La razón de Dios, de Tim Keller

Quienes van por la vida sin hacerse preguntas difíciles sobre el por qué de lo que creen, se verán indefensos ante experiencias traumáticas o al enfrentarse al reto de los difíciles interrogantes de los escépticos.

21 DE ABRIL DE 2017 · 05:00

Detalle de la portada del libro La Razón de Dios, de Tim Keller.,la razón de Dios, keller
Detalle de la portada del libro La Razón de Dios, de Tim Keller.

Un fragmento de “La razón de Dios”, de Timothy Keller (2014, Publicaciones Andamio). Puede saber más sobre el llibro aquí.

 

Mi propuesta es que cada parte involucrada examine la cuestión de la duda de forma radicalmente distinta.

Empecemos primero por los creyentes. Una fe sin dudas es como un cuerpo humano carente de anticuerpos. Las personas que, beatíficamente, van por la vida demasiado ocupadas o indiferentes, sin hacerse preguntas difíciles respecto al porqué de lo que creen, van a verse indefensas cuando sufran una experiencia traumática o se enfrenten al reto de los difíciles interrogantes de los escépticos. La fe personal puede venirse abajo de la noche a la mañana si no se ha ido dando respuesta a dudas propias tras cuidadosa reflexión.

Los creyentes deberían reconocer la existencia de sus propias dudas, esforzándose por darles respuesta –pero no solo las personales sino igualmente las que puedan tener amigos y vecinos–. Ya no basta con suscribir determinadas creencias por tradición heredada. Únicamente la resolución de dudas y objeciones propias van a aportarnos la base necesaria para una creencia firme y ponderada de cara a los escépticos, con respuestas plausibles y razonadas, y no meramente ofensivas o incluso ridículas. Y eso no sería todo. Un proceso semejante sería también importante con vistas a la presente situación en que la que nos vemos, incluso, tras adoptar una postura firme y meditada respecto a la propia fe, enseñándonos a respetar y comprender la situación en que se hallan los que dudan.

Ahora bien, así como los creyentes deberán aprender a buscar razones que respalden su fe, los escépticos deberán asimismo esforzarse por buscar la fe oculta tras sus objeciones. Todo tipo de duda, por muy escéptica y cínica que pueda parecer, supone en realidad una creencia alternativa. No se puede en buena lógica dudar de la Creencia A si no es desde la posición de fe de la Creencia B. Por ejemplo, si pones en duda el cristianismo porque “No puede ser que solo una religión sea la auténtica”, deberás admitir que esa afirmación es en sí un acto de fe. Nadie va a poder demostrarlo de forma empírica y no se trata de una verdad universal que todo el mundo acepte. Si nos llegásemos a Oriente Medio y dijéramos “No puede haber una única religión verdadera”, la reacción general sería “¿Por qué no?”. La razón de que se dude de la Creencia A del cristianismo está en que se tiene por indemostrable la creencia B. Todas las dudas tienen, por tanto, su base en un salto de fe.

Hay quien dice “Yo no creo en el cristianismo porque no creo en absolutos morales. Cada persona debería determinar sus propios parámetros de verdad moral”. ¿Pueden esas personas demostrar la validez de su afirmación de cara a los que no lo comparten? Desde luego que no. Se trata ahí igualmente de otro salto de fe, de una creencia fuertemente arraigada en que los derechos individuales operan no solo en el ámbito de lo político sino igualmente en la esfera de lo moral. No hay prueba empírica que avale semejante postura. De ahí que la duda (respecto a los absolutos morales) sea un salto en el vacío.

A la vista de lo anterior, habrá quien replique: “Mis dudas no tienen nada que ver con un salto de fe. Yo no creo en Dios de ninguna de las dos maneras. Simplemente no tengo necesidad de Dios y no me interesa en absoluto el darle vueltas al tema”. Pero soterrado bajo esas declaraciones está la muy moderna creencia americana en que la existencia de Dios es cuestión de indiferencia a no ser que se interponga o incida en mis necesidades emocionales. El que así se manifiesta está apostando por la no existencia de un Dios que te vaya a pedir cuentas de tus creencias, y de tu manera de conducirte en la vida desde esa carencia de necesidad tuya. Algo que puede o no ser en definitiva cierto, pero que desde luego constituye un salto de fe.

La única forma posible de dudar del cristianismo en buena ley pasará por identificar la creencia alternativa subyacente a cada objeción particular, indicando acto seguido las razones que sustentan la propia postura. ¿Cómo se puede estar seguro de que lo que uno cree es cierto? Sería inconsecuente exigir de las creencias del cristianismo mayor justificación que la que se da respecto a las propias creencias. Sin embargo, ese es reiteradamente el caso. Lo honesto sería dudar de las propias dudas. Mi tesis es que si fuéramos capaces de reconocer que las creencias en las que se fundamentan las dudas respecto al cristianismo tienen una base particular y que deberían aportar las pruebas necesarias que validen la propia postura –tal como se espera de la fe cristiana– se haría evidente que las creencias personales que se puedan tener no son tan sólidas como pudieran parecer en principio.

Recomiendo dos procesos complementarios a mis lectores. Insto, en primer lugar, a los escépticos a enfrentarse y luchar con una “fe ciega” no examinada sobre la que se asienta el escepticismo, y ver entonces cuán difícil es justificar su postura de cara a los que no la comparten. E insto igualmente a los creyentes a hacer frente a las objeciones personales que puede que le hagan a su fe y a las que se estén suscitando el presente momento cultural.

Al final de cada uno de esos procesos –y aun cuando pueda ser que te ratifiques en tu escepticismo, o que, en el otro extremo, sigas firme en tu fe– serás capaz de ver con mayor claridad y humildad cuál es, en realidad, tu postura de fondo. Creo que entonces se producirá una comprensión y un respeto mutuo no existentes con anterioridad. Creyentes y no creyentes por igual estarán al nivel de las respectivas discrepancias, en vez de tan solo denunciarse entre sí. Eso se hará realidad cuando cada parte conozca la argumentación contraria en su vertiente más positiva y razonada, y tan solo entonces será oportuno y honesto mostrarse en desacuerdo según propia argumentación. El resultado general sería una mayor convivencia cívica, lo cual no es una pequeña hazaña en la sociedad actual.

 

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