Tiempo de reunir libros

No hay una justificación mayor para este artículo que compartir unas obras que han sido importantes para mí, que han supuesto descubrimientos genuinos y un placer literario que en ningún caso se nos ha prohibido.

24 DE SEPTIEMBRE DE 2015 · 21:55

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Dice el Eclesiastés que hay un tiempo para juntar piedras, y otro tiempo para esparcirlas. En la actualidad, me encuentro en ese tiempo en el que toca reunir lecturas, juntar documentación, cambiar perspectivas y tomar impulso. No quería dejar pasar este período sin hablar de tres libros que han pasado a formar parte de mi biblioteca más personal.

No hay una justificación mayor para este artículo que compartir unas obras que han sido importantes para mí, que han supuesto descubrimientos genuinos y un placer literario que en ningún caso se nos ha prohibido. Pero si tuviera que buscarme una justificación para estas líneas, diré que también anticipan algo de lo que voy a hacer a lo largo de este próximo curso: recomendaciones radiofónicas de libros en forma de podcast para Radio Bonanova y El Prat Ràdio, con lo que podré disponer unos minutos cada semana de hueco para la dispersión intelectual. En fin, todo a su tiempo. De momento, aquí van tres recomendaciones; no ha sido hasta que no las he repasado y ordenado que no he visto que comparten una temática muy del Eclesiastés: la preocupación por la vanidad.

 

1.- Ritual en la oscuridad, Colin Wilson. Libros del Silencio, 2011

Estos son, a grandes rasgos, los antecedentes de Colin Wilson:

 

The Beat generation and the Angry Young men.

1. Los Angry Young Men fueron unos escritores británicos que, si bien llamaron la atención en los años cincuenta del siglo pasado, con el tiempo acabaron por hartarse de protestar para desarrollar sus carreras en solitario, obteniendo mayor o menor fama pero una profundidad notable. Entre esos jóvenes explosivos y rabiosos estaban Alan Sillitoe (anticipo que un próximo artículo irá sobre su impresionante autobiografía), Kingsley Amis, Philip Larkin, Bernard Kops, John Osborne, Harold Pinter, y el señor Wilson (que falleció en 2013). Él y otros integrantes de esta hornada estaban más interesados en la filosofía y en la exploración de los “valores religiosos” (según Protest, texto del de Leicester) que en los cambios sociales y políticos y en la lucha por la igualdad de clases, razón por la que eran conocidos estos jóvenes. Su aparición tendió un puente que favoreció la trashumancia beat entre los Estados Unidos y Gran Bretaña.

2. A Wilson le atraían además la metafísica y el ocultismo. Escribió una biografía sobre Aleister Crowley. Escribió tratados sobre la telepatía, la cábala y el existencialismo. Le fascinaba Jack el Destripador. Era extremadamente prolífico y ameno. Tuvo un empuje crítico en sus inicios muy destacado, pero pronto fue condenado al ostracismo. Escribió Ritual en la oscuridad a los dieciocho, cuando trabajaba en una fábrica, aunque no fue hasta la publicación de The Outsider, unos pocos años después, cuando se atrevió a enseñarlo, habiendo pasado en un espacio de tiempo reducido por los elogios y el vapuleo de la crítica. La revista Time lo encumbró y luego lo empujó para que cayera al suelo en el mismo período: 1956. Ese primer libro publicado es un interesante análisis sobre el ser humano aislado de la sociedad, dentro de la obra de Dostoyevski, Camus, o Herman Hesse.

Ritual en la oscuridad, en cambio, es una especie de viaje iniciático a través de los impulsos más sombríos de la humanidad. En esta novela se narra la fascinación de Gerard Sorme, un aspirante a escritor lleno de frustraciones, por el tipo de vida y la aparente seguridad de Austin Nunne, un bohemio chiflado que esconde inquietantes secretos. Al mismo tiempo, en el barrio de Whitechapel donde vive Gerard, se produce una serie de crímenes aterradores. A medida que el chico descubre el universo de Nunne compuesto entre otros por: su tía Gertrud que acoge por igual a artistas y testigos de Jehová, la prima actriz y alegre, y un pintor muy angustiado... Sorme encuentra pistas que le conducen a la resolución de los crímenes y le llevan a un cautivador torbellino moral: no solo razona sobre las escandalosas aficiones de Nunne, sino que también lucha contra la idea de la justificación de los vicios y la crueldad. En las páginas de Wilson se bebe mucho té, se camina bajo la lluvia, se sobrevive a incendios y a charlas de alto nivel intelectual en las tabernas del Londres de la época.

 

Colin Wilson

Más allá de todo esto, tenemos en este libro a un personaje verdaderamente insólito. Se trata del padre Carruthers, antiguo profesor de Nunne, que vive en su buhardilla esperando el fin de sus días, permanentemente cansado junto a la chimenea pacientemente conservada, rodeado de libros y conspiraciones formadas alrededor de San Juan de la Cruz (algunas ideadas por él), además de otros temas incómodos. Pero no es un sacerdote de teología desvirtuada por la erudición, sino por los continuos rodeos alrededor del mismo dilema: proteger o no a Nunne de su moral distorsionada y de sus perversiones que van cada vez a peor, pues con esas perversiones aumenta la fascinación del protagonista por quien las comete.

El perspicaz sacerdote advierte a Gerard sobre los hábitos tendentes al dramatismo, ofrece más preguntas que respuestas, insiste un poco para que se convierta al catolicismo y repite al muchacho que no debe fiarse de aquellos que buscan un mero orden moral en la vida, pretendiendo pasar por ella sin experimentarla. Y aquí está uno de los puntos claves de la novela, situada en una época inmediatamente anterior a la eclosión del uso de las nuevas drogas sintéticas, en una plena ruptura con la antigua forma de vida conocida. Hoy, como lo hizo gran parte de aquella generación de jóvenes airados y mezclados con los beats, hablamos con ligereza de un “aumento de la realidad”, presumimos de conocer una amplia variedad de experiencias (sin llegar a vivirlas), obtenidas a través de lo que consumimos en el terreno audiovisual o en el populismo social. Pocos habitantes del mundo occidental hemos vivido de cerca alguna guerra o el hambre. Cambiamos nuestra definición de lo que es “el mal” con notable rapidez, casi sin capacidad para asimilar lo que ese mal significa. Asistimos en nuestra cómoda forma de vida a nuevos tabúes: el fracaso, por ejemplo; lo espiritual, también. Para muchos que están a nuestro alrededor la vanidad sencillamente no existe. Nos hemos acostumbrado a negar la presencia del peligro: “eso sucede en lugares más atrasados”, o “sois muy afortunados por vivir donde vivís”, suele decirse a las nuevas generaciones. Hemos aprendido como nunca antes a llevar nuestras fantasías a terrenos nunca pensados, y cuando comprobamos que esas fantasías no nos satisfacen, pretendemos que encajen en una realidad que se ha tornado complicada en exceso, que resulta difícil de definir. Vivir una fe, mantener creencias, plantearse cada cosa de lo que sucede... sí, pueden ser un tabú apropiado para el siglo XXI, pero no parecen elementos que pertenezcan a rituales completos en la oscuridad. Todo puede ir a peor, y hemos progresado mucho, es cierto; sin embargo, nos encanta dormir.

Dice Gerard Sorme hacia el final de la novela que “tienes que dejar de vivir como un mal actor en una obra teatral de segunda categoría. De alguna manera, tienes que empezar a vivir como es debido. Y sucede que la existencia humana se compone en su mayor parte de tabúes, leyes y reglas. De manera que lo primero que hay que hacer, si uno quiere empezar a vivir plenamente, es romper las leyes y las reglas. Esa es la sensación que tienes”. Este inconformismo, esta falta de alucinación ante lo que sucede es clave para estos pretendidamente nuevos tiempos que ahora vivimos.

 

2.- Young Austerlitz, W. G. Sebald. Penguin, 2005

Las imágenes más poderosas de mi infancia tienen que ver con trenes y estaciones. No fue hasta que cumplí trece que tuvimos un coche que permitiese el recorrido Málaga - Arjonilla - Málaga que realizábamos varias veces al año para visitar a mi familia paterna. Contábamos con un Seat amarillo de tercera mano que sobrevivió a las inundaciones de mi ciudad a principios de los noventa; pero amenazaba con calentarse y derretirse en cualquier momento, y era preferible usarlo en el centro, para recurrir al transporte público y encontrar pronto un taller llegado el caso. Desde entonces, todos los sueños que he tenido conduciendo un coche (no tengo carnet de conducir) se han producido en aquel curioso utilitario.

 

Shebald.

Pero hablaba de los trenes y de las estaciones, de cuando los viajes no se hacían largos (aunque lo eran), se conocían personajes extravagantes, se comían bocadillos de chorizo y la expansión y apertura al exterior de Europa parecía que debía pasar por la alta velocidad. De cuando las vías de tren eran un verdadero progreso.

También la llegada de un tren a una estación marcó la infancia del joven Austerlitz. La breve narración de la estancia en Gales (que me recordaba a su vez un relato de Dylan Thomas y una canción de John Cale sobre la Navidad de un muchacho en la región - https://youtu.be/r9IKnVVRsmk) es el episodio que más me conmovió de la novela de W. G. Sebald (Austerlitz), una pequeña gema dentro de un libro que muestra cómo la identidad y la historia de los primeros quince años de un hombre se han desintegrado al volver a Praga y comprobar que no queda nada allí de sus primeros años, que el paso del nazismo por Checoslovaquia ha arrasado con la memoria sin necesidad de instalar un campo de concentración; lo que nos lleva a darnos cuenta, entre otras cosas, de que los horrores derivados de un conflicto sacuden los cimientos de una sociedad, nos identifiquemos con ella o no; que incluso los espectros insistentes y los desaparecidos pueden perder su patria.

 

Young Austerlitz.

Uno de mis cumpleaños recibí este relato incluido dentro de la novela en una sencilla edición de Penguin, editado como parte de una colección conmemorativa del 70º aniversario de la editorial. No he releído otros fragmentos del texto completo (aunque estoy deseando encontrar un hueco para regresar a él, como el mismo Austerlitz regresa a la comodidad de un andén), si bien he repasado este episodio en contadas ocasiones. Sebald estaba especialmente orgulloso del fragmento, ya que en cierto modo sintetizaba su temática habitual y su estilo narrativo: el arraigo a un lugar, o a un objeto, que en esta ocasión contienen una apariencia volátil, el humo de la estación en la vida ociosa tan europea, y las alas de los insectos tan comunes en su afición a la entomología.

El modo en que una persona encaja y entiende su infancia determina gran parte de su carrera. La de Austerlitz en Gales está relacionada con la voz y la elocuencia de Elias, predicador metodista de un pueblo apartado del mundo, que acaba abatido ante la lectura de Jeremías; Austerlitz asocia el andén de un tren a sus padres adoptivos, también al descubrimiento de que una parte sustancial de su memoria primera, de su infancia en un país extranjero, es fruto de una mentira.

Este desconcierto que resulta de no poder conocer su pasado le conduce a una visión errática de sí mismo y de Europa, una oscuridad como la de la sombra entre las ruinas, un vacío en un futuro incierto del que, como mucho, solo podemos intuir una arquitectura, un andamiaje. Me acuerdo de la cita que el ucraniano Yuri Andrujovich emplea para su Revisión Centroeuropea, tomada de un niño llamado Gabriel: Las personas se mueren, pero su esqueleto vive para siempre.

 

3.- Los náufragos del Batavia. Anatomía de una masacre, Simon Leys. Acantilado, 2011

Una de las cosas que más me gustan (y me pierden) de explorar las bibliotecas municipales es que a menudo me encuentro con pequeñas joyas inesperadas, escondidas entre las referencias y las letras adyacentes. Una de ellas fue el relato que Simon Leys realizó sobre la catástrofe del Batavia, una especie de Titanic del siglo XVII y orgullo de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales, que naufragó cerca de Australia en su viaje a Java. Entre los supervivientes del navío (hundido con tesoros de gran valor) se encontraba un exboticario con tintes de psicópata, de nombre Cornelisz, que empujó a los náufragos a una brutal escalada de crímenes y desató el terror en el archipiélago de los Abrolhos, formados esencialmente de arena y pozos de agua dulce. En ochenta páginas fascinantes, el escritor belga desentraña la personalidad de los protagonistas de la historia y analiza con precisión los hechos de esos meses transcurridos desde el hundimiento (del 3 al 4 de junio de 1629) hasta el rescate de los últimos náufragos. El claro mensaje va encerrado en una cita de Edmund Burke: “Para que triunfe el mal solo hace falta que la buena gente no reaccione”. Y de fondo, como caudal, dejó el verso de Eurípides que se encuentra en Ifigenia en Táuride: “El mar lava todos los crímenes de los hombres”. Una frase que nos recuerda a la del profeta Miqueas, pero transcurriendo por vías distintas de pensamiento.

 

Simon Leys

El librito contiene indagaciones sobre personajes tan oscuros e interesantes como el pintor Torrentius, el sobrecargo Francisco Pelsaert, o el patrón del pecio, Ariaen Jacobosz. Para quienes disfrutamos y aprendemos con los relatos de exploración geográfica tomados como base para la exploración del alma humana, es un texto más que recomendable, pues tiende con excelencia puentes entre la composición de la sociedad de la época y los argumentos sobre aquello que forma una civilización contemporánea:

“Una sociedad civilizada no es necesariamente una sociedad que tiene una proporción menor de individuos criminales y perversos (esta proporción es probablemente casi constante en todos los grupos humanos), sino aquella que simplemente les brinda menos oportunidades de manifestar y de satisfacer sus inclinaciones”.

Pero si por algo quiero destacar aquel trabajo de Leys (cuyo nombre verdadero fue Pierre Ryckmans, y falleció en agosto de 2014) es por su asombroso prólogo. En él nos lanza una inquietante advertencia: “¿Se os ha ocurrido una idea magnífica con la que soñáis escribir un libro? No corráis en llevarla a la práctica; no hace falta, pues podéis estar seguros de que, tarde o temprano, a algún otro se le ocurrirá la misma idea... y hará de ella un uso perfecto”. Durante dieciocho años, Leys trabajó e investigó en profundidad el suceso, tomando ingentes notas, viajando a aquellas islas deshabitadas, atento a todo lo que se publicaba sobre el tema, planificando hasta la obsesión el modo de abordarlo. Comenta que cada vez que salía un libro sobre el Batavia la tensión y el nerviosismo crecían, para bajar cuando veía que el autor no iba por el mismo camino que él, o pecaba de falta de minuciosidad, o erraba en las conclusiones. Hasta que llegó Mike Dash y publicó un libro que desmoronó las aspiraciones de Leys.

Entiendo perfectamente esa frustración, ese temor a que tu texto se vuelva intrascendente, no por incapacidad creadora, sino por llegar demasiado tarde. Cuando uno trabaja en un libro, el miedo al naufragio es constante: se combate una presión interna, indudablemente; pero también puede darse una presión que resulta de ese miedo a que otro “se te adelante”, a que una idea quede desintegrada y sepultada por una pícara novedad que se ha anticipado.

Tratas de convencerte a ti mismo de que no pasa nada si alguien “ya lo dijo antes”. Sin embargo, ante la mínima sospecha de que tu libro lo ha escrito alguien corres a la librería más cercana para comprobarlo. Por no hablar de la sensación, totalmente falsa, de que el mundo gira oportunamente alrededor del tema que estás tratando, para convertirte en el único experto con voz autorizada. Con este panorama, Leys hace algo muy coherente y honesto (adjetivos insólitos entre escritores): admite que ha sido tocado (pero no hundido) y que ya no tiene nada que decir al respecto, da forma a sus notas y a su documentación, y arma una especie de guía con la esperanza de inspirar al lector para que este se aventure a entrar después en el libro de su compañero. Es decir: se da cuenta de que para sortear esta dificultad no se trata de llegar primero, sino más bien de llegar lo más hondo posible. Además del hecho de que cualquier libro siempre nos conducirá de inmediato a otro.

Actualmente el Batavia está cubierto de jirones y bocadillos de coral, mientras que la zona en la que se hundió se emplean como campamentos marinos para las temporadas de pesca de langosta.

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - Preferiría no hacerlo - Tiempo de reunir libros