Lutero según Lucien Febvre: un destino reformador alemán desde una mirada francesa (III)

Febvre analiza el clima espiritual de un país, relacionado íntimamente con las inquietudes políticas y sociales del momento.

23 DE JULIO DE 2015 · 21:10

Retratos de Lutero y Katherine,
Retratos de Lutero y Katherine

3. Lutero en el marco de la Alemania de 1517

Lucien Febvre hace un alto para desplegar su dominio de la historia del siglo XVI. El retrato de Alemania es puntual, exacto y certero, porque ofrece lo que cualquier lector espera: rigor y concisión para transmitir las líneas esenciales de una época tan lejana; protagonistas principales; actitudes dominantes.

Sí, lo logra, pero además agrega el ingrediente si ne qua non para el asunto que le ocupa: la comprensión largamente reflexionada y analizada del clima espiritual de un país, relacionado íntimamente con las inquietudes políticas y sociales del momento.

De particular importancia es su apunte acerca del concepto que se tenía de los religiosos profesionales, en los momentos en que la burguesía urbana afianzaba sus posiciones e ideología.

Si ganar dinero era la meta de esta clase social emergente, y con ello se superaba la vieja mentalidad artesanal de la Edad Media, la Iglesia representaba un obstáculo moral para sus ambiciones; era un freno para el avance la nueva mentalidad, y sus agentes eran depositarios de un celo inútil en la nueva situación: “¿Para qué sirve ese celo? ¿Qué quieren de él esos ociosos cuya calma parece escarnecer sus agitaciones y que pretenden interponerse entre las criaturas y el Creador? […] En la verdadera religión Dios habla al hombre y el hombre habla a Dios en un lenguaje claro, directo, y que todos comprenden (107)”.

En la Alemania tan dividida de entonces se respiraba un ansia liberadora inconsciente que se topó frontalmente con la protesta de Lutero y simpatizó con ella, no porque creyera mucho en sus ideales, sino porque podía servirle muy bien a sus intereses.

Ése sería un gran dilema, que no olvida plantear Febvre: ¿quién podría más? ¿La clase social que poco a poco se adueñaba de todo o el idealista religioso que se vería al frente del movimiento emancipador sin buscarlo ni esperarlo?

Lutero estaba ahora solo frente a Alemania, armado con un sistema personal que no era una construcción ideológica, pletórica de conceptos, sino una fuerza: “la verdad sobre la vida cristiana, sus objetivos, sus modalidades y su espíritu” (109). Pero él no estaba consciente de tal fuerza, ni confiaba en ella, ni en su valor intelectual.

Sabía que le faltaba mucho trecho por recorrer. No obstante, se ha forjado ya un credo personal de lucha y combatividad ante los primeros signos de rechazo y oposición, que le ayudará de allí en adelante: “¡Yo, cuanto más furor muestran ellos, más lejos avanzo! Abandono mis primeras posiciones, para que ellos ladren tras ellas; me voy a las más avanzadas, para que les ladren también” (112).

Salía de Wittenberg para abarcar a toda Alemania. Y entonces aflora un aspecto seductor y ambivalente de su personalidad: su fogosidad, su estilo verbal, sus temibles excesos de lenguaje, los cuales hacen temblar a sus más cercanos colaboradores.

Febvre anota: “¡Qué bien muestran todos estos gritos apasionados la transposición de sentimientos completamente personales en sistema teológico de aplicación general, la interpenetración, la interacción continua de un temperamento muy caracterizado y de una dogmática que, al mismo tiempo, lo impulsa y exalta!” (113). Se manifiesta ya como un profeta, no como un doctor o un teólogo y esto, en la circunstancia que le toca vivir, en un país ansioso de ser guiado, era sólo una bomba de tiempo… y un gran botín también.

Por ello, tres grandes actores de la época van a valorarlo de maneras distintas: Erasmo, Hutten y Roma. Febvre va a hilar delgado sobre las relaciones de Lutero con ellos, exponiéndolas finamente y ciñéndose estrictamente al marco de la historia que va contando.

Con Erasmo, Lutero va a protagonizar un diálogo encarnizado, casi de sordos. El gran humanista holandés, apegado a la iglesia de Roma, cuidándose siempre de los riesgos que sus escritos puedan causarle, le parecía un pusilánime muy valioso, pero pusilánime al fin. Erasmo, al principio, creyó que podría contar con él para su proyecto de reforma silenciosa, la Filosofía de Cristo.

Para ello, ambos, como él, debían permanecer dentro de la Iglesia y no dejarse expulsar por una ruptura violenta. Al principio, algunos creyeron que Lutero sería una especie de auxiliar de Erasmo, pero pronto se vio cuánto estaban equivocados. Incluso Erasmo pretendió defender a Lutero en un momento dado.

No sabían qué había en su mente y en su corazón, pues desde muy temprano Lutero manifestó su animadversión por el proyecto erasmiano y así siguió, impaciente, sin entender cómo alguien tan grande quería intentar algún cambio sin decidirse plenamente a llevarlo a cabo.

Según él, en Erasmo prevalecía más “lo que es del hombre que lo que es de Dios”. Febvre resume muy bien el desencuentro y la peculiar relación que se dio entre estos dos personajes cruciales. […]

Con Hutten, a su vez, la relación fue más bien distante, marcada por los excesos de éste, quien ansiaba que Lutero se pronunciara de una manera radical, para seguir sus ideas nacionalistas. Hutten saludó su aparición pública con mucha esperanza, pero Lutero siempre lo vio de lejos, acaso temiendo que su intemperancia dañaría la causa que había enarbolado.

Y es que Hutten era el nacionalista completamente desinteresado hacia todo lo que oliera a religión. La libertad era su consigna, y ante ella el principal obstáculo que veía era Roma, con todas sus prebendas supranacionales y su influencia sobre las familias reales, algo que para él era sumamente pernicioso. Según se acomodaron los sucesos, Hutten creyó que Lutero se le uniría para combatir a Roma, pero no fue así.

Mientras tanto, Roma lo fue orillando poco a poco al cisma, cuando él comenzó a entender su misión con perspectivas más amplias, universales. Pero, otra vez, la incomprensión profunda que llevó a Lutero a quedar fuera de la Iglesia católica, explica Febvre, no consistió tanto en una especie de “desencuentro doctrinal”, sino en la nefasta incapacidad de los dirigentes eclesiásticos para entender “el esfuerzo, incluso brutal, de un creyente apasionado para volver a encontrar en el fondo de su alma las fuentes profundas de la vida religiosa” (135).

Nunca lo iban a entender, ni mucho menos a percibir que lo que Lutero comenzaba a llamar “la teología de la Cruz”, se oponía rotundamente a la ideología triunfalista (de “la suficiencia”, como la califica Febvre, 142) que se había apoderado de la curia romana y que tan pomposamente exhibía en cualquier tipo de trato con las iglesias nacionales.

Por ello, al no poder someterlo, moviliza contra él la fuerza de la Iglesia y del Estado: hacia agosto de 1518 ya es señalado como herético. […]

 

Retrato de Johann Friederich de Saxony y los reformadores

 

4. Worms y el gran documento previo

1520 es otro año crucial en la vida de Lutero y Febvre le dedica una sección para hablar de su idealismo. Es el año del gran documento titulado Manifiesto a la nobleza cristiana de la nación alemana, uno de los grandes resúmenes que pasarán a la historia como fruto de su reflexión más sólida.

Lutero está en una encrucijada: “Se presta a muchos, no se da a ninguno, toma de todos y vuelve a encontrarse consigo mismo enn su conciencia enriquecida” (143).

Resulta envidiable la forma en que Febvre se coloca ante las grandes fechas de la vida de su personaje: con absoluto conocimiento de causa, prepara el terreno para desplegarlo en toda su plenitud creadora, en el cenit de su lucha, y a punto de asegurar su lugar en la historia.

Suena grandilocuente, es verdad, pero el biógrafo va desplazando sus piezas ante el lector con tanta contundencia, que el idealismo aludido aparece como una (o la) gran virtud de Lutero.

Antes de ello, la bula papal que condenaba, irreversiblemente, a Lutero como hereje, fue el pivote que lo sacó del último rincón de la inmovilidad. Erasmo escribe, desesperado, cartas que tratan de salvar a Lutero de condenas definitivas, pero que en realidad esconden su preocupación por salvar su propio concepto de reforma cristiana.

Hutten exclama, como poseído: “No es de Lutero de quien se trata, es de todos nosotros; el Papa no saca la espada contra uno solo, sino que nos ataca a todos. ¡Escuchadme, acordaos de que sois germanos!” (147-148).

Este mismo impulso Hutteniano le sirve a Lutero para voltear la mirada hacia la nobleza de su país y explicarle, en tres grandes aspectos, lo esencial de su programa: primero, la afirmación de que todos los cristianos pertenecen al estado eclesiástico (la doctrina, en germen, del sacerdocio universal de los creyentes); segundo, que todos tienen el mismo derecho a leer la Biblia, sin intermediarios; y tercero, un esbozo de reformas políticas, económicas y sociales, ciertamente inconsistente, pero que buscaba purificar a Alemania.

El Manifiesto es una carga a fondo contra Roma, dice Febvre, la denuncia de sus abusos y una exhortación a resistirlos, a enarbolar el estandarte de las libertades cristianas. Ya no hay retorno. […]

Pero no por no imaginarse una nueva Iglesia jerárquica, Lutero dejó de construir una doctrina sobre la Iglesia. A la Iglesia visible, que tantas muestras de falibilidad ha dado, él opone la idea de una Iglesia invisible, cuyo planteamiento constituye una afirmación radical y sumamente revolucionaria para la época: “No hay, no ha habido nunca, nunca habrá colectividad religiosa que pueda declararse encargada por Dios mismo de definir el sentido de la Palabra; no hay ninguna que pueda, con este pretexto, exigir la sumisión ciega de las conciencias; no hay ninguna, finalmente, que tenga derecho a recurrir al brazo secular para imponer a los hombres creencias determinadas o el uso de los sacramentos” (155).

La fe es algo absolutamente libre, que ninguna fuerza externa, coercitiva puede imponer o quitar, de modo que la indiferencia, la hostilidad y el descreimiento sólo pueden ser combatidos con la predicación de la Palabra de Dios. “Si ella no obtiene nada, la Fuerza obtendrá todavía mucho menos, aun cuando sumerja al mundo en esos baños de sangre.

La herejía es una fuerza espiritual. No se la puede herir con el hierro, quemar con el fuego, ahogar en el agua, pero está la Palabra de Dios: Ella es la que triunfará” (156).

Pero aquí Febvre tampoco es complaciente con los fundamentalismos bibliolátricos supuestamente protestantes, puesto que él sintetiza con mucha perspicacia lo que piensa y escribe Lutero al respecto:

El derecho que niega a todas las autoridades del mundo, el derecho de someter su libertad de cristiano, no tiene la intención de reconocérselo a un libro, aunque este libro sea la Biblia, él que, sin embargo, traducirá esta Biblia al alemán, entera, y hará a sus compatriotas ese don magnífico cuya riqueza a veces le aterra… La fe no depende de un texto, cualquiera que sea. La fe no puede ser sometida a una letra, cualquiera que sea la altura desde la que cae. La fe es dueña de todos los textos. Tiene derecho de control sobre ellos, en nombre de esa certidumbre que ella misma saca de sí misma. La fe se refiere a la Palabra, directamente; y la Palabra no es la Escritura, una letra muerta, “el triste cestillo de juncos en el cual estaba encerrado Moisés”. Es Moisés mismo: algo vivo, actuante, inmaterial, un espíritu, una voz que llena el Universo. Es el mensaje de gracia, la promesa de salvación, la revelación de nuestra redención (157).

La Biblia es la Palabra de Dios en cuanto promesa de salvación, en cuanto vehículo de una revelación que va más allá del fetichismo por el libro, que no deja nunca de ser un objeto.

Lutero afirma entonces, al lado de un nuevo concepto de Iglesia que relativiza por completo a todas las instituciones religiosas, la libertad cristiana que exalta el destino y la vocación humana hasta niveles inconcebibles, y la preeminencia de la palabra divina, muy por encima de los celos piadosos centrados en la obediencia ciega a los postulados bíblicos.

Todo en el mismo paquete. Ante este conjunto de ideas, se pregunta Febvre, “¿cómo hubiera edificado Lutero, el Lutero de 1520 —para sustituir a la Iglesia romana que pretendía destruir negándola—, una Iglesia nueva, de acuerdo con los sentimientos que desbordaban en su corazón, con la ardiente piedad que hervía en él y la fe que llevaba y que lo sostenía?” (158).

De camino hacia Worms, este caudal de conclusiones lo habían fortalecido lo suficiente como para no temer los enormes riesgos que ahora corría: declarado hereje, el poder político podía apresarlo y acabar con su vida sin ningún remordimiento. Una de ellas, la referida a la dignidad del creyente, es la que le otorga más fortaleza y vigor. Como lo explica Febvre:

Lutero pasea, sin prisa y sin temor, su realeza cristiana a través del pecado, de la muerte y la desgracia, que son huéspedes del mundo terrestre. No huye de los poderes del mal. No los teme. En su certidumbre absoluta de que ninguno de ellos, ni el diablo ni la muerte, el hambre, la sed, el hierro o el fuego puede nada contra él, contra su verdadero “él”, los domina. Más aún, los esclaviza, los pliega a sus necesidades y, extrayendo de cada uno su contrario, saca su justicia del pecado, y de la pobreza su riqueza (160).

 

Esta confianza lo ayudaría a viajar hasta Worms, donde expondría sus motivos ante el emperador Carlos. No obstante esta seguridad interior, fue a Worms como hacia la hoguera.

El propósito de la Dieta era obligarlo a retractarse de lo que había escrito en sus libros, que ya formaban un corpus susceptible de ser clasificado en tres grupos: exposiciones de doctrina cristiana, sumamente evangélicas y nada perniciosas; cargas a fondo contra el papado y las prácticas del papismo; y escritos de circunstancias contra otros adversarios.

 

Estatua de Lutero en Wittenberg

Él había querido discutir en igualdad de circunstancias desde el principio: ése era el propósito de las 95 tesis, pero tal propuesta fue rechazada nuevamente. Ante la cerrazón, sus palabras, reconstruidas como las más probables por Febvre, fueron las siguientes:

“A menos que se me convenza por testimonios bíblicos o por una razón de evidencia (porque no creo ni en el Papa ni en los Concilios solos: es constante que han errado demasiado a menudo y que se han contradicho), estoy ligado por los textos que he aportado; mi conciencia está cautiva en las palabras de Dios. Revocar cualquier cosa, ni lo puedo ni lo quiero. Porque actuar contra la propia conciencia no es ni seguro ni honrado. Que Dios me ayude, Amén”. (169)

¿Cómo interpretar un suceso semejante?: ¿cómo el episodio central de la vida de un hombre que, sin buscarlo, se encontraba en el centro de la vorágine de su tiempo? ¿Es posible hacerlo así en el curso de una biografía? El biógrafo se interroga acerca de si tal afirmación de libertad era una invitación para su martirio o una proclamación exaltada de la libertad de conciencia, dicho sea de paso, de forma anacrónica.

Objetivamente, su suerte estaba echada y era un reo de muerte si remedio. Luego, Febvre aplica un criterio de universalidad, no exento de un tinte de crítica literaria, cuando asevera que no importaba ya tanto el sentido que el propio Lutero diera a sus palabras, porque ya eran del dominio público.

Los actores de la época (políticos, burgueses, sabios, clérigos y gente del pueblo) se apropiaban de ellas y les daban un sentido distinto.

El biógrafo resume una vez más: “Entre los realismos divergentes y su idealismo desdeñoso de las contingencias, en el momento mismo en que se creían más de acuerdo, se cumplía ya el divorcio fatal” (173). Con estas palabras, interpreta una realidad histórica polisémica pensando ya en lo que viene a continuación.

Apenas termina la Dieta, Lutero es secuestrado por el príncipe elector de Sajonia y llevado a una fortaleza en Wartburg para resguardarlo de los peligros que seguramente le acecharían.

Se dedicará a escribir infatigablemente, a traducir la Biblia al idioma vernáculo y, sobre todo, a lidiar con los demonios, porque acaso, en la veta personal que puede seguirse en el relato biográfico, sea éste uno de los aspectos más interesantes de tal encierro.

Y Febvre lo trabaja muy atenta aunque brevemente, sugiriendo con ello una línea de investigación que otros han desarrollado después.[1] Siendo un tópico tradicional en la biografías del reformador, Febvre hurga pacientemente en sus famosas Conversaciones de sobremesa, de donde extrae alusiones al asunto, como cuando se refiere a los multi et mali et astuti daemones (184, nota).

Es la gran lucha solitaria de Lutero. El combate que cotidianamente libra es también con el lenguaje, por la forja de un estilo, dice Febvre, y agrega, refiriéndose al asunto anterior y enlazándolo con éste, admirablemente:

Las luchas de Lutero con el diablo. El tintero y todo lo demás. Sí: hermosos combates que hablan a la imaginación. Y que dan por añadidura al más modesto de nuestros contemporáneos un adulador sentido de superioridad sobre ese pobre Lutero cuyo cerebro estaba poblado de tan negras quimeras… Hermosos combates; pero, después de todo, ¿no sería bueno hablar también de los combates de Lutero al emprender la traducción de la Biblia al alemán, al dar en alemán la Biblia a los alemanes, toda la Biblia, toda la enormidad de la Biblia, es decir: la Santa Escritura entera en alemán? (186).

El resultado de la traducción es muy famoso. En palabras de Febvre, se trata de “una asombrosa resurrección de la Palabra. Lo más alejado que hay de una fría exposición, de una labor didáctica de filólogo. Y más todavía de un ‘trabajo de artista’ en busca de un estilo personal” (187).

 

Logo 500 aniversario de la Reforma

Otro resultado impredecible de una búsqueda azarosa: un gran estilo literario al servicio de una gran causa. Pero además, al lado de las alturas estilísticas que alcanza en su traducción, está el Lutero grotesco, deslenguado, incontinente, que no niega la gran contradicción que lo asola: “No es mi culpa… Así estoy hecho… condenado a luchar sin cesar contra los diablos… Es verdad, mis brazos son demasiado combativos, demasiado belicosos: ¿qué puedo hacer?” (188).

Afirmaciones así le sirven a Febvre para hablar, nuevamente, de dos Luteros: “Aquí, el que se dirigía a las disputas en Leipzig, llevando en la mano un ramo de flores del campo que se llevaba de vez en cuando a la nariz.

A su lado, el Lutero que, embriagándose de palabras violentas, de apóstrofes odiosos y de figuras groseras, se hunde en su pasión, olvida su objeto, olvida todo excepto su fuerza que tiende como un furioso” (189).

Al señalar cómo Lutero sintió que había traicionado, en cierto modo, su cometido al presentarse en Worms, que debió de ser más intransigente, acaso por ceder a las preocupaciones humanas, mundanas. (Lo dice expresamente en una carta a Spalatin, su confesor y protector: “Estoy en temblor y mi conciencia se turba, porque en Worms, cediendo a tu consejo y al de tus amigos, dejé desfallecer en mí al espíritu en lugar de alzar frente a esos ídolos un nuevo Elías.

Oirían cosas muy diferentes si la suerte hiciera que volviese a comparecer ante ellos. ¡Basta de este asunto!”, 191), Febvre encuentra la ocasión para lanzar una andanada contra anteriores biógrafos, reprochándoles su escaso interés por aquella etapa.

El criterio que maneja Febvre para concluir con esta segunda parte es, de nuevo, el de Lutero como “un idealista impenitente que se enfrenta con rudas realidades, los caprichos, las pasiones, las voluntades de los hombres” (197)… y sale incólume.

Ésa es su clave hermenéutica. En este punto, el debate mental al que presta atención el biógrafo es acerca de si la reforma eclesiástica debe ser llevada a cabo por la violencia o por la fuerza de la Palabra.

La convicción del biografiado escandalizaría, por su idealismo y tozudez, a sus propios seguidores: “Para destruir al papismo, ¿a qué esas perturbaciones y esas violencias? Que se deje actuar a la Palabra, única eficaz y soberana… El falso celo de los agitadores ¿no será inspirado por Satán, que trata de difamar a los evangelistas? “Yo —exclama Lutero en diciembre de 1521—, yo, al Papa, a los obispos, a los sacerdotes, a los monjes, los he combatido sólo con la boca, sin espada…” (201-202).

La palabra divina actuará sola, y ninguna ayuda humana le agregará el poder que por sí sola tiene. La intervención del poder secular y de la nobleza puede ser dirigida hacia la consecución de la causa reformadora, pero no es imprescindible.

Algo similar puede decirse ante la ansiedad de sus seguidores porque delimitara la nueva iglesia en sus ritos y ordenanzas. Pero ello le causaba pereza porque no le veía importancia ni urgencia, “no tiene el fetichismo de la uniformidad” (202), aunque finalmente cede a las presiones.

Como dice su biógrafo, con vehemencia, Lutero no se veía a sí mismo como un jefe, y advierte dos cosas, para empezar a dar el cerrojazo a su obra: primero, que “no existe, para Lutero, ninguna especie de reducto o de asilo de seguridad, una torre maestra donde, cansado de sus combates de juventud, un viejo desilusionado se encierra para retar al universo y mofarse de viejas agitaciones que vienen a morir al pie de sus murallas” (204), y segundo: “Hay que conocer el porvenir, la historia de Lutero y del luteranismo, para discernir entonces, en ese esfuerzo apasionado de anexión, el germen de debilidad y de muerte que lo resquebrajará todo.

Pero lo que puede decirse ya lo dice todo. Porque lo que sale del alma ardiente de ese gran visionario, de ese gran lírico cristiano, es un poema. No es un plan de acción” (204). Con ello nos prepara para afrontar los años finales de Lutero, marcados por Febvre desde la introducción por un año crucial: 1525.

Un sitio internacional dedicado a los festejos de los 500 años de la reforma es: www.refo500.nl/en/news/6

 

[1] Un magnífico ejemplo de esto es Lutero: un hombre entre Dios y el diablo, de Heiko A. Oberman (original alemán de 1982, Madrid, Alianza Editorial, 1992), considerada según sus editores españoles, como la biografía definitiva de Lutero.

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