Ser como Sherlock

En plena era de las posverdad, no apreciamos tanto a Sherlock Holmes por ser inteligente como admiramos su búsqueda implacable de la verdad, aunque sea incómoda o desagradable.

09 DE SEPTIEMBRE DE 2017 · 14:35

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Hay algo en Sherlock Holmes, ya sea en sus versiones clásicas o en las más modernas y alternativas, que nos apasiona. Durante el siglo XX se hizo un hueco inevitable en la cultura popular, y en el siglo XXI esa fama, en vez de decrecer, aumenta y se transforma. Por sorprendente que parezca. Se nos tendría que haber quedado antiguo el personaje, o haberse pasado de moda, como ha ocurrido con tantos otros personajes surgidos de la época de finales del siglo XIX, y sin embargo se siguen haciendo versiones de sus libros y se sigue utilizando su arquetipo de sabio gruñón como base de montones de personajes de cine, televisión y literatura. No solamente se estudia la obra de Doyle, sino que sigue interesando. A mí se me ocurren un par de razones por las cuales sentimos cariño y fascinación por un personaje hosco y políticamente incorrecto. Pero antes de eso merece la pena que nos paremos a contar la historia de su nacimiento.

Sherlock Holmes surgió de la mente de Arthur Conan Doyle, un médico británico que a finales del siglo XIX, incapaz de ganarse la vida con su profesión, decidió dedicarse a la escritura. Escribió mucho y de ámbitos muy variados (desde ficción narrativa hasta tratados médicos que enviaba a revistas especializadas). Muchos estudiosos (entre ellos Michael Sims, que acaba de sacar un interesante libro llamado Arthur & Sherlock donde analiza el surgimiento de Sherlock Holmes y la biografía de Doyle) han llegado a la conclusión de que Conan Doyle se basó en Joseph Bell, profesor suyo y uno de los precursores de la medicina forense, para crear a Holmes. Bell era un tipo también un tanto desagradable al trato, muy inteligente (dicen, también, con la misma nariz aguileña con que Doyle describió a Holmes), que enseñaba a sus alumnos cómo descubrir las vidas de los pacientes a través de pequeños detalles casi desapercibidos. Algunos alumnos que le conocieron contaban cómo podía diagnosticar a los pacientes solo con verlos entrar en la sala. En noviembre de 1887, en la revista Beeton's Christmas Annual, Doyle publicó Estudio en escarlata, una historia en la que presenta a Holmes y Watson investigando un asesinato para Scotland Yard en la cual Holmes resuelve el misterio de la muerte de un hombre en una casa abandonada a las afueras de Londres usando sus grandes conocimientos y una fina observación de los detalles que al resto de investigadores les pasan inadvertidos. A partir de ahí, a los lectores les empezó a apasionar aquel curioso personaje, y Doyle encontró un medio de financiación contando sus historias.

No obstante, una de las cosas más curiosas de Sherlock Holmes es que su propio autor empezó en seguida a odiarlo: Doyle se quejó en más de una ocasión que no lo soportaba, que Sherlock le robaba la energía. En seguida quiso matarlo y quitárselo de encima, y lo consiguió tiempo después, en El problema final, en donde relata cómo Sherlock desaparece en el fondo de las cataratas de Reichenbach, en Suiza, tras una pelea con su archienemigo Moriarty. Sin embargo, sus seguidores comenzaron a quejarse exigiendo la resurrección del personaje, y diez años después Doyle acabó cediendo y lo hizo regresar.

Las historias de Sherlock Holmes están narradas, en su mayoría, de la mano de John Watson, su ayudante y compañero de piso durante una época. Es curioso que el propio Conan Doyle se parece mucho más a Watson que a Holmes: también es médico, cirujanos ambos, retirados (Watson por haber abandonado el ejército, puesto que era médico militar, y Doyle por ser incapaz de dedicarse profesionalmente a ello). Y ambos, aun siendo inteligentes, tienen una chispa menos de brillantez que Holmes. No es de extrañar que el proceso de creación de Sherlock Holmes agotase tanto las reservas mentales de Doyle. De hecho, muchos de los rasgos de carácter que se van descubriendo en Sherlock se pueden asociar a ese intento (velado quizá en un principio, pero abierto después) de Doyle de provocar el hastío o el rechazo en sus lectores, el mismo que a él le procuraba. Sherlock es un personaje creado para caer mal a la sociedad victoriana: hosco, políticamente incorrecto, desagradable, misántropo y misógino, y además adicto a la cocaína. No obstante, por mucho que insistiese Doyle, fascinaba a las audiencias. ¿Qué había podido ocurrir?

Quizá no sea fácil de ver en las novelas originales, pero si analizamos las versiones del personaje realizadas posteriormente (sobre todo las más actuales) nos damos cuenta de que ahí también está el curioso fenómeno. Tanto en el Sherlock de Benedict Cumberbatch en la serie de la BBC de 2010, como el Gregory House de Hugh Laurie en House, M. D. (que aunque no lo dice abiertamente, su premisa original era hacer una reinterpretación del clásico de Conan Doyle), como en Elementary, la serie de televisión de 2012 o las películas sobre Sherlock Holmes de Guy Ritchie protagonizadas por Robert Downey Jr., en todos ellos se destaca lo desagradable de la personalidad del protagonista, y en todos estos casos no se puede evitar cogerle cariño a ese Sherlock, sentirse atraído por su forma de ser y querer conocerle más. No solo ocurre con las versiones que explícitamente reinterpretan el Sherlock Holmes de Doyle, sino también en aquellos personajes que toman la figura del sabio gruñón como características: por ejemplo, el Sheldon Cooper de The Big Bang Theory, el Walter O’Brian de Scorpion o la doctora Brennan de Bones. En todos los casos se percibe un factor fundamental en la esencia del personaje de Sherlock Holmes, sin el cual no podría existir: su búsqueda implacable de la verdad. No es una verdad absoluta, o trascendental; apenas es la verdad necesaria para la resolución de un crimen de ficción. Pero su persistencia, su compromiso con esa verdad que hay detrás de las apariencias y de los engaños, nos atrae mucho más que lo que su carácter hosco debería repelernos.

Y creo que esa es la razón principal por la cual su presencia y su arquetipo se reproducen en plena era de las posverdad: no apreciamos tanto a Sherlock Holmes por ser inteligente, o por tener una mente científica, como admiramos su búsqueda implacable de la verdad, aunque sea incómoda o desagradable. Eso dice mucho de nosotros como humanos occidentales del siglo XXI. Y no solo nos gusta Sherlock como personaje, sino que nos gustaría ser como él.

La posverdad, sea como sea, no es algo que se procura ni que se busca como un valor positivo; es más bien una consecuencia indeseable de dar rienda suelta a nuestros defectos y pecados. Y aunque hoy en día es difícil en lo particular seguir el rastro de malestar que deja a su paso, en la visión global sí se percibe que, en el fondo, el abuso de las posverdad nos repele. Muchos han señalado la política del presidente Trump como un ejemplo masivo del uso de la posverdad, y no ha habido otro presidente en Estados Unidos que haya perdido tanto apoyo popular en menor tiempo. Los medios de comunicación partidistas e interesados en provocar un estado de opinión en la población, que también abusan de los elementos de la posverdad, parece que comienzan su andadura con gran éxito y que crecen durante un tiempo, pero su burbuja de desinfla rápido. Los medios de comunicación tradicionales que desde hace algunos años tontean con la posverdad (y no pongo ejemplos por evitar ofendidos, pero los hay) se están viendo acosados por la falta de crecimiento y la disminución paulatina de las ventas. Para intentar frenarlo, algunos acuden al reclamo de un mayor sensacionalismo, de ideas más radicales, de más manipulación, en una escalada en la que aún estamos metidos, pero que poco a poco se verá que no termina de funcionar. Mientras tanto, medios o programas que (en mayor o menor medida) siguen fieles a los principios de veracidad y autenticidad del periodismo, que se ahorran la opinión que sale barata (aunque genera muchos beneficios inmediatos) y se centran más en el análisis y la investigación, aunque no tienen réditos tan rimbombantes como los otros medios, poco a poco van creciendo y se mantienen. Detrás de todo esto está la misma razón por la cual nos sigue atrayendo Sherlock: porque la verdad sigue siendo algo que anhelamos sin poder remediarlo. Forma parte de nuestra naturaleza, por sorprendente que nos resulte.

Perdonamos la falta de decoro y de corrección de Sherlock Holmes porque sabemos que al final del libro (o del capítulo, o de la película) habrá sido su saber hacer, su sabiduría y su insistencia los que nos acabarán mostrando la verdad escondida detrás de todas las artimañas. Ese descubrimiento, aunque no sea más que una anécdota, puro ocio espectador, nos proporciona un alivio y un placer intelectual auténticos. Es un placer extraño el de ver cómo la verdad sale a flote, pero nos compensa de toda esa otra maraña de medias verdades y de mentiras disimuladas con la que no solo convivimos permanentemente, sino que nos intoxica poco a poco. Así que le perdonamos a Holmes que sea un borde.

Mientras terminaba de escribir esto pensaba en lo curiosa que resulta la afirmación que Jesús hace de sí mismo en Juan 14:6. La verdad y el camino que es Jesús van asociados a la vida, un concepto que no siempre terminamos de entender en su magnitud. Esta vida, su riqueza, su disfrute, solamente se encuentra asociada a la verdad. Quizá sea eso, en el fondo, a pesar de su poca trascendencia, lo que reconozcamos de forma intuitiva en Sherlock Holmes.

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - Preferiría no hacerlo - Ser como Sherlock