Las reformas religiosas del siglo XVI en el presente latinoamericano

Las iglesias evangélicas latinoamericanas, deudoras del énfasis misionero centrado en la transformación individualista de la vida humana, tuvieron una actuación política marcada, paradójicamente, por el apoliticismo.

29 DE DICIEMBRE DE 2017 · 09:10

Detalle del mapa de América publicado por Sebastián Munster (1540).,
Detalle del mapa de América publicado por Sebastián Munster (1540).

Gracias a la invitación de la Profra. María Magdalena Ziegler Delgado, de la Universidad Metropolitana de Venezuela, este texto (modificado parcialmente aquí) fue incluido como parte del Seminario Virtual sobre los 500 años de la Reforma Protestante que patrocinó esa institucion y que aún puede consultarse.

Universos contiguos, pero muy distantes

Aceptemos o no las generalizaciones que sobre la Reforma Protestante expresó Octavio Paz en su relación con América Latina y su difícil acceso a la modernidad, a la práctica plena de la crítica y de la democracia, entre otras cosas, lo cierto es que no se puede negar el peso de la Contrarreforma en la conformación de los países hispanoamericanos.

Sus palabras respondieron a una preocupación constante por las aparentemente insalvables dificultades de nuestros países para situarse de manera digna en el nuevo concierto político desde la segunda mitad del siglo XIX: “En ese momento [la expulsión de los jesuitas de Nueva España] se hizo visible y palpable la radical diferencia entre las dos Américas.

Una, la de lengua inglesa, es hija de la tradición que ha fundado al mundo moderno: la Reforma, con sus consecuencias sociales y políticas, la democracia y el capitalismo; otra, la nuestra, la de habla portuguesa y castellana, es hija de la monarquía universal católica y la Contrarreforma”.1

Debido a que se trató de procesos estrictamente contemporáneos la consolidación de la Reforma luterana y la invasión y conquista de América, es necesario atreverse a desvelar la continuidad y discontinuidad que ambos representaron en lo que acontecería más tarde en estos territorios tan deseados por su riqueza y que a la propia España le permitió alcanzar un prestigio colonial que hasta entonces no tenía.

La fuerza con que la Inquisición borró del mapa cualquier forma de insurrección religiosa en territorios hispánicos contribuyó a que los futuros países de este lado del Atlántico asumieran como propia una tarea que ya no les correspondía: perseverar en la religión católica como única posibilidad de seguir siendo cristianos ante un cambio de época que venía arrasándolo todo, incluso las muy edificantes costumbres religiosas establecidas en todos estos territorios.

Otro analista mexicano, Rodolfo González Guevara, observó la manera en que los países latinoamericanos, aficionados al Barroco como forma de vida y expresión por causa de su herencia religiosa, han tratado de entrar a la modernidad y lo han conseguido a duras penas. Las razones de fondo son teológicas y religiosas:

Lo moderno es ligero y busca la recta: la línea y la “recta razón”. En cambio, la tradición, la pasión iba yo a escribir, es densa y busca la curva, el circulo, el laberinto: inventa el barroco. El protestantismo acaba por desembarazarse de la densidad de la Iglesia y de sus grandes dignatarios. Por hacer del individuo pensante de Descartes, que devendrá el débil junco de Pascal, el ser que busca con angustia y desesperanza comunicarse con Dios. Y un hombre así “privilegiado” es un ser que porfía: in God we trust and God trusts us. Ese hombre irá sustituyendo paulatinamente a Dios: irá representándolo cada vez más eficazmente en la tierra. En el protestantismo, cada hombre es su propio sacerdote.2

Juan A. Ortega y Medina, español transterrado en México, se propuso hallar los aspectos en que la Reforma protestante contribuyó, de verdad a la conformación del mundo moderno y encontró que, en efecto, dicho movimiento influyó en la transformación de las conciencias de manera radical, para preparar a los sujetos a una nueva era más libre y abierta a los cambios, especialmente los económicos.3

 

Obras de Ortega y Medina.

A todo esto le corresponde, por algo que podría denominarse “asociaciones inversas”, el triunfalismo cíclico con el que las comunidades religiosas protestantes (o evangélicas) se ha ubicado en la historia del subcontinente.

Su carencia de una autocrítica histórica sólida las ha llevado a transitar desde la distanciación política hasta un intervencionismo desbocado e ingenuo.

Es verdad que ninguno de los analistas mencionados se acercó alguna vez al microuniverso religioso y comunitario de las iglesias protestantes, pues habrían encontrado allí los desarrollos posteriores de las nuevas formas de asociación que introdujo el protestantismo liberal de herencia misionera en nuestros países.

De haberlo hecho, pudieron haber conocido cómo las nuevas comunidades religiosas experimentaban la paradoja de ser integradas al sistema social, al mismo tiempo que pertenecían a países en los que el estado de derecho seguía siendo una simulación, muy en la línea del corporativismo católico de neo-cristiandad.

 

Reforma de la religión, reforma de las sociedades

Aunque siempre lo intuyeron o lo afirmaron con varias salvedades, las iglesias evangélicas latinoamericanas, deudoras del énfasis misionero centrado en la transformación individualista de la vida humana, tuvieron una actuación política marcada, paradójicamente, por el apoliticismo.

Incubaron, por ello, entre su militancia, un descontento que partía, ciertamente, de los aspectos morales de la vida cotidiana, pero que desembocaba inevitablemente en la crítica de los comportamientos sociales.

 

Enrique González Pedrero.

Como parte del proyecto misionero exógeno, aunque desarrollado a partir de muchas iniciativas de carácter endógeno, el protestantismo latinoamericano recurrió a su banderas teológicas originadas desde el siglo XVI para que, en nombre de una relectura más fresca y activa de las Sagradas Escrituras cristianas, se pasara de un cierta indolencia o aceptación del statu quo prevaleciente, hasta tratar de incidir en las políticas públicas aun cuando no tenían la fuerza numérica suficiente para lograrlo.

Su lucha contra el analfabetismo, las bebidas alcohólicas y la inmoralidad matrimonial, por ejemplo, constituyó una forma de avanzada en medio de las diferentes sociedades que las acunaron, a pesar de que la oposición de que eran objeto debido a su extranjerismo las hacía ver como instituciones exóticas que, más bien, intentaban romper el orden religioso y trastocar la estabilidad en ese campo, pues éste era visto como algo intocable por los poderes reales y fácticos.4

Con lo dicho hasta aquí, no es que la palabra o el concepto de “reforma” haya sido extraño en América Latina, pues desde los inicios de la conformación nacional, varios países comenzaron a experimentar la necesidad de modernizarse mediante procesos que implicaban golpear los intereses del catolicismo, el cual devolvió, literalmente, golpe por golpe, las transformaciones constitucionales que recibió siempre como agresiones directas en esta materia.

El rostro persecutorio e inquisitorial con que reaccionó cada vez que los gobiernos intentaban frenar su excesiva presencia socio-política ocasionó un reforzamiento de las posturas radicales de muchas iglesias evangélicas ya establecidas.

En el momento en que éstas fueron clarificando sus proyectos de misión y servicio, la iglesia católica recurrió a la defensa de la “identidad nacional” a fin de frenar el avance de la tolerancia y la diversidad, convirtiéndose así en garante supuestamente absoluto de la misma, a contracorriente de las diversas manifestaciones de la modernización que venían como aluvión desde todos los frentes: políticos y culturales, sobre todo.

Las reformas políticas impuestas por una generación de liberales, imitadores de los elementos ideológicos (y religiosos, aunque ellos no se refirieran así a dicha influencia) de Estados Unidos alcanzaron rango constitucional y, a partir de ello, tuvieron un valor incuestionable en el proceso de reconfiguración de las sociedades latinoamericanas.

 

Jóvenes misioneros evangélicos en su trabajo comunitario en una favela en Sao Paulo (Brasil, h. 1985).

Cuando, progresivamente, se fueron aprobando leyes de culto cada vez más abiertas, el debate no solamente se amplió, sino que se fue afinando para establecer formalmente los derechos de las personas a escoger sus creencias.

Siempre a la zaga de esos avances, las fuerzas tradicionales, agazapadas cada vez en más en los resquicios de la intolerancia y el fanatismo, opusieron argumentos definitivamente indefendibles y llegaron a recurrir, finalmente, al uso de las armas.5

Una voz que se alzó, en su momento, para mostrar los elementos culturales comunes y también en cuestión religiosa en el subcontinente, fue la de Carlos Monsiváis, cronista y polígrafo mexicano de formación protestante, quien redefinió la mutación y la desregulación religiosa (Jean-Pierre Bastian)6 en términos de otra forma específica de “migración” ideológica.

En su combate contra el catolicismo enemigo de la laicidad y de la secularización, Monsiváis (como tantos liberales antes que él) no duda en ver en esa institución la encarnación del rechazo a la modernidad útil, la que podía hacer efectiva en la realidad social, los “postulados ocultos de la Reforma Protestante”:

Cuando la necesidad de consolidar instituciones y vigorizar el proceso educativo obliga en varios países a la separación de la Iglesia católica y el Estado, se produce la gran batalla cultural y política del laicismo. Al triunfar, los liberales ratifican el papel primordial del heroísmo político por sobre los otros a la disposición: el canon de la devoción religiosa (las vidas ejemplares de obispos, párrocos abnegados, beatos, beatas, misioneros) y el canon de las contribuciones artísticas y humanísticas a las Repúblicas. En el territorio de la ejemplaridad coexisten dos formaciones: la católica y la secular., sin que en el siglo XIX se distingan en demasía los procedimientos de una y de otra.7

Así, este movimiento religioso signado por la protesta contra los estamentos de una sociedad tradicionalista mantiene una vigencia consecuente con sus postulados originales, aunque a veces a contracorriente de quienes se asumen como sus representantes y herederos.

 

1 Octavio Paz, “El espejo indiscreto”, en Plural, núm. 58, julio de 1976, recogido en El ogro filantrópico. Historia y política, 1971-1978. México, Joaquín Mortiz, 1979, p. 55.

2 Enrique González Pedrero, “Reflexiones barrocas”, en Vuelta, núm. 162, mayo de 1990, p. 22, https://issuu.com/textoscalvinistas/docs/pedrerobarrocas.

3 Véase Juan A. Ortega y Medina, Reforma y modernidad. [1952] Ed. de Alicia Mayer G. México, UNAM, 1999, pp. 141-166.

4 Cf. Cecilia Autrique Escobar, “Protestantes y revolucionarios combaten la adicción al alcohol”, en Bicentenario. El ayer y hoy de México, núm. 34, http://revistabicentenario.com.mx/index.php/archivos/protestantes-y-revolucionarios-combaten-la-adiccion-al-alcohol/

5 Cf. Enrique Krauze, “Debates históricos sobre la tolerancia”, en Letras Libres, núm. 142, octubre de 2010, pp. 18-21, www.letraslibres.com/mexico/debates-historicos-sobre-la-tolerancia.

6 Cf. Jean-Pierre. Bastian, La mutación religiosa en América Latina. Para una sociología del cambio social en la modernidad periférica. México, Fondo de Cultura Económica, 1997 (Colección popular, 529).

7 Carlos Monsiváis, Aires de familia. Cultura y sociedad en América Latina. Barcelona, Anagrama, 2000 (Argumentos, 246), pp. 87-88.

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