la que agarrarse. No hay felicidad, ni bondad, ni más allá.

Esto explica los años de angustia sufridos al final de su vida. Bebía constantemente. Siempre lo hizo. Veía en cada hombre un enemigo. Tenía la sensación de haber fracasado como escritor, a pesar de los reconocimientos internacionales otorgados a su obra. Lloraba amargado y amargaba a María, su paciente cuarta y última esposa.

Ni Hemingway ni ninguno de nosotros elegimos nacer. Podemos elegir morir, pero la muerte, en cualquier forma que se produzca, no es el destino final de la vida. A través de la muerte renacemos a un mundo de plenitud. Cuando llega la noche no ha muerto el sol, decía Goethe, está iluminando otras tierras. De igual manera, cuando la negrura de la muerte invade el cuerpo, el alma no desaparece definitivamente; continúa brillando en el firmamento de Dios.

Hemingway fue un gran escritor. Un narrador excepcional. Culto en muchas materias. Conocía la Biblia tan bien como los clásicos rusos, a los que leía continuamente. Pero esa chispa o llama de la fe que transforma al ser humano nunca prendió en su corazón. Se fue de la tierra hacia un destino desconocido. Creyó que era el final. Pero si la vida es eso, si la tumba es la última palabra en nuestra existencia, si creemos que nada hay más allá del hoyo o del nicho, entonces toda la creación del hombre es un monumental fracaso. Porque, como escribió Unamuno, “si del todo morimos, ¿para qué todo?”.

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