“A Dios por el ADN”, de Antonio Cruz

Si las investigaciones parten de la base de que Dios no existe y no se ha producido el gran milagro de la creación del cosmos, todas las conclusiones a las que se llegue serán siempre materialistas. Un fragmento de “A Dios por el ADN”, de Antonio Cruz (2017, Clie).

16 DE MARZO DE 2017 · 21:10

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Detalle de la portada del libro.

Un fragmento de “A Dios por el ADN”, de Antonio Cruz (2017, Clie). Puede saber más sobre el libro aquí.

 

Introducción

La época en que tuvo lugar la Revolución científica suele asociarse principalmente a los siglos XVI y XVII ya que fue en ese período en el que los nuevos conocimientos en astronomía, química, física, biología, zoología, botánica y medicina cambiaron las antiguas concepciones medievales acerca de la naturaleza y sentaron las bases de la ciencia moderna. Es necesario traspasar más de tres siglos de historia para traer al presente el pensamiento de algunos de aquellos sabios que, a pesar del tiempo transcurrido, coincide bien con lo que pretende este libro.

 

Antonio Cruz.

Veamos, por ejemplo, lo que creía el gran astrónomo alemán, Johannes Kepler (1571-1630), maravillado ante la evidente inteligencia que observaba en la naturaleza: «Es inminente el día en que nos será dado leer a Dios en el gran libro de la Naturaleza con la misma claridad con que lo leemos en las Sagradas Escrituras y contemplar gozosos la armonía de ambas revelaciones» (1). Pues bien, esta profecía del gran genio, que descubrió los secretos de la órbita de los planetas, se está cumpliendo plenamente en nuestro tiempo. La misteriosa y compleja información contenida en el ADN, que se transmite mediante sofisticados mecanismos moleculares haciendo posible la increíble diversidad de la vida, así como el singular origen y ajuste fino del universo o las peculiares propiedades de las partículas elementales de la materia, que dependen de la presencia de un observador externo a la misma, todo sugiere poderosamente la existencia de esa mente inteligente previa.

De la misma manera, el genial físico inglés, Isaac Newton (1642- 1727), estaba convencido de que el objetivo último de la ciencia era desvelar el propósito de Dios en la naturaleza. Y, en una carta que escribió, el día 10 de diciembre de 1692, a su amigo Richard Bentley, le manifestó: «Cuando escribí mi tratado acerca de nuestro Sistema (los Principia), tenía puesta la vista en aquellos principios que pudiesen llevar a las personas a creer en la divinidad, y nada me alegra más que hallarlo útil a tal fin» (2). ¿Qué diría Newton en la actualidad ante los últimos descubrimientos acerca del ajuste fino del universo y la teoría del Big Bang? Si la sola fuerza física de la gravedad le motivaba para levantar los ojos a los cielos y reconocer la infinita sabiduría del Creador, ¿cómo le alabaría hoy al conocer la exquisita precisión matemática de todas las constantes que permitieron la creación del cosmos? ¿Acaso no seguiría divulgando tales descubrimientos para motivar a las personas a creer en Dios?

Otro de los grandes pensadores del siglo XVIII fue el naturalista sueco, Carlos Linneo (1707-1778), quien estableció los fundamentos de la moderna taxonomía. Mediante su sencillo esquema de la nomenclatura binomial sentó las bases para la clasificación científica de todos los seres vivos. Nos autodenominamos Homo sapiens porque él nos incluyó en dicho género y especie, en el año 1758. A animales como el lobo o el jabalí, les llamó respectivamente, Canis lupus y Sus scrofa, y todavía hoy la ciencia sigue respetando tales nombres. Pues bien, en la introducción a la treceava edición de su Systema Naturae – inmensa obra en la que intentaba, según sus propias palabras, clasificar la creación de Dios–, Linneo escribió: «He visto a Dios de paso y por la espalda, como Moisés, y he quedado sobrecogido, mudo de admiración y de asombro… He acertado a descubrir sus huellas en las obras de la creación y he visto en todas ellas, aun en las más pequeñas, aun en las que parecen nulas, que hay una fuerza, una sabiduría y perfección admirables…» (3). Linneo fue durante toda su vida un cristiano convencido de que el propósito fundamental de la creación es la gloria de Dios.

 

Portada del libro.

En realidad, la lista de los primeros investigadores creyentes es muy larga. Los fundadores de la ciencia moderna (Copérnico, Galileo, Descartes, Pascal y otros muchos, además de los mencionados anteriormente) fueron personas interesadas en la teología, que entendieron su ciencia como la tarea humana imprescindible para descubrir la racionalidad impresa por Dios en la creación. Es verdad que vivieron en un tiempo en el que casi todo el mundo en Europa era oficialmente cristiano. No obstante, lo cierto es que todos ellos tenían un elevado interés –muy superior al de la media de las personas de su época– por las cuestiones religiosas. Según lo que explican sus biógrafos y lo que ellos mismos escribieron, la afición a investigar el mundo natural era consecuencia del apego a su cosmovisión cristiana personal.

Esto nos lleva a la convicción de que la ciencia no es enemiga de la fe sino su mejor aliada puesto que ambas buscan la verdad. El conflicto apareció en el siglo XIX –sobre todo después de la aceptación de la teoría darwinista–, cuando la labor científica se supeditó al materialismo metodológico. Es decir, a la suposición de que en el universo únicamente pueden operar las solas causas materiales y naturales; que la materia se ha hecho a sí misma; que no existe nada más allá de las partículas elementales y las leyes físicas o que los milagros no son posibles ni hay agentes sobrenaturales. Lógicamente, si las investigaciones parten de la base de que Dios no existe y no se ha producido el gran milagro de la creación del cosmos, todas las conclusiones a las que se llegue serán siempre materialistas. Esto lo reconoce muy bien el biólogo evolutivo estadounidense, Richard Lewontin: «Nos ponemos del lado de la ciencia (…), porque tenemos un compromiso anterior, un compromiso con el materialismo. (…) No es que los métodos de la ciencia nos obliguen a aceptar una explicación materialista (…). Más allá de eso, el materialismo es un absoluto, pues no podemos dejar que un Pie Divino cruce la puerta» (4). El problema es que dicho «compromiso con el materialismo» no es ciencia sino, más bien, una ideología previa que se impone desde afuera al método científico. Ahora bien, ¿qué ocurre cuando el estudio de la naturaleza, a pesar de haberse realizado desde esta perspectiva materialista, evidencia diseño inteligente previo?

Desde los días de Darwin hasta hoy, el evolucionismo ha venido afirmando que el claro diseño que muestra la naturaleza y los seres vivos que la conforman, es solo «aparente» ya que se habría originado a partir del azar y la necesidad. Las mutaciones casuales en las moléculas de ADN, seleccionadas por el medio ambiente, serían las únicas responsables de semejante apariencia de diseño. Sin embargo, durante las últimas décadas se ha venido acumulando evidencia científica que permite pensar que la vida en la Tierra, en su nivel bioquímico fundamental, es el producto de la actividad inteligente. Semejante diseño se deduce de manera natural a partir de los datos mismos de la ciencia y no de ningún libro sagrado o alguna creencia religiosa. Durante los últimos cincuenta años, la bioquímica ha venido desvelando silenciosamente las misteriosas entrañas de la vida y ha descubierto mecanismos liliputienses (nanomáquinas), inimaginables en el tiempo de Darwin, que funcionan a la perfección dentro de las células, realizando sofisticadas tareas de ingeniería. La tecnología humana ha inventado algunas de tales máquinas solo recientemente. No obstante, otras muchas funcionan con energías que aún no se saben utilizar.

El diseño real se puede detectar en estas estructuras celulares porque una gran cantidad de componentes autónomos, que interactúan entre sí, están ordenados de tal manera que realizan una función que trasciende a los propios componentes individuales. Y cuantos más específicos son estos componentes o piezas individuales para producir una determinada función, más evidente resulta concluir que ahí hay diseño y planificación previa. La configuración deliberada de componentes que existen en tales mecanismos bioquímicos solo se puede explicar mediante el diseño realizado por una mente inteligente.

El bioquímico estadounidense Michael J. Behe –uno de los principales representantes de la teoría del diseño inteligente– pone el siguiente ejemplo que puede ser útil para entender esta idea de detección del diseño. Aunque es un poco largo, creo que vale la pena leerlo: «Supongamos que, con nuestro cónyuge, recibimos a otra pareja un domingo por la tarde para una partida de Scrabble. Cuando termina el juego, salimos de la habitación para descansar. Al regresar encontramos las letras del Scrabble en la caja, algunas boca arriba y otras boca abajo. No le damos importancia hasta que notamos que las letras que están boca arriba dicen: LLÉVANOS A CENAR, TACAÑO. En este ejemplo inferimos diseño de inmediato, sin siquiera molestarnos en pensar que el viento, un terremoto o el gato pudieron disponer las letras de modo fortuito. Inferimos un diseño porque varios componentes autónomos (las letras) están ordenados para cumplir un propósito (el mensaje) que ninguno de los componentes podría cumplir por sí mismo. Más aún, el mensaje es muy específico; si cambiáramos varias letras, sería ilegible. Por la misma razón, no hay una ruta gradual hacia ese mensaje: una letra no nos proporciona parte del mensaje, unas letras más no nos dan más mensaje, y así» (5). En efecto, resulta posible detectar diseño inteligente aunque no sepamos nada acerca de quién fue el diseñador.

 

(1) Kepler, J., Astronomia Nova, 1609 (citado en J. Simón, 1947, A Dios por la Ciencia, Lumen, Barcelona, p. 9).

(2) Turnbull, H. W. (ed.), The Correspondence of Isaac Newton, vol. 3, Cambridge University Press, Cambridge 1961, p. 233.

(3) http://creyentesintelectuales.blogspot.com.es/2014/07/carlos-linneo.html

(4) Lewontin, R., «Billions and billions for demons»: The New York Review (9 January 1997) 31.

(5) Behe, M. J., 1999, La caja negra de Darwin, Andrés Bello, Barcelona, p. 241.

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