Lutero según Lucien Febvre: un destino reformador alemán desde una mirada francesa (IV)

La nota final de Febvre: “Debajo de este Lutero vivo, respetado, consultado, se va formando un luteranismo distinto en muchos puntos de su propio luteranismo. Distinto por no decir opuesto” 

30 DE JULIO DE 2015 · 21:55

,lutero

Los años finales del profeta

1. La rebelión campesina o la Iglesia y el Estado

En el prólogo a la segunda edición de su obra, Febvre reconoce la importancia de estudiar a fondo la vida de Lutero a partir del año 1525, pero, al mismo tiempo, el hecho de que el Lutero que se repliega desde esa fecha hasta 1546 no es esencialmente distinto al que actúa a partir de 1517. Asimismo, tal puntualización le sirve para hablar nuevamente acerca de lo que se propuso hacer con su libro:

…ver nacer, crecer y afirmarse a Lutero en Lutero; y luego, una vez hecha y recogida la afirmación, detenerse; dejar que el hombre se las vea con los hombres, la doctrina con las 21 doctrinas, el espíritu con los espíritus que tiene que combatir, o conquistar (y no se conquistan nunca espíritus, no se vence nunca a los hombres, no se sustituye nunca una doctrina por otra sin dejar fatalmente que otro espíritu invada nuestro espíritu, otro hombre penetre nuestra humanidad, otras doctrinas se inserten en nuestra doctrina) (13)

Ahora, al estar a punto de concluir, identifica la palabra clave que ha de presidir, en su opinión, la última etapa de la vida del reformador alemán: contradicción. Porque las cosas no fueron tan sencillas: ni mantuvo una ecuanimidad absoluta ante los terribles sucesos de los que fue testigo, como quieren sus panegiristas, ni se retrajo a tal grado que se desmintiera de lo que había conseguido hasta el momento. La simultaneidad de los sucesos, sentimientos y pensamientos, algo tan innegable y normal, hace que Febvre recurra a una cita de André Gide para evaluar metodológicamente y con su nunca olvidada mirada de historiador lo que ha escrito hasta este punto:

“No es posible dibujar sin antes escoger —escribía un día André Gide, hablando precisamente de recuerdos personales—. Pero lo más embarazoso es tener que presentar estados de simultaneidad confusa como si fueran sucesivos”. Fórmula muy impresionante. La lección que contiene ¿cuántas veces la descuidamos nosotros los historiadores? Como si no hubiera artificio en esa cronología “estrictamente objetiva” de la que estamos tan orgullosos, cuando, habiendo dado a las maneras de pensar de un Lutero números de orden en sucesivo regular, los evocamos uno tras otro, metódicamente, como el buen cajero detrás de su ventanilla (205, énfasis agregado).

La contradicción no consiste en que cambiara de piel brutalmente, sino en que, necesariamente, tuvo que enfrentar un par de acontecimientos que lo pusieron entre la espada y la pared: el movimiento encabezado por Thomas Müntzer y la rebelión de los campesinos alemanes. En la historia de las relaciones de Lutero con sus contemporáneos faltaban estos grandes actores que le dieron un vuelco imprevisto al curso de los sucesos. Lutero quedó en entredicho porque tuvo que ponerse del lado de la autoridad, de la nobleza, y justificó la violenta represión de que ambos movimientos fueron objeto. En ellos había algo trágico e íntimamente relacionado con Lutero puesto que ambos reivindicaban su rebelión original y esperaban que él los apoyara. Creían seguir su ejemplo para sobrepasarlo. En el caso de los anabaptistas, acaudillados por Müntzer, eran unos individualistas místicos que le reprochaban conservar demasiados residuos del catolicismo. Se impacientaban con él, por su negativa a edificar una iglesia nueva.

Pero ante tales desafíos, puntualiza Febvre, Lutero seguía siendo lo que era: “un pequeño burgués de ideas cortas” (216) que se entendía así mismo como un heraldo de la Palabra; tal era su misión: enseñar esta palabra. Sólo que la otra cara de su mensaje era cuestionable: enseñaba a los cristianos a sufrir, padecer, a llevar la cruz en una palabra. Y todo porque “no era de este mundo de lo que Lutero tenía que ocuparse” (217). Al analizar estos aspectos del pensamiento de Lutero, Febvre da otra lección, la de la honestidad ante las debilidades del personaje. No lo dice así, pero al conocer tan bien los meandros de su pensamiento, es capaz de hacer que el lector llegue a estas conclusiones. Lutero, expone, fue presionado por todos: los nobles, los políticos, los cristianos sinceros, el pueblo común que reclamaba justicia. No podía satisfacerlos a todos con lo que había elaborado hasta el momento. Si le dejó al Estado la infeliz tarea de organizar la Iglesia visible, es porque la juzgaba secundaria y poco digna de interés. Mas tampoco está ciego y escribe, perfilando con sus palabras una nueva teoría sobre las relaciones entre la Iglesia y el Estado, sobre el lugar de los príncipes en el plan divino:

“El pueblo se agita por todas partes, y tiene los ojos abiertos —escribe desde el 19 de marzo de 1522—. Dejarse oprimir por la fuerza, ni lo quiere ni lo puede ya. Es el Señor quien lleva todo esto y oculta a los ojos de los Príncipes estas amenazas, estos peligros inminentes. Él lo consumirá todo por la ceguera y la violencia; me parece ver a Germania nadando en sangre” […] “Nuestro Dios es un poderoso monarca —escribe Lutero, resucitando el tono de los sermonarios ardientes en proclamar la nonada de las grandezas—. Necesita nobles, ilustres y ricos verdugos: los príncipes” (221-222).

En el orden espiritual, no hay más que cristianos en presencia de su Dios y con éste es con quien tratan y ante quien deben rendir cuentas. De ahí surge su doctrina de los dos reinos: de su clarividencia para percibir las redes de inmundicia que mandan en las cuestiones políticas. En el verano de 1524 se alzaron los campesinos y contra ellos va a dirigir una de sus peores diatribas cuya tesis central es muy simple, dado que él sólo quiere discutir un punto religioso, nada más, no arbitrar ni examinar la justicia de ambas causas. El Evangelio no podía estar del lado de ellos. Sus argumentos son espirituales: la única libertad por la que debían preocuparse era por su espiritualidad. Ideas aparentemente irrisorias, anota Febvre, pero Lutero, el verdadero Lutero, subraya, es quien se obstina en afirmarlas: no ha cambiado, es el mismo desde Leipzig, Worms, Wartburg. No ha cambiado. Según él, luego de citar a su favor unas palabras de Michelet (de sus Memorias de Lutero), “lo que hace la importancia capital de la crisis de 1525 es que, en un gran desgarramiento de todos los velos, permite por primera vez ver y medir, a la luz brutal de los hechos, las consecuencias considerables de la palabra, de la acción histórica de un Martín Lutero (227, énfasis agregado). Son palabras mayores —las consecuencias de la acción histórica de Lutero— que surgen del análisis de la narración biográfica, tal como ha venido siguiendo su propia dinámica.

Las palabras de Lutero, en los momentos más álgidos de la guerra campesina, no podían ser más hirientes y crueles:

“¿Qué razón habría para mostrar a los campesinos tan gran clemencia? Si hay inocentes entre ellos, Dios sabrá bien protegerlos y salvarlos, como hizo con Loth y con Jeremías” (229).

“Quien ha visto a Münzer puede decir que ha visto al diablo encarnado, en su más grande furia. ¡Oh Señor Dios, si reina semajente espíritu entre los campesinos, es tiempo de degollarlos como a perros rabiosos!” (229).

“¡Vivimos en tiempos tan extraordinarios que un príncipe puede merecer el cielo vertiendo la sangre, mucho más fácilmente que otros rezando!” (230).

Febvre muestra cómo Lutero no se solazaba en lo que estaba pasando, más bien corrobora algunas de las conclusiones a las que había llegado. Y su propuesta ideológica y doctrinal suena sensata y coherente:

El mundo es el mundo. El espectáculo que da, Dios mismo lo ha regulado. Y es también él quien nos ha colocado aquí, como actores, en este escenario trágico y miserable […] Pero, como cristianos, vivamos en espíritu en otra esfera: en ese reino de Cristo donde, ocupados exclusivamente por la preocupación de nuestra salvación, practicaremos la castidad, la misericordia, las virtudes superiores que no tienen nada que ver con el mundo terrestre, que es el imperio de la cólera, de la fuerza y de la espada… (230-231).

No hay que hacerse falsas esperanzas de redimir al mundo ni a los príncipes que lo dirigen porque en el fondo ellos no tienen ningún poder sobre las almas y a causa de ello no tienen sentido alzarse contra una tiranía que no tienen poder sobre la verdadera persona. Se trata de dos ciudades completamente incompatibles porque la verdadera ciudadanía es la de la ciudad celeste. Es una tesis casi cínica, pero dominada por una visión teológica a más no poder, centrada en la comprensión de que no puede haber conciliación entre estos dos órdenes tan diferentes: la Iglesia y el Estado.

A partir de 1525 empieza el repliegue de Lutero, quien “sin preocuparse de las contingencias, sin consideraciones hacia los poderes del mundo, había gritado su fe. Había desarrollado el hermoso, el heroico y vivo poema de la libertad cristiana” (234, énfasis agregado). Estas hermosas palabras vienen a corroborar la tesis de Febvre, la del idealismo a ultranza de Lutero. Por encima de todo, su proyecto, que por fin se definió, había triunfado, pero lo que vendría más adelante no se ajustaría necesariamente a lo que había imaginado.

2. La adaptación: Erasmo, el matrimonio, la autoridad

Fiel a su designio, dice Febvre, sigue revisando la vida de Lutero atenido a los hechos psicológicos y a señalar algunas actitudes y reacciones. Lutero comenzó a adaptarse a las nuevas circunstancias y en algún momento llegó a reflexionar sobre la validez de su esfuerzo, en una carta donde criticaba al príncipe elector: “Pienso, sin embargo —escribe un día a Spalatin—, que no hemos sido ni somos una carga para el Príncipe… ¿Hemos sido un provecho? No quiero hablar de eso, porque acaso no consideráis como un provecho el resurgimiento del Evangelio que nos debéis: sin embargo le debéis, con la salvación de vuestras almas, no poco de ese buen dinero del mundo, que ya ha colmado y cada día sigue colmando más la gran bolsa del Príncipe” (236). La carta trasluce amargura, porque había dado tanto y sólo cosechaba indiferencia. En Erasmo, en aquella época, persigue la subordinación de todas las cosas a la razón. Para él, Erasmo es la razón, motivo por el cual ya no podía haber ningún tipo de entendimiento. Y sin embargo, fue capaz de reconocer cómo Erasmo fue tal vez quien mejor lo comprendió, cuando leyó su Del libre arbitrio, y le respondió con De servo arbitrio (1525), donde negó el libre albedrío[1] lisa y llanamente, con tal de afirmar la soberanía divina.

Sobre su matrimonio, Febvre afirma que lo huizo para burlarse del mundo y sus demonios, a pesar de su inicial resistencia a entrar en ese estado. A propósito de ese episodio, Febvre ve ya su idealismo en tránsito de hacerse conservador, luego de haber sido conquistador. La crítica que lo rodeó fue acre, y no nos la escamotea Febvre: “¿Habría, pues, que ver en la precipitación insólita y, para los contemporáneos, bastante enigmática, de una unión decidida en algunos días, un último, un brillante mentís dado por Lutero mismo a los que iban diciendo que el héroe había cedido su lugar a un pobre hombre, y que al hombre de Worms, muerto y bien muerto, había sucedido un criado de los príncipes?” (242). Y, agrega el biógrafo, con una amarga reflexión, que el matrimonio podía ubicarse muy dentro del espíritu provocador de Lutero:

Era así uno de los primeros que hacían, en nombre de una inmensa familia de espíritus similares, la confesión pública de los hombres que, angustiados por escrúpulos imprecisos, obsesionados por remordimientos vagos y temores sin objeto, hacen un esfuerzo de condenados para proyectar fuera de sí mismos su angustia, encarnarla en algún pecado clasificado, tangible, bien conocido de los hombres, y luego, revolcándose en él con una especie de alegría liberadora, buscan en el exceso mismo el medio de escapar al verdugo interior, de extenuar su demonio y de “volver hacia lo azul más allá…” (245).

Febvre no niega que su matrimonio testimonia una cierta perturbación, una desesperación de alguien que luego del sueño encendido, va despertando brusca y vulgarmente. Y todavía faltaban sus nuevas observaciones sobre la obediencia a la autoridad provocadas por el desengaño tan profundo que le causó conocer la naturaleza humana tal y como es. Legitimaba también el uso de la espada para reprimir las rebeliones: el Estado es una institución divina.

Incluso el hecho de que después de 1525 ya no escribiera más que en alemán lo muestra limitando sus esfuerzos al ámbito local, aquel que había rebasado cuando su obra alcanzó niveles universales. Hasta llega a dedicarse a algunos trabajos manuales y empieza transformarse físicamente, aunque de vez en cuando surge de esos despojos el poeta. Era ya un profeta dormido, que ocasionalmente despertaba. Seguía creyendo que el éxito de la Reforma no dependía del factor político.

3. Lutero y el luteranismo

Sin haber deseado jamás que alguna iglesia llevara su nombre, Lutero tuvo que enfrentarse a esa nueva realidad. Su decepción era tan grande que a veces hasta a sus muy allegados los confundía con sus exclamaciones imprevistas acerca de que la “abominación papística” no había sido suficientemente desarraigada de los corazones. Melanchton estaba ahí para suplir la falta de entusiasmo y creatividad que asediaba al reformador; fue él quien le dotó a la doctrina luterana de su primer resumen “sólido, exacto y oficial”, los Loci communes (1535). Fue el humanista que hizo aceptable a Lutero. Construye, para salir de una idea radical de la predestinación, una teoría sinergista sobre la penitencia y la santificación, es decir, la cooperación humana en la salvación.

Y es aquí donde surge la nota final de Febvre: “Extraño espectáculo: Lutero sigue viviendo, domina a un pueblo de discípulos respetuosos y que beben su pensamiento según va saliendo de sus labios. Pero, debajo de este Lutero vivo, respetado, consultado, se va formando un luteranismo distinto en muchos puntos de su propio luteranismo. Distinto por no decir opuesto” (262). Cuántas veces no hemos oído esa historia: al fundador le sigue un movimiento que lleva su nombre, aun cuando en muchos sentidos sea la negación de lo que aquel proponía originalmente. El nuevo movimiento e institución es una reacción contra las concepciones originales. Febvre no se tienta el corazón: Melanchton adaptó la teología de Lutero a las necesidades de la burguesía que lo había aclamado como su liberador. Había nacido la Iglesia Luterana, lejana en muchos aspectos al luterismo, es decir, al ansia liberadora original que se atrevió a deslizar en su momento las exigencias innegociables del cristianismo, tal como las bebió Lutero en las páginas del Evangelio.

Febvre concluye diciendo que los logros de Lutero dejan un sabor ambiguo, de fracaso y éxito mezclados. Fracaso porque, a pesar de todo, la Iglesia que él había querido cambiar seguía incólume, lo había expulsado y reducido a “un simple jefe de secta” (266). Además, el yugo que había impuesto sobre quienes lo habían seguido (el Príncipe, el Estado) era peor que aquel del cual los había liberado (el Papa, la Iglesia). Agrega, además, una nota analítica relevante para cualquiera que escriba desde una época tan reciente como la nuestra y aborde la vida de alguien tan lejano en el tiempo: no es válido ver, en el caso de Lutero, a un protestante liberal, una categoría histórica muy posterior a la de su época. Con esa advertencia por delante, Febvre retoma una noción propia de Lutero para aplicarla a su autor: los dos reinos, el terrenal y el de Dios, la distinción entre las esferas temporal y sagrada.

En el plano del mundo, Lutero parece haber fracasado porque, según su biógrafo: “Lo que dejó detrás en la tierra es una contrahechura irrisoria del edificio que, inspirándose en sus ideas, un arquitecto algo dotado y que creyera en su tarea, que creyera en la necesidad de construir una obra hermosa y duradera, habría levantado sin esfuerzo sobre el suelo, descombrado por una mano poderosa del rebelde” (268). El luteranismo sin Lutero fue casi completamente extraño a sus intenciones originales.

En el dominio del Espíritu, Lutero “era en cambio el primero, el más denso si no el más rico de esa cadena discontinua de genios heroicos, filósofos y poetas, músicos y profetas, que no porque no hayan traducido todos en el lenguaje de los sonidos sus deseos tumultuosos, sus aspiraciones al mismo tiempo fuertes y confusas y el malestar de un alma que no sabe escoger, merecen menos el nombre justificado de genios musicales” (269). No por no haber logrado encarnar su sueño en la realidad, Lutero deja de tener valor como lo señalado. El hecho de haber generado situaciones de consecuencias espirituales lo coloca entre los grandes fundadores e, incluso, merece el agradecimiento de aquellos a quienes combatió. Además, su espíritu siguió flotando sobre la historia alemana durante largo tiempo.

Febvre cierra su libro incluyendo la perspectiva de su mirada francesa en los términos de una pregunta que se antoja obligada: ¿Lutero, como alemán, pudo llevar a buen término su revolución en un país donde las revoluciones se quedan siempre en individuales? Lutero desdeñó el orden terrenal e hizo que la Iglesia visible siguiera en contubernio con el Estado, pero también sembró en su país ideas que han contado con una hermosa sobrevivencia. Mejor no se puede decir, porque si ya no queda duda que Lutero es uno de los padres del mundo moderno, también hay que agregar que su herencia, contradictoria, es uno de los mayores legados del Occidente cristiano.

***

Una nota sobre las opiniones vertidas por Benedicto XVI en Erfurt fue publicada por el diario La Nación, de Buenos Aires, Argentina, el 24 de septiembre de 2011: www.lanacion.com.ar/1408796-el-papa-elogio-a-martin-lutero-en-su-propia-tierra

[1] Qué pena que Tomás Segovia, tan brillante poeta, como traductor haya dejado tanto que desear en este libro, porque no fue capaz de imaginar que Febvre no se refería al libre “arbitrio”, sino al tan común libre albedrío.

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - Ginebra viva - Lutero según Lucien Febvre: un destino reformador alemán desde una mirada francesa (IV)