La vida del cristiano centrada en Cristo, de Alfonso Ropero

No hay definición más completa y exacta del cristianismo que aquella que dice que el cristianismo es Cristo.​ Un fragmento de “La vida del cristiano centrada en Cristo”, de Alfonso Ropero (2016, Editorial Clie).

27 DE ABRIL DE 2017 · 19:00

Detalle de la portada del libro.,
Detalle de la portada del libro.

Un fragmento de “La vida del cristiano centrada en Cristo, de Alfonso Ropero (2016, Editorial Clie). Puede saber más sobre el libro aquí.

 

En el origen, Cristo

«El cristianismo no es nada menos, ni puede ser nada más, que una relación con Cristo».

W. H. Griffith Thomas (1)

 

No hay definición más completa y exacta del cristianismo que aquella que dice que el cristianismo es Cristo. En su concisión lo dice todo. Dice que en Cristo se resume y compendia todo el significado y alcance de la fe cris­tiana. Dice que quien habla de Cristo habla de Jesús de Nazaret, y a la vez, del Logos, de la Palabra, del Hijo eterno del Dios eterno. Habla del amor de Dios y del dolor de Dios. Del amor que acoge al pecador arrepentido y del dolor que entrega en sacrificio al Hijo por amor. Pensar en Jesús es pensar en el Sermón del Monte, las parábolas del reino, pero también, y sobre todo, es pensar en su cruz, en su muerte vicaria. En el poder de su resu­rrección y el don del Espíritu. En la comunión de corazón con la Trinidad.

 

Alfonso Ropero Berzosa.

El movimiento que comenzó en Palestina en torno a la persona de Jesús el galileo, no fue sino el cumplimiento de la esperanza mesiánica aguarda­da por los judíos en primer lugar, pero también por los gentiles.

Se pueden fechar las épocas, datar los acontecimientos sociales, poner un año más o menos acertado al nacimiento de Jesucristo, pero entendien­do esto, que el misterio de Cristo supera su manifestación terrenal, su en­carnación, que al ser encarnación de Dios nos remite más allá del tiempo y de la historia, a la plenitud que informa nuestra razón de ser y da sentido a nuestra esperanza.

 

1. Jesucristo, comienzo y fin

Queda dicho, Evangelio y Jesucristo son la misma cosa. El que trae la Buena Noticia, es la Buena Noticia. Por eso, decir cristianismo es decir Cristo. En términos teológicos se puede decir que con Jesús la historia ha alcanzado «la plenitud de los tiempos» (Gálatas 4:4). La historia del mun­do y la historia de cada individuo.

La puerta de entrada al cristianismo no es una doctrina, ni esotérica ni revelada, es una Persona. «Yo soy la puerta; el que por mí entrare, será sal­vo; y entrará y saldrá, y hallará pastos» (Juan 10:9). «Cristo no ha venido a ‘enseñar una doctrina’, como Sócrates; ni como Sócrates iba buscando por calles y plazas oyentes con quienes disputar. Es evidente que el cristianis­mo es también una doctrina, pero por encima de la doctrina está la Perso­na; más aún, su doctrina más verdadera es su misma Persona. Ni Cristo ni Sócrates escribieron nada; pero Sócrates ha sido para nosotros su doctrina, transmitida por sus discípulos, mientras que la doctrina que nos transmite el Evangelio nos transmite, en realidad, la Persona de Jesús»(2). Una Persona que realiza en sí misma el ideal del Reino de Dios, y no sólo que lo realiza, sino que lo encarna. Jesucristo es Dios hecho carne. Verle a Él es ver a Dios, cumplir su voluntad es cumplir la voluntad de Dios, recibirle a Él es recibir a Dios. Desde los días de su carne muchos entraron en la experiencia de Jesús como experiencia de Dios, es decir, de salvación y vida eterna. Esta experiencia de Cristo pasó de Jerusalén al resto de las ciudades conocidas entonces. Era algo nuevo, pero a la vez algo viejo, antiguo. Jesucristo es el eslabón final de una larga cadena de tratos de Dios con el mundo: «Dios, habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los padres por los profetas, en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo» (Hebreos 1:1). Jesucristo es el Alfa y la Omega, el primero porque es el último, y el último porque es el primero (Apocalipsis 1:11). Es el Herede­ro. Situado en el centro de la historia contempla el pasado como algo que culmina en él, y mira al futuro con una continua presencia de sus riquezas. «De su plenitud tomamos todos» (Juan 1:1).

A pesar de estar en línea de continuidad con los patriarcas y profetas del pueblo hebreo, como Moisés, Isaías, Malaquías, el método de enseñan­za de Jesucristo difiere radicalmente de ellos, dando a entender que con Je­sús no nos enfrentamos a una nueva doctrina, sino a una nueva manera de ser. Que el maestro es el contenido de la lección. Motivo de escándalo para algunos, que gustan diluir la persona de Cristo en su enseñanza de amor universal. Todos los grandes maestros religiosos han sido conscientes de estar enseñando un aspecto de la verdad universal, ante cuyos principios eternos ellos no representan más que un momento de toma de conciencia, de iluminación. Jesucristo no fue un iluminado, en ningún sentido de la palabra. Para él, se acepte o se rechace, todos los principios de la verdad convergían en su persona. No tiene nada de extraño que sus contempo­ráneos le acusaran de estar poseído por un demonio. «Muchos de ellos decían: Demonio tiene, y está fuera de sí; ¿por qué le oís?» (Juan 10:20, cf. 7:20; 8:48). Jesús, deliberadamente, se atrevió a lo indecible. Otros, como Juan el Bautista, se sabían mensajeros, una voz que clama; Cristo era el mensajero y el mensaje. No había visto la luz, él mismo era la luz del mun­do. La vida eterna, la visión de Dios, el perdón de los pecados, todo pasaba por él. Ni Buda ni Confucio, ni Pitágoras ni Mahoma hablaron así. Nadie como Jesús se atrevió a identificarse con Dios en el sentido pleno y real que él lo hizo. De modo que el Evangelio nos obliga a pensar en la persona de Jesucristo. No simplemente en una buena noticia de hermandad entre los hombres, ni el amor al enemigo, el Evangelio es eso y es mucho más. Tiene que ver con la pregunta que Jesús hizo a sus discípulos: «¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre?» (Mateo 16:13). Conocer el cristianis­mo es, en última instancia, conocer a Jesucristo. Los filósofos racionalistas de siglos anteriores quisieron conocer la esencia del cristianismo dejando arrinconada la figura de Jesús en toda su extensión humana y divina. Vano intento, cuyo resultado final fue la confusión. No se puede reconstruir el cristianismo fuera de la persona de su fundador. La única versión que nos describe cabalmente la esencia el cristianismo es aquella que responda con sinceridad a la pregunta anteriormente mencionada. Esta es la cuestión. Es como si Jesucristo mismo dijera: Si quieres descubrir el cristianismo, ven a mí. ¿Qué soy para ti? ¿Cuál es tu actitud hacia mí? ¿Qué significo para tu vida?

 

Portada del libro.

El cristianismo no comenzó en los atrios de un templo, ni en una aca­demia de filosofía; tampoco fue resultado de discusiones teológicas, ni siquiera sociales, como si el cristianismo hubiera sido un movimiento re­volucionario más de los desheredados y oprimidos de la tierra. «Surgió en hombres y mujeres que se toparon, cara a cara, con un fenómeno peculiar: el hecho de la persona de Cristo. Ahí, sin lugar a dudas, se encuentra el dato original del cristianismo. Cualquier cosa que se diga sobre el edificio, ahí está el fundamento auténtico» (3). Cristo es la roca en la que se funda la Iglesia, la base fundamental colocada de una vez para siempre. Dicho de otro modo, en la extensa cadena de personas utilizadas por Dios para re­velarse a la humanidad, Cristo es, fue y será el eslabón final, el remate de la cadena, aquel que comprende a todos y les da sentido. «Dios habló en otro tiempo a nuestros antepasados por medio de los profetas, y lo hizo en distintas ocasiones y de múltiples maneras. Ahora, llegada la etapa final, nos ha hablado por medio del Hijo a quien constituyó heredero de todas las cosas y por quien creó también el universo» (Hebreos 1:1-2 BLP).

¿Por qué eslabón final? ¿No pueden darse otras revelaciones de Dios por medio de profetas semejantes a Mahoma, o Bajá’U’Lláh, o Gurdiaeff, o algún otro maestro espiritual por el estilo?

Cristo es el final, dijimos, porque es el principio, la razón de ser del Universo. Cristo es a la vez el Dios hecho hombre, el hombre asumido por Dios. Dios y hombre en una sola persona divina: Cristo. Como tal, Cristo no revela nuevas cosas sobre la vida y la muerte, el cielo o el infierno, Cris­to nos revela plenamente a nosotros mismos en relación a Dios. Al encar­narse Dios nos muestra que lo definitivo sobre el ser humano ha sido di­cho. Nada se puede añadir, nada se puede quitar. Dios ama al hombre y lo quiere para sí hasta el punto de dar su vida por Él. Esto es definitivo, final. «Indiscutiblemente, grande es el misterio de la piedad: Dios fue manifesta­do en carne, justificado en el Espíritu, visto de los ángeles, predicado a los gentiles, creído en el mundo, recibido arriba en gloria» (1 Timoteo 3:16). Dios ya no tiene nada mejor que decir. «Nos dio a su Hijo, que es Palabra suya, que no tiene otra. Todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra, y no tiene más que hablar» (4).

Cristo es la Palabra de Dios encarnada, Palabra mediadora entre Dios y los hombres por toda la eternidad. Mediante Él, «Dios ha dicho al mundo todo lo que tiene que decirle, todo lo que el mundo tiene que oír de Él. Dios no podía hacer más por el mundo una vez que le habló y le dio a entender esto: ni el mundo puede esperar ya otra cosa después que Dios ha hecho precisamente lo inesperado. Pues lo que Dios le ha dicho y le ha dado a entender es nada más y nada menos que él mismo, con toda la plenitud de su ser, con todas sus perfecciones, con la magnificencia de sus obras. En su Hijo, Dios se nos revela como el secreto de nuestra existencia» (5).

En el ser recibido arriba en gloria se encuentra otro motivo o razón teo­lógica por la que Cristo es la revelación última y conclusa. Significa que en la resurrección de Jesucristo Dios ha intervenido definitivamente en la historia humana. «Con esta intervención salvífica Él ha plantado en me­dio nuestro una semilla, que tiene poder en sí no sólo para transformar la raza humana, sino aun para restaurar toda la creación. Esta semilla es Cristo, el grano de trigo que cayó en tierra y murió, pero resucitó de entre los muertos como la primicia de una renovación total (cf. Juan 12:24). Por eso, el hecho definitivo en la historia de la salvación es Cristo en su mis­terio pascual. El poder salvador de este misterio está permanentemente presente entre nosotros, para ir proveyendo toda la salvación que se nece­site. No hacen falta ya las intervenciones de antiguo. Se ha sembrado entre nosotros el poder de salvación. Jesús mismo es la Palabra, la semilla, el grano de trigo que contiene todo poder de salvación» (6).

Para el apóstol Pablo, en Jesucristo están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento (Colosenses 2:3), de modo que no pue­de haber otra revelación añadida, que se constituiría automáticamente en «otro evangelio», descalificado desde las premisas de la fe. Lo que resta es ahondar en esas riquezas que son nuestras en Cristo, y llegar a conocerle más y más. Para eso, primero hay que preguntarnos, ¿qué es un cristiano, cómo llegar a serlo, por dónde se comienza? ¿Qué hay que hacer para for­marnos una opinión correcta de su persona, de su vida y de su significado para nosotros?

 

(1). W. H. Griffith Thomas, Christianity is Christ, Longmans, Green, London 21909, p. 8.

(2). Armando Carlini, El dogma cristiano, Escelicer, Madrid 1960, pp. 77-78.

(3). P. Carnegie Simpson, The Fact of Christ, Hodder & Stoughton, London 201935, p. 23.

(4). San Juan de la Cruz, Noche oscura, 22, 5.

(5). Karl Barth, Ensayos teológicos, Herder, Barcelona 1978, p. 99.

(6). Paul Hinnebusch, Historia de la salvación y vida religiosa, Sal Terrae, Santander 1968, p. 125.

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