La Reforma: lo que necesitas saber y por qué, de John Stott y Mike Reeves

La Reforma constituye toda una defensa de la importancia de la doctrina. La clara compresión de la doctrina bíblica produce cimientos estables, constituyendo la base para la existencia de una creencia fiable en el trabajo redentor de Jesucristo.

14 DE DICIEMBRE DE 2017 · 13:00

Detalle de la portada del libro.,
Detalle de la portada del libro.

Un fragmento de Lo que necesitas saber y por qué, de John Stott y Michael Reeves (2017, Andamio). Puede saber mas sobre el libro aquí

 

Prólogo de Lindsay Brown

Saludo calurosamente a este libro. Es mucho lo que tenemos que aprender de la historia de la iglesia, y este tomo nos muestra cómo aquellos acontecimientos ocurridos hace seis siglos prepararon el camino para el ministerio de los grandes predicadores de los siglos XVIII y XIX, como los Wesleys, George Whitefield, Jonathan Edwards, Charles Simeon o C. H. Spurgeon, y cómo ellos nos transmitieron el evangelio a nosotros. No quiero decir con esto que Dios no tuviera ningún testigo hasta la llegada de la Reforma. Antes del siglo XVI contamos, por ejemplo, con el esfuerzo de Wycliffe y sus seguidores, aquellos mártires tempranos, o con el liderazgo de Jan Hus, además de con toda una serie de pequeños atisbos de luz que brillaron a lo largo y ancho de toda Europa. Un ejemplo sería el poeta y místico italiano Bianco de Siena, que perteneció a la orden de los Jesuatos y que nos legó el precioso himno “Desciende, oh amor sagrado”.

La Parte I, en la que se revisan los acontecimientos históricos que rodearon la Reforma, debe leerse teniendo en cuenta cuatro cosas.

Primero, que, en Lutero, Dios usó a un monje común y corriente que además nunca perdió su carácter huraño. Tanto sus modales como, sin lugar a duda, su humor, podían ser bastante toscos. Si hoy en día alguna iglesia o seminario tuviera alguna plaza vacante, lo más seguro es que Lutero no hubiera pasado siquiera la primera entrevista. Dios es Dios y elige a quien bien le parece para épocas especiales.

 

John Stott.

Segundo, que Dios utilizó un movimiento compuesto de muchos hilos y que duró más de dos siglos, como puede verse en la cronología. Aunque popularmente aquella tarde del 31 de octubre de 1417 en Wittenberg se considera “el inicio de la Reforma”, en realidad fue más bien el transcendental inicio de su largo desenlace final.

Tercero, que era necesario alzarse en contra de la doctrina y autoridad de la iglesia. Aunque algo así exigía una inmensa valentía, el polvo y la mugre acumulados durante siglos en la iglesia medieval habían transformado y confundido el mensaje de los autores del Nuevo Testamento. Llegados a ese punto, la iglesia no servía más que para oscurecer la verdad que reposa en Jesucristo; solo la Escritura es nuestra autoridad última.

Cuarto, que la Reforma constituye toda una defensa de la importancia de la doctrina. La clara compresión de la doctrina bíblica produce cimientos estables, constituyendo la base para la existencia de una creencia fiable en el trabajo redentor de Jesucristo. Nos reanima espiritualmente como “el rocío de la mañana” (Deuteronomio 32:1-2) al profundizar en nuestro conocimiento de Dios.

Tal y como John Stott nos recuerda en la Parte II, lo que los reformadores hicieron fue sencillamente reafirmar lo que los primeros líderes de la iglesia, los apóstoles, habían enseñado. La fe evangélica (lejos de ser una desviación) es sencillamente una reafirmación de la verdad apostólica, ni más ni menos. Lo que los reformadores hicieron fue abrir las Escrituras ante ojos incrédulos, mostrándole a un pueblo ahogado por la culpa y lleno de necesidad, cómo estas le ofrecían el regalo de la salvación solo por la gracia de Dios y solo por medio de la fe.

Se ha puesto de moda desacreditar el término “evangélico”. Es cierto que se lo han apropiado (y lo han degradado) varios partidos políticos, además de que, en ciertos países, “evangélico” es sinónimo de “protestante”. Pero en lugar de rechazarlo por estos motivos, quizás ha llegado el momento de reafirmar su significado y su valor. Recuerdo una conversación que tuve con John Stott, desanimado por el mal uso de la palabra. Me dijo que no le hacían mucha gracia expresiones como “evangélicos liberales”, “evangélicos conservadores”, “evangélicos generosos”, “evangélico abierto”, “esencialmente evangélico”. Stott creía que el término “evangélico” se bastaba y se sobraba por sí mismo. Cómo él mismo explica, es “una noble palabra con una larga y honrosa historia” que es posible trazar hasta el siglo segundo.

John Stott nos ofrece una hermosa exposición del legado de los reformadores y de lo que hoy en día significa para nosotros formar parte de la misma tradición apostólica. En ese sentido, el Movimiento de Lausana es, sin vergüenza alguna, un movimiento evangélico. El término no requiere estar afiliado a un partido político en particular o a ninguna tradición eclesiástica. Su raíz, euangelion, evangelio, se utiliza en el Nuevo Testamento solamente en relación con la obra salvífica de Cristo.

 

Michael Reeves.

En ese sentido, la esencia del evangelio es la doctrina apostólica de la justificación solo por gracia y solo por medio de la fe. Esta doctrina se convertiría, como veremos, en el eje fundamental de la Reforma. De hecho, se dice que Lutero la resumió como “el artículo [de fe] de una iglesia que se mantiene en pie o se cae a pedazos... Es lo que mantiene y guía cada una de las doctrinas de la iglesia”.

Por eso Alan Purser nos reta a releer la oración de Jesús por la iglesia. La noche que Jesús fue entregado, oró para que los creyentes continuaran imbricados en la verdad apostólica. Eso es lo que mantiene viva la eficacia de nuestra misión.

Ese mismo poder de la sola gracia de Dios llamando a la gente a la fe lo vemos aparecer una y otra vez, siglo tras siglo, cuando analizamos la historia y miramos a nuestro alrededor. Yo le sigo la pista claramente a través de los registros de los reavivamientos galeses, aquí en mi propio país. Es solamente por la gracia de Dios que el Espíritu Santo se ha movido, reavivando el este y el oeste de África, construyendo la iglesia de Cristo en China, o en las múltiples conversiones de las que tenemos constancia en el mundo musulmán.

La centralidad de la gracia no solo era importante para los reformadores, sino que la vemos también en los escritos de Agustín de Hipona, Wesley o C. S. Lewis. Una aguda comprensión de la gracia es la base para una profunda seguridad. Más aún, es la fuente del tan buscado y raramente conseguido gozo. Sobre esta verdad escribió Lutero “si supieras de lo que has sido salvado, morirías de miedo, pero si supieras para qué has sido salvado, morirías de gozo”.

Es por eso que la Reforma aún no ha terminado. Es nuestro deber proclamar el mensaje de la autoridad de las Escrituras más claramente que nunca en nuestra generación de la “posverdad”. La Biblia es la verdad y debe ser creída, obedecida y defendida, y, llegado el caso, tenemos que estar también dispuestos a morir por ella.

Hace algunos años, estaba hablando de la doctrina de la justificación por gracia por medio de la fe en una conferencia de estudiantes en Argentina. Era una noche estrellada y, tras terminar de hablar, salí afuera a admirar las estrellas del hemisferio sur. Un hombre mayor me siguió. Era un anciano misionero holandés.

 

Detalle de la portada del libro.

“Gracias”, me dijo, “por hablar de esta gran verdad esta noche. Aunque yo mismo he hablado del mismo tema muchísimas veces, me sigue conmoviendo profundamente cuando alguien me lo recuerda”.

“¿Y eso por qué?”, le pregunté.

“Resulta”, me respondió, “que en la Segunda Guerra Mundial yo pertenecía a las Juventudes Hitlerianas e hice y vi cosas terribles. Poco después de la guerra, probé la gracia salvífica de Dios y me convertí en seguidor de Jesucristo. Poco después, Dios me llamó al ministerio cristiano y me mandaron como misionero pionero a Papúa Occidental, donde Dios me usó en un reavivamiento. Un domingo, bauticé a dos mil nuevos creyentes. ¿Sabes por qué esta gran verdad es tan importante para mí? Porque me recuerda que ningún pozo es tan profundo que Dios no pueda sacarnos de él por su gracia y transportarnos a tierra seca. Yo merecía ser juzgado y expulsado, pero por la gracia justificadora de Dios, no solo me salvó, no solo me utilizó en su ministerio, sino que le pareció bien usarme en el avivamiento”.

Así de maravilloso es el milagro de acto justificativo de Dios por medio de la obra de Cristo.

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