Reformas religiosas del s. XVI e iglesias latinoamericanas hoy: teología y misión a debate

El periodo colonial fue, por sí mismo, un curioso caldo de cultivo que incubó, por “asimilacion inversa”, para decirlo de algún modo, las ideas que estaban contribuyendo a modificar el rostro de las sociedades occidentales.

20 DE ABRIL DE 2017 · 17:00

Universidad Bíblica Latinoamericana, San José Costa Rica.,
Universidad Bíblica Latinoamericana, San José Costa Rica.

Cátedra de Teología Latinoamericana John A. Mackay, La Reforma y las reformas: aportes inter-contextuales desde América Latina, Mesa temática: Misión pastoral a la luz de la Reforma, Universidad Bíblica Latinoamericana, San José Costa Rica, 20 de abril de 2017

 

Reformas religiosas del s. XVI e iglesias latinoamericanas hoy: teología y misión a debate

(fragmento)

 

Reformas religiosas y procesos sociales en la futura “América Latina”

Las reformas religiosas del siglo XVI, agrupadas bajo el membrete genérico de “Reforma Protestante”, han sido, durante mucho tiempo la justificación de una serie de procesos eclesiales y teológicos que se han desarrollado desde ese mismo siglo en lo que ahora es América Latina. Aun cuando dicha presencia tuvo que afrontar una serie de conflictos, incluso militares, para hacerse más visible y constituirse en un factor real de peso (por ejemplo, la toma de Jamaica por parte de Inglaterra, en 1655), lo cierto es que el “fantasma” del protestantismo, luteranismo o calvinismo asoló durante mucho tiempo las conciencias coloniales. En ese sentido, el periodo colonial fue, por sí mismo, un curioso caldo de cultivo que incubó, por “asimilacion inversa”, para decirlo de algún modo, las ideas que estaban contribuyendo a modificar el rostro de las sociedades occidentales, como parte de procesos más amplios de transformación social, económica y política. Jean-Pierre Bastian, en un texto que parecería lejano en el tiempo, situó muy bien esta presencia-ausencia en el contexto de las mutaciones sociales más amplias.

…tanto por la barrera levantada por la santa inquisición, como por la necesidad de consolidar la Reforma en Europa, pocos serán los intentos de penetración durante el período de dominio marítimo español. Estas tentativas fracasarán rápidamente por la ausencia de un poder naval. Pero a partir del fin del siglo XVI, con la victoria sobre “la invencible armada española” (1588), los ingleses consiguieron la hegemonía sobre los mares, lo que les permitió la conquista de unas islas del Caribe y la colonización de costas inhóspitas casi sin presencia española sobre el continente. Estas tierras bajo dominio británico, holandés o danés, serán la cuna del protestantismo latinoamericano.

Con el ingreso “formal” de las iglesias protestantes o evangélicas al subcontinente, siempre ligado, en su mayoría a proyectos misioneros delineados desde las metrópolis eclesiásticas (a excepción de zonas muy específicas, como el Río de la Plata y algunas más) el discurso religioso de las mismas comenzó a operar con base en esa serie de episodios históricos de manera desigual, debido, sobre todo, a las múltiples interpretaciones de lo que algunos denominan “el legado protestante”. Éste, que ya se había convertido en bandera ideológica que podía ligarse sin mayores problemas a los intereses de las vanguardias criollas o autóctonas que accedieron al poder y contribuyeron a delinear el perfil de las nuevas naciones. Es una nota constante el hecho de que, a mayor o menor presencia de los liberalismos en la región, resultó más accesible o menos posible la instalación de estas sociedades religiosas sectarias que combatirían con tanta intensidad el peso abrumador de la tradición católica en las nuevas sociedades surgidas de las luchas de independencia. Prácticamente ninguna de las constituciones escapó al “designio cultural” de declarar al catolicismo como religión oficial.

Como se recordó recientemente en las celebraciones del bicentenario de algunos de estos movimientos independentistas, la “nota evangélica” (con algún matiz lejanamente alimentado por simpatías hacia el protestantismo) la aportaron, en muchos momentos, algunos ideólogos y legisladores radicales que intetaron hacer presentes sus ideas en los documentos fundadores, pero que escasamente lo consiguieron. Hay que buscar, más bien, el registro de esos impulsos en las minutas o documentos previos a la aprobación de las diferentes constituciones, mediante una labor que aún espera a investigadores atentos a esa realidad histórica oscurecida por los elementos triunfantes. Nuevamente, para el caso de México, hay que recordar las aportaciones de personajes como José María Luis Mora y Valentín Gómez Farías. El primero, como verdadero “padre del liberalismo mexicano”, inspiró y dio paitas para el fortalecimiento de esta ideología incluso desde el exilio, aunque antes había sido colaborador del misionero y promotor de la Biblia James (Diego) Thomson, en fechas tan tempranas como 1827. El segundo, desde la vicepresidencia y presidencia de la República, impulsó muchas iniciativas que incomodaron profundamente a los sectores católicos al atacar sus privilegios y anunciar, con ellas, lo que vendría más tarde con la Constitución de 1857, que fue el primero en firmar, un año antes de su muerte.

El desarrollo de este legado en las llamadas “iglesias históricas” ha tenido un derrotero marcado por los vaivenes ideológicos dominados aún por algunos énfasis de las misiones que les dieron origen, al grado de que incluso esa herencia ha sido vista como algo extraño en muchas de ellas y como algo no necesariamente digno de destacarse. Ante la cercanía de los 500 años de la Reforma luterana en Alemania y de otros movimientos contemporáneos de la misma, se ha reavivado el debate sobre la pertinencia de éstos para la vida presente y la misión de las iglesias latinoamericanas de hoy. Habiendo pasado de ser una presencia casi anecdótica, hasta el punto (en la actuaidad) de ser ya un factor capaz de influir en los resultados electorales, al menos, la discusión sobre la relevancia de estos 500 años de fe cristiana heterodoxa y de su exportación a otras zonas del mundo como la nuestra se vuelve impostergable para obtener un mínimo retrato de la situación religiosa y social presente. […]

 

Una presencia civilizatoria

Durante mucho tiempo las misiones protestantes se asumieron a sí mismas como un conjunto de comunidades que debían realizar una acción eminentemente civilizatoria. El papel de la Biblia y de la lectura resultaban fundamentales como parte de ese proceso cultural y educativo. Se trataba, además, de que las misiones protestantes fueran una especie de “acompañamiento ideológico y doctrinal” de procesos mayores de transformación social, política y económica. No debe olvidarse el papel que desempeñaron muchos misioneros como informantes privilegiados de la situación en los países donde trabajaron, pues su mirada resultaba no solamente confiable sino profundamente crítica de las sociedades hispano-católicas, al experimentar el profundo golpe producido por el contraste entre ambas cosmovisiones. El testimonio de José Vasconcelos en Ulises criollo es elocuente al respecto de la contigüidad amenazante entre las dos religiosidades en la frontera México-Estados Unidos. La literatura mexicana, tan reacia a incorporar los elementos cristianos heterodoxos, también ha observado esa extrañeza. Es el caso de algunos relatos de Hernán Lara Zavala, por ejemplo, aun cuando desde los tiempos de Juan José Arreola, Rosario Castellanos y, más tarde, con Sergio Pitol, ya se esbozaba esa presencia exótica con toques aislados. Lo llamativo de “La querella”, relato de Lara Zavala, es que ocurre en el ambiente maya de Yucatán, un territorio que, si bien ha sido ganado para la causa evangélica, no deja de exhibir peculiaridades sincréticas notables, especialmente por el tratamiento del personaje indígena que abandona el alcohol gracias al protestantismo y por el duelo de estadunidenses que se disputan la fe de los lugareños: el católico Shingle (que “llegó primero”) y el protestante Chapple (que había venido a “sembrar”). La furia del primero por la invasión del segundo es muestra clara de la competencia territorial de tierras y almas:

—¿Por qué no predica con los de su tamaño? ¿Por qué no convence a la gente con criterio? ¿Por qué escoge a quienes no tienen todavía principios religiosos y los soborna con dulces? —me preguntaba Shingle.

Pero la verdad sea dicha luego supimos que Chapple siempre hablaba con los padres de esos niños antes de conminarlos a ir al templo con él y aunque se decía que los convencía con golosinas, canciones y falsas promesas hay que reconocer que esos niños, indígenas todos, pertenecían a familias tan pobres que sus padres no tenían ni para comprarles un dulce. Así que no sólo los niños asistían a los servicios de Chapple. También sus padres. Él había concentrado todo su interés en los más desposeídos, en los abandonados. […]

 

 

Victorio Araya, Leopoldo Cervantes-Ortiz, Elsa Tamez, Vicenta Mamani y Julián Guamán.

Reforma de la religión, reforma de las sociedades

Aunque siempre lo intuyeron o lo afirmaron con varias salvedades, las iglesias evangélicas latinoamericanas, deudoras del énfasis misionero centrado en la transformación individualista de la vida humana, tuvieron una actuación política marcada, paradójicamente, por el apoliticismo. Incubaron, por ello, entre su militancia, un descontento que partía, ciertamente, de los aspectos morales de la vida cotidiana, pero que desembocaba inevitablemente en la crítica de los comportamientos sociales. Como parte del proyecto misionero exógeno, aunque desarrollado a partir de muchas iniciativas de carácter endógeno, el protestantismo latinoamericano recurrió a su banderas teológicas originadas desde el siglo XVI para que, en nombre de una relectura más fresca y activa de las Sagradas Escrituras cristianas, se pasara de un cierta indolencia o aceptación del statu quo prevaleciente, hasta tratar de incidir en las políticas públicas aun cuando no tenían la fuerza numérica suficiente para lograrlo. Su lucha contra el analfabetismo, las bebidas alcohólicas y la inmoralidad matrimonial, por ejemplo, constituyó una forma de avanzada en medio de las diferentes sociedades que las acunaron, a pesar de que la oposición de que eran objeto debido a su extranjerismo las hacía ver como instituciones exóticas que, más bien, intentaban romper el orden religioso y trastocar la estabilidad en ese campo, pues éste era visto como algo intocable por los poderes reales y fácticos.

Con lo dicho hasta aquí, no es que la palabra o el concepto de “reforma” haya sido extraño en América Latina, pues desde los inicios de la conformación nacional, varios países comenzaron a experimentar la necesidad de modernizarse mediante procesos que implicaban golpear los intereses del catolicismo, el cual devolvió, literalmente, golpe por golpe, las transformaciones constitucionales que recibió siempre como agresiones directas en esta materia. El rostro persecutorio e inquisitorial con que reaccionó cada vez que los gobiernos intentaban frenar su excesiva presencia socio-política ocasionó un reforzamiento de las posturas radicales de muchas iglesias evangélicas ya establecidas. En el momento en que éstas fueron clarificando sus proyectos de misión y servicio, la iglesia católica recurrió a la defensa de la “identidad nacional” a fin de frenar el avance de la tolerancia y la diversidad, convirtiéndose así en garante supuestamente absoluto de la misma, a contracorriente de las diversas manifestaciones de la modernización que venían como aluvión desde todos los frentes: políticos y culturales, sobre todo.

Las reformas políticas impuestas por una generación de liberales, imitadores de los elementos ideológicos (y religiosos, aunque ellos no se refirieran así a dicha influencia) de Estados Unidos alcanzaron rango constitucional y, a partir de ello, tuvieron un valor incuestionable en el proceso de reconfiguración de las sociedades latinoamericanas. Cuando, progresivamente, se fueron aprobando leyes de culto cada vez más abiertas, el debate no solamente se amplió, sino que se fue afinando para establecer formalmente los derechos de las personas a escoger sus creencias. […]

Una voz que se alzó, en su momento, para mostrar los elementos culturales comunes y también en cuestión religiosa en el subcontinente, fue la de Carlos Monsiváis, cronista y polígrafo mexicano de formación protestante, quien redefinió la mutación y la desregulación religiosa (Jean-Pierre Bastian) en términos de otra forma específica de “migración” ideológica. En su combate contra el catolicismo enemigo de la laicidad y de la secularización, Monsiváis (como tantos liberales antes que él) no dudó en ver en esa institución la encarnación del rechazo a la modernidad útil, la que podía hacer efectiva en la realidad social, los “postulados ocultos de la Reforma Protestante”:

Cuando la necesidad de consolidar instituciones y vigorizar el proceso educativo obliga en varios países a la separación de la Iglesia católica y el Estado, se produce la gran batalla cultural y política del laicismo. Al triunfar, los liberales ratifican el papel primordial del heroísmo político por sobre los otros a la disposición: el canon de la devoción religiosa (las vidas ejemplares de obispos, párrocos abnegados, beatos, beatas, misioneros) y el canon de las contribuciones artísticas y humanísticas a las Repúblicas. En el territorio de la ejemplaridad coexisten dos formaciones: la católica y la secular., sin que en el siglo XIX se distingan en demasía los procedimientos de una y de otra.

Así, este movimiento religioso signado por la protesta contra los estamentos de una sociedad tradicionalista mantiene una vigencia consecuente con sus postulados originales, aunque a veces a contracorriente de quienes se asumen como sus representantes y herederos. […]

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