Las claves de la Reforma y la Contrarreforma, de Teófanes Egido (II)

Teófanes Egido traza un ágil panorama del surgimiento y la evolución del movimiento que encabezó el monje agustino alemán.

17 DE MARZO DE 2017 · 10:40

Teófanes Egido.,
Teófanes Egido.

En el capítuo “Lutero y el luteranismo”, Teófanes Egido traza un ágil panorama del surgimiento y la evolución del movimiento que encabezó el monje agustino alemán.

Para ello, primeramente se desembaraza de la figura hercúlea del personaje idealizado desde que, aún en vida, ocupaba febrilmente la imaginación de cientos de personas que soñaban con una iglesia nueva y más fiel al Evangelio. Las miradas protestantes lo presentaban como “el nuevo evangelista, transmisor de la fe verdadera frente al corruptísimo papado del anticristo” (p. 21).

A su vez, la iconografía católica se ocupó, muy al inicio, de atacar ese flanco que sería el culto a la personalidad en el medio religioso heterodoxo. Se fabricó así, señala, “el estereotipo del monje libidinoso y soberbio” que apareció en tratados de Enrique VIII, de Ginés de Sepúlveda, o en caricaturas que respondian a los feroces ataques que llegaban desde Wittenberg.

Por otro lado, y más allá de los conflictos estrictamente religiosos, la imagen de Lutero también se politizó y fue utilizada por todos, desde los príncipes territoriales hasta las oligarquías urbanas, pasando, claro está, por los papas y emperadores. Lo mismo acontecería “en guerras religiosas, nacionalismos posrománticos” y en “nacionalsocialismos” fanatizados.

Egido reconoce, entonces, el papel pionero de la obra de Lucien Fevbre, Martín Lutero, un destino (de 1927, traducido en México hasta 1956). Este célebre historiador francés contribuyó a desmitificar a Lutero y a encuadrarlo más en sus circunstancias, en su contexto y en las mentalidades colectivas de su tiempo.

 

Libro de Lucien Febvre, edición mexicana

Con ello en mente, “los caminos de la reforma” se perfilan un tanto más claros para exponer los detalles de su vida: su relación con la devotio moderna y con la mística alemana, por ejemplo, aparecen como una suerte de normalidad en la existencia de un fraile como todos los demás. Sus tareas académicas como profesor de Biblia (particularmente de las cartas a los Romanos y a los Hebreos) precedieron el escándalo de las indulgencias.

Y explica: “Prevalece, no obstante, en esta fase de su magisterio la hostilidad contra el sistema escolástico sobre la crítica a las estructuras de la Iglesia. Su reforma pretendida, entonces, con éxito en la universidad, era una reforma de la teología, no de la Iglesia, y en otra de tantas batallas de escuela se habrían quedado de no haber mediado el episodio de las indulgencias” (p. 24, énfasis agregado).

He ahí el tránsito fundamental que derivó en la lucha que llevaría a Lutero a consagrarle toda su vida y energías: trasladar al ámbito de la realidad eclesiástica y social lo que pareceía destinado a los debates doctrinales casi inútiles.

Su carácter de académico se vio acicateado por una exigencia moral y espiritual que lo obligó a salir de las aulas para verse las cara con los dignatarios de la iglesia a fin de plantear los cambios que consideró necesarios y urgentes.

El acto rutinariamente universitario de convocar a debatir sus tesis sobre un tema concreto se convertiría en un amplio llamado a traspasar la separación entre espacios y extender la discusión hacia otros planos.

Se caracteriza el conjunto de tesis de una manera muy atinada: “Son un alegato contra ideas aberrantes de la penitencia, contra formas groseras de entender la teología redentora de la cruz, contra injerencias humanas en dominios de Dios y contra seguridades de salvación que no eran tales en su opinión” (p. 26).

La descripción de la respuesta de Roma y sus instancias es puntual y se deja constancia muy bien de los avances que Lutero se vio llevado a realizar para que en relativamente poco tiempo, y gracias sobre todo a la imprenta, alcanzara prácticamente a toda Alemania.

 

La Biblia de Lutero.

Según Egido, la curia pontificia no pudo entender el lenguaje del fraile sajón. Al ser excomulgado en junio de 1520, la ejecución de la bula reveló la antipatía hacia la escolástica y hacia los cuerpos canónicos eclesiásticos.

Las palabras de Lutero al quemar la bula fueron duras y sentenciosas: “Que el fuego te atormente a ti, que has atormentado a la verdad divina”. Ya como proscrito oficialmente, el camino de Lutero es de sobra conocido: se vio al frente de una revolución que no imaginó y que mezclaba elementos sociales que se habían incubado con el paso del tiempo.

Abanderado del cambio religioso, también lo fue de una protesta nacionalista contra el control de la vida eclesiástica extraterritorial. “Sus libros, directos y cálidos, eran el reverso de los tratados eclesiásticos habituales” (p. 28).

La “actividad literaria desbordante” del reformador sumaría muy pronto un conjunto cada vez más llamativo y pertinente para el movimiento en marcha. Como un auténtico tour de force, sus publicaciones se fueron acumulando pasmosamente: Manifiesto a la nobleza cristiana de Alemania, Sobre el papado de Roma, La cautividad babilónica de la iglesia y La libertad del cristiano, hicieron de 1520 un año pródigo en reflexiones teológicas que marcaron la pauta de lo que vendría después.

La última, redactada “cuando todavía podían concebirse esperanzas de inteligencia con Roma […], que toca las cimas místicas del intercambio divino con lenguaje nupcial” (p. 30). A ellas hay que agregar el Comentario al Magnificat, de 1521, más cristocéntrico que mariológico, por si aún quedaban dudas. Sin olvidar, claro está, ese monumento fundador de la lengua germánica, la traducción del Nuevo Testamento.

 

Portada de La libertad del cristiano.

Mientras tanto, acota el autor, Lutero debía enfrentar tareas más prácticas (e impensables pocos años antes): someter impulsos radicales de sus allegados, anatematizar a Müntzer, a los campesinos sublevados, a los anabautistas, a Zwinglio, etcétera.

Todas ellas, tareas para las cuales no necesariamente estaba preparado, pero que lo ocuparon arduamente. Su polémica con Erasmo en 1525, año álgido en verdad, “fue una de las más serias y reveladoras de las fragilidades del pensamiento del reformador”.

La suerte estaba echada: quedaba por delante la titánica labor de expandir e institucionalizar el movimiento evangélico, tal como apunta el autor. La primera parte fue sorprendente, por lo que comenzaría a configurarse inevitablemente un conjunto de iglesias necesitadas de organización. Las nuevas iglesias territoriales serían confiadas a prínicipes y magistrados no siempre bien avenidos con los asuntos espirituales.

La imposición de la Reforma como acto político acarrearía formas inéditas de implantación eclesial. Habría que negociar duramente con los consejos, las oligarquías y los diferentes sectores de la población para reconfigurar el rostro religioso de lo que alguna vez fue la Cristiandad. La secularización en germen se asomaba como un factor ya ineludible.

La Paz de Augsburgo (1555) fue precedida por múltiples intentos de acuerdos (como los coloquios de Haguenau, Worms y Ratisbona, en 1540-1541, en donde participaron Melanchthon, Calvino y Bucero, entre otros) y por la muerte de Lutero (en 1546).

Ya fijado el mapa confesional de Alemania, se limitó hasta cierto punto al luteranismo para que, el calvinismo, con mayor espìritu misionero, tomara el relevo. Los resultados de las negociaciones estaban a la vista, pero algunos de ellos quedarían muy lejos de las intuiciones originales del reformador de Sajonia.

Los beneficiarios de la reforma luterana (y de la potestad eclesiástica) serían los príncipes y magisrados urbanos luteranos, en términos predominantemente materiales. Pero el núcleo duro de la Reforma sería retomado en otros espacios geográficos y confesionales.

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - Ginebra viva - Las claves de la Reforma y la Contrarreforma, de Teófanes Egido (II)