El asombro del perdón, de José de Segovia

Cuando le preguntas a alguien si ha encontrado a Jesús, te puede contestar como Forrest Gump al teniente Taylor: “No sabía que tenía que buscarle”. El Evangelio es la respuesta, pero ¿cuál es la pregunta? Cristo es el Salvador, pero ¿en qué sentido estamos perdidos?

18 DE SEPTIEMBRE DE 2015 · 15:20

Detalle de la portada del libro. ,josé de segovia, el asombro del perdón
Detalle de la portada del libro.

Un fragmento de "El asombro del perdón", de José de Segovia (2011, Andamio). Puede saber más sobre el libro aquí

 

¿Cuál es el principal problema del mundo hoy? Los que piensan en términos globales, nos apuntan al actual estado del planeta, tanto ecológica como económicamente. Se dice que el Sunday Times hizo una vez también esta pregunta a sus lectores. Las respuestas –como se pueden imaginar– fueron de lo más variopintas. Hasta que un día el escritor G. K. Chesterton envió al periódico su respuesta, que –aunque breve– sigue siendo sorprendente: “Estimados señores, el problema soy yo”.

Hay muchas ideas sobre cuál es el principal problema de la humanidad, pero todas señalan a algo fuera de nosotros mismos. Sea la guerra, el cambio climático, los problemas económicos o la injusticia mundial. Admitimos que el ser humano puede ser causa de estas cosas, pero la impresión que damos es que esto siempre se puede solucionar con un cambio de actitud, una nueva dirección política, leyes más justas o incluso marchas de protesta y acciones semejantes. Historias como las de Dogville nos muestran que el problema es mucho más profundo…

 

José de Segovia.

La tragedia de la humanidad no es una mera cuestión social o política. No depende de las circunstancias que han producido determinados actos humanos. El mensaje de obras como la de Von Trier es que el problema está en nosotros. Su historia es evidentemente una parábola de lo que hacemos con los dones y regalos que hemos recibido. Incluso aquel que dice amar a Gracia y se ve a sí mismo como su protector, acaba abusando de ella. Sus gestos de generosidad no esconden más que un terrible egoísmo (…).

De eso trata este libro. Ya que cuando le preguntas a alguien si ha encontrado a Jesús, te puede contestar como Forrest Gump al teniente Taylor: “No sabía que tenía que buscarle”. El Evangelio es la respuesta, pero ¿cuál es la pregunta? Cristo es el Salvador, pero ¿en qué sentido estamos perdidos? Como todas las buenas historias –dice Alicia en el País de las maravillas–, tenemos que empezar por el principio…

 

¿Qué ha pasado con el pecado?

Si para el hombre el perdón es algo obvio, para Dios es el mayor de los problemas. La dificultad tiene que ver con la realidad que la Biblia llama pecado. El Nuevo Testamento usa cuatro palabras para explicarlo. La más común es hamartia, que significa literalmente errar el blanco, no cumplir el propósito que deberíamos alcanzar, como el arquero que no acierta con su objetivo. Ese fin en la Escritura se explica en una vida en relación con Dios, reconociendo el valor que Él tiene –su Gloria– y disfrutando de Él para siempre. En ese sentido, todos hemos fallado –dice Pablo en Romanos 3–. Hemos fracasado, incluso ante nuestra propia conciencia (1 Juan 3:20-21).

“El pecado” –como dice Emil Brunner– “es un desafío arrogante, el deseo de ser igual a Dios, la afirmación de independencia humana frente a Dios, la constitución de una razón, moralidad y cultura autónomas”. Es algo que se define a partir de Dios: “A Ti y sólo a Ti, he ofendido –dice David en el Salmo 51:4–; he hecho lo malo en tu propia cara”. No podemos confundir, por lo tanto, la culpa en el sentido bíblico con nuestros sentimientos patológicos. Se trata de algo objetivo, que no depende de la conciencia que tengamos de ello.

Adikia quiere decir injusticia o iniquidad –como decían las antiguas traducciones de la Biblia–. La idea básica es que Dios nos ha dado una norma (dike), a la que debemos conformar nuestra vida  y no lo hemos hecho. No llegamos a la medida, no damos la talla. Comparados con otros, podemos creernos mejores y pensar que hacemos lo suficiente, pero la medida nos la da Dios y su norma. Y esa no la alcanzamos.

 

Portada del libro.

¿O creemos de verdad que no tenemos culpa de nada? El escritor checo Franz Kafka se hace esa pregunta en su libro El Proceso. Al principio, Jozef K lleva una vida relativamente normal. Pero, de repente, es arrestado. Nadie le dice de qué se le acusa. Todos son desagradables y antipáticos con él. Entonces, empieza a pensar sobre su vida. Tal vez ha sido arrestado por esto, o por lo otro, cuando al final del libro es ajusticiado por un guardia.

Kafka cuenta en uno de sus diarios qué quiere decir con esta historia: el estado de culpa en que nos encontramos. Como este judío agnóstico, uno puede que no crea en el cielo o el infierno, ni en la idea de pecado, pero se da cuenta de que algo anda mal en nosotros. Es como si tuviéramos la impresión de que tenemos que presentarnos a un examen, que no podemos aprobar. Y por eso tenemos la necesidad constantemente de demostrar a otros lo que valemos.

 

El amor como la libertad plena

¿Es la fe un enemigo de la libertad?, ¿no es cierto que parece dividir, más que unir?, ¿nos esclaviza, o por lo menos infantiliza, diciéndonos qué debemos creer y hacer? Esta creo que es una de las objeciones más habituales contra el cristianismo, que se ve a menudo como algo limitador y restrictivo…

La libertad en la Biblia es, sin embargo, cumplir el propósito por el que hemos sido creados, no darle tú mismo a la vida el sentido que quieras, ya que la libertad no se puede definir por la ausencia de límites o barreras. Es cierto que no toda restricción y disciplina es liberadora, pero pueden ayudarnos cuando se adaptan a nuestra naturaleza y capacidades. La experimentación y el riesgo te ayudarán a crecer, si te muestran tus límites y capacidades.

¿Cómo podemos ser libres, como pez en el agua? Por medio de ese Dios que es Amor (1 Juan 4:8) de una forma que no es ningún otro de sus atributos. La verdadera libertad está en el amor de Dios que encontramos en Cristo Jesús (Juan 8:36).

Uno de los principios de cualquier forma de amor –sea por un amigo o románticamente–, es que tienes que perder tu independencia, para conseguir una mayor intimidad. Si quieres la libertad que produce el amor –realización, seguridad, aprecio–, tienes que limitar tu libertad de muchas maneras. No puedes entrar en una relación íntima, haciendo cosas sin contar con la otra persona –sea tu amigo o amante–. Para experimentar el gozo y la libertad del amor, tienes que renunciar a tu autonomía.

El ser humano sólo puede ser libre y tener una vida plena en relaciones de amor. A primera vista, la relación con Dios puede parecer algo deshumanizadora, como si no fuese recíproca. Él tiene todo el poder y nosotros nos tenemos que adaptar a Él y servirle. La cuestión es que, aunque esto es cierto en la mayoría de las formas de religión, no es así en el cristianismo.

El Evangelio nos presenta la entrega de Dios, que se adapta a nosotros en su encarnación y sacrificio. En Jesucristo, Dios se limita haciéndose hombre, vulnerable al sufrimiento y a la muerte. En la cruz, se somete a nuestra condición de pecadores, muriendo en nuestro lugar para perdonarnos. Si Él ha hecho eso por nosotros, no es extraño que “el amor de Cristo nos constriña” (2 Corintios 5:14), o sea, nos motive…

Un amigo le preguntó una vez a C. S. Lewis: “¿Es fácil amar a Dios?” Y él le contestó: “Es fácil para los que le aman”. Parece paradójico, pero es verdad. Cuando estás realmente enamorado de alguien, quieres agradar a esa persona. No esperas para preguntar qué puedes hacer por ella. Buscas y averiguas qué cosas le gustan, aunque no sea más que para darle pequeños regalos que muestren tu amor por ella.

Para un cristiano, ocurre lo mismo con Jesús. “El amor de Cristo nos constriñe”. Cuando te das cuenta de lo que Jesús ha hecho por ti, no tienes miedo de darle tu libertad. Porque, de ese modo, encontrarás tu libertad en Él.

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