Lutero según Lucien Febvre: un destino reformador alemán desde una mirada francesa (II)

Dos de los mitos que rodean la vida de Lutero, han producido hipótesis contradictorias sobre el valor que  tuvieron en el pensamiento y la acción del futuro reformador.

16 DE JULIO DE 2015 · 17:00

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3. El “monjazgo” y el “descubrimiento”: las raíces de la rebelión

Dos de los mitos que rodean la vida de Lutero, sus años de monje y el “descubrimiento” esencial que lo puso en el bando contrario al del Papa, han producido una enorme cantidad de hipótesis contradictorias sobre el valor que efectivamente tuvieron sobre la evolución del pensamiento y la acción del futuro reformador.

Febvre tomó estos dos aspectos y los desarrolló, con una intuición alimentada por años de lecturas y reflexión, como lo que tal vez efectivamente fueron: las raíces de una rebelión personal que alcanzaría dimensiones nacionales y continentales. Para mostrarlas como tales, no vacila en calificar de novela prefreudiana el acercamiento que Denifle llevó a cabo sin presentar pruebas.

Lo que Febvre intenta comprender es la manera en que, desde el convento, Lutero entretejió la historia de sus crisis con la de su pensamiento. Las acusaciones de Denifle y otros, basadas en la obsesiva afirmación de la concupiscencia sexual, dejan de lado las afirmaciones del propio Lutero, quien engloba en esa palabra, concupiscencia, no sólo el impulso sexual, sino otros movimientos de su voluntad.

Como escribe él mismo: “Yo, cuando era monje —se lee en el Comentario sobre la Epístola a los Gálatas publicado en 1535 (Lutero tenía 52 años)—, pensaba que mi salvación estaba perdida tan pronto como me sucedía sentir la concupiscencia de la carne, es decir, un impulso malo, un deseo (libido), un movimiento de cólera, de odio o de envidia contra uno de mis hermanos” (45).

La conclusión que Febvre obtiene es tajante, y muy relacionada con sus propósitos de revisión crítica de la bibliografía: no hay razón para abandonar la tradición, es decir, para poner en duda lo que se ha transmitido antes basándose en hipótesis no probadas. Tal descalificación le sirve para anotar, con más firmeza, algo sobre el carácter de Lutero en aquella época:

Un mal monje, no. Un monje demasiado bueno, al contrario. O, por lo menos, que no pecaba sino por exceso de celo, que, exagerándose la gravedad de sus menores pecados, asomado constantemente a su conciencia, dedicado a escrutar sus movimientos secretos, obsesionado además por la idea del juicio, alimentaba sobre su indignidad un sentimiento tanto más violento y temible cuanto que ninguno de los remedios que se le ofrecían podía aliviar sus sufrimientos (46).

¿Qué imagen del personaje se alcanza a percibir, a contracorriente de lo que aquellos biógrafos tendenciosos intentan? La de un monje común y corriente, sin demasiados elementos que le permitieran salirse de la uniformidad propia de la institución a la que pertenecía.

Si algo podrá explicar la superación de tal uniformidad, según Febvre, será la vertiente teológica por la que opta Lutero, todavía sin ninguna inclinación por pensar en una reforma eclesiástica o algo parecido.

Pero, para decirlo sinceramente, la reconstrucción que ensaya Febvre de sus estudios teológicos desdibuja un tanto su esfuerzo por traernos al personaje con sus contradicciones, aunque en cierto modo no hay sorpresa, porque él ha advertido que no se ceñiría al recuento de los hechos.

Lo que queda claro es que ninguna doctrina, por coherente y bien elaborada que estuviera, podía dar respuesta a sus inquietudes más profundas.

Aquí hay, al adentrarse en los laberintos de la teología, una gran aportación de Febvre a la comprensión del personaje: leyera lo que leyera, aprendiera lo que aprendiera, Lutero “si abre un libro, no lee en él más que un pensamiento: el suyo” (48).

Esta última apreciación comienza a abrir la puerta del pensamiento que atormenta a Lutero: la omnipotencia divina confrontada con la validez (o invalidez) de las obras humanas y la necesidad de ser justificado delante de Dios.

Los nombres de las influencias (Gabriel, Biel, Staupitz), en este sentido, se relativizan bastante por el hecho de que Lutero no encontraba la paz en medio de tantas fórmulas dogmáticas. No se trataba de evolucionar a medida que se cambiaba de maestro o de lecturas. Febvre resume muy bien este problema:

Así, la doctrina de la que se alimentaba, esa doctrina de los gabrielistas nacida del occamismo y cuya influencia tenaz y persistente sobre Lutero fue señalada por Denifle con fuerza y vigor antes que por nadie; esa doctrina que, alternativamente, exaltaba el poder de la voluntad humana y luego lo humillaba gruñendo ante la insondable omnipotencia de Dios, no ponía en tensión las fuerzas de esperanza del monje sino para destruirlas mejor, y dejarlas exangües en la impotencia trágica de su debilidad (50-51).

La importancia de la experiencia personal para Lutero, y para comprenderlo a él, continuamente señalada por Febvre, adquirirá poco a poco categoría de pieza clave puesto que, ya libre de la influencia molesta de los teólogos o del magisterio eclesiástico, Lutero proclamará las fuentes de su gran “descubrimiento”: las Sagradas Escrituras, cuyos textos “vinieron a sonreírle y a bailar una ronda a su alrededor”, según sus palabras (54).

Lutero comienza a liberarse y a ser él quien consiga la certidumbre, no los conceptos teológicos, bien o mal aprendidos. Hay que pensar un poco en la forma que se usaba en aquella época para transmitir el sentimiento de culpabilidad, de pecado, y cuán nueva podía sonar aquella palabra liberadora que Lutero empezó a canalizar, guiado, como subraya Febvre, por “sus riquezas interiores”:

Lutero fue el artesano, solitario y secreto, no de su doctrina, sino de su tranquilidad interior. Y fue, en efecto, tal como él lo dijo, concentrando sus meditaciones sobre un problema planteado no ante su razón, sino ante su paz: el de la Justicia de Dios, como entrevió al principio, y vio luego claramente el medio de escapar a los terrores, a los tormentos, a las crisis de ansiedad que lo consumían.

Señalar este progreso de texto en texto, desde el Comentario sobre el Salterio, donde ya se hacen oír tímidamente algunos de los principales temas luteranos, hasta el Comentario sobre la Epístola a los Romanos, infinitamente más amplio y a lo largo de todo el cual el pensamiento de Lutero se apoya sobre el pensamiento dominante del Apóstol, es una tarea casi irrealizable en un libro como éste (56).

Es entonces cuando aparece el misterio de su “descubrimiento”: ¿en qué consistió? ¿Cuál fueel motor que le dio el impulso decisivo para empezar a cambiar las cosas? ¿En qué fecha se dio ese cambio en la mente, en el corazón de Lutero? Inevitablemente, estas preguntas recuerdan la manera en que Febvre se plantea, cronológicamente, la conversión de Juan Calvino en su esbozo biográfico:

Bien es verdad que el humanista de 1532 se ha convertido paulatinamente, en 1533, no digamos en un reformado, en un luterano, pero sí al menos en persona poco segura en materia de fe, como dirían los tribunales de la época. No se ha convertido en un jefe. Es, en el fondo, un tímido. Un hombre que hay que forzar, agarrar por los hombros y empujar, echar al agua a pesar de su resistencia. Entonces, nada. Y tanto mejor cuanto que ha ido acumulando un tesoro de energía. Pero, si dependiera de él, se hubiera quedado en la orilla.[1]

Lutero, queda claro, no se convirtió al luteranismo, como sí parece que lo hizo Calvino, pero hay una gran transformación interior, de cuyos resultados visibles serán testigos tantos en Alemania y Europa. Tiene que haber sido algo verdaderamente trastornador.

Pero ¿qué fue en sí? ¿Sólo el alumbramiento interior de una verdad eterna? ¿La revelación mística de un postulado herético y cismático? Tal vez todo al mismo tiempo o ninguna de estas cosas.

¿Cuándo sucedió?: ¿a fines de 1512, en 1513 o acaso hasta 1514 en el convento de Wittenberg, en la famosa torre excrementicia, donde muchos de sus detractores se han empeñado en reconstruir grotescas escenas escatológicas?

Lutero se convirtió a sí mismo, parece que dice Febvre, y da razones para ello. Pero el misterio sigue prácticamente intocado, el contenido, bíblico-teológico, no: este hombre, “poco seguro en materia de fe”, ha llegado a la conclusión de que

todo hombre que recibe el don de la fe (porque la fe para Lutero no es la creencia; es el reconocimiento por el pecador de la justicia de Dios), todo pecador que, refugiándose así en el seno de la misericordia divina, siente su miseria, la detesta, y proclama en cambio su confianza en Dios, Dios lo mira como justo. Aunque sea injusto; más exactamente, aunque sea a la vez justo e injusto: Revera peccatores, sed reputatione miserentis Dis iusti; ignoranter iusti et scienter iniusti; peccatores in re, iusti autem in spe… ¿Justos en esperanza? Por anticipación más exactamente (60).

Se trata, ya se ve, de la doctrina de la justificación por la fe, expresada inevitablemente en lenguaje jurídico, algo en lo que Lutero, a estas alturas, ya no creía.

 

Lutero según Lucien Febvre: un destino reformador alemán desde una mirada francesa  (II)

Y aun cuando la doctrina no era ninguna novedad, su enunciación vaya que lo era: el creyente ahora es iustus et peccator, justo y pecador, siempre. Justificado, pero sumergido cotidianamente en el barro del pecado, sin excusas, apelando continuamente a la gracia para que lo guíe de regreso a la salvación.

En la realización de esta dinámica, las obras sobran, y Lutero atisba el insondable misterio de la predestinación, que aparece ante sus ojos, no ya como un terrible decreto, sino que “se encuentra lleno de promesas y de amor para las almas religiosas: las que florecen en la dulzura secreta de una absoluta dependencia de Dios” (61).

Lutero ha encontrado el remedio para sus males, pero aún le faltaba el paso decisivo: creer y ser movido por la idea de que dicho remedio servirá para aplicarse a toda la sociedad, a toda la cristiandad de su tiempo.

 

4. Las consecuencias del “descubrimiento”: 1516

Lutero, el biblista, el experto en Sagrada Escritura, fue, antes que eso, un alma inquieta, atormentada, violenta, y en ocasiones excesiva. Lo que escribió entre 1516 y 1517, a punto de encabezar la protesta, traduce su energía y vitalidad al papel, guiado por la convicción de que ahora abarcaba todo su pensamiento.

Sus fórmulas, que de ahora en adelante la expresaron una y otra vez, sin cesar, avanzando arriesgadamente en una dirección impredecible, contuvieron una creatividad impensada años atrás. Febvre le toma continuamente el pulso mediante muchas de estas fórmulas, algunas clásicas y otras que encuentra en su voluminosa obra.

Las caracteriza el temple de su autor: “Va, o más bien salta, de contraste en contraste, brinca con una holgura, una vivacidad, una escalofriante osadía, del pesimismo más desesperado al optimismo más confiado, de una aceptación exaltada del infierno al más dulce abandono en los brazos de la divinidad: del terror al amor, de la muerte a la vida. Nada es más patético, más personal también y menos libresco…” (63).

Así surgió el sistema de Lutero, prácticamente de sus entrañas, sin dejarse dominar por el ímpetu libresco. Una de las primeras consecuencias de su descubrimiento es la resolución de su debate interior sobre la seguridad de la salvación, al grado de que llega a decir que no está justificado, sino que “vomita la gracia” quien dude de ella. Su vida, con ese impulso, va a coincidir con el ideal de “cristiano” que empieza a forjar persistentemente.

Gozar de la salvación y del propio Dios pronto lo incitará a la acción. Tiene ahora la certeza de que Dios está de su lado, no ya el Dios casi abstracto de los teólogos, sino “una voluntad activa y radiante, una bondad soberana actuando por amor, y dándose al hombre para que el hombre se dé a Dios” (66).

Más que teólogo, dice Febvre, es “un cristiano ávido de Cristo, un hombre sediento de Dios en cuyo corazón tumultuoso hierven y tiemblan deseos, impulsos, alegrías sobrehumanas y desolaciones sin límite” (67).

La breve estancia de Lutero en Roma, que para muchos fue otro factor relevante en su rebelión, Febvre apenas la menciona y, cuando lo hace, no le da la más mínima importancia; a cambio, afirma que, entre 1505 y 1515, a Lutero no le interesa reformar a la Iglesia, sino su propia persona, su salvación.

Su único interés era poner en marcha “una religión completamente personal y que pusiera a la criatura, directamente y sin intermediarios, frente a su Dios, sola, sin cortejo de méritos o de obras, sin interposiciones parásitas ni de sacerdotes, ni de santos mediadores, ni de indulgencias adquiridas en este mundo y valederas en el otro, o de absoluciones liberadoras con respecto a Dios” (70).

Pero no era egoísmo lo que aún lo limitaba a sólo imaginar una religión así, sino que aún no contemplaba los eventuales alcances que podría tener en el seno de la Iglesia. Si acaso creía necesaria una reforma, la veía más bien en el hecho de que los sacerdotes estuvieran plenamente conscientes de su responsabilidad ante la predicación de la Biblia. Se veía a sí mismo como un reformador de la vida interior.

En este punto, Febvre insiste enérgicamente en el paulinismo de Lutero, es decir, en la influencia que la Epístola a los Romanos ejerció sobre él, sobre todo en términos de la crítica al legalismo.

Citando a Nietzsche, extrapola varias afirmaciones de éste sobre Pablo, aplicándolas a Lutero: la protesta vendría ser entonces contra el tormento de la ley divina no cumplida. Pablo, “el fundador del cristianismo” (según Nietzsche), estaría entonces, estrechamente ligado a Lutero en los órdenes moral y psicológico.

Las palabras de Febvre son firmes: “No pedimos al filósofo ese estudio sobre el paulinismo de Lutero que doctos teólogos nos han proporcionado. Pero, con un pulso notablemente firme, Nietzsche ha trazado el esquema de una evolución, la curva, firme y elástica, que traduce a la vez los movimientos de pensamiento y de conciencia de los dos hombres: el apóstol y el herético, ligados por lazos de una solidaridad visible, y que no es solamente de orden doctrinal” (75).

Lutero estaba por salir de la oscuridad, de sacudir a toda la cristiandad con una protesta personal, anclada sólidamente en varios años de búsqueda, indefinida hasta ese momento, pero que en 1517 se clarificó hasta tal punto que fue capaz de cambiar el rostro de la Iglesia.

El cruce entre la gran historia y la microhistoria iba a producirse ya. Era un momento en que este individuo, rotas por fin las cadenas que lo sujetaban, daría el salto para insertarse en la vida más amplia de la colectividad y ponerse en condiciones de influir sobre ella de manera determinante. Febvre lo sabe bien, y lo transmite con un compás de espera que se cerrará con el inicio de la segunda parte de la obr

 

La construcción de la protesta: los grandes sucesos

1. Periodización y aspectos relevantes de la vida de Lutero

La segunda parte de la obra de Febvre concentra los grandes sucesos de la vida de Lutero como reformador eclesiástico dentro de un arco estructural que inicia en 1517 con las 95 tesis y llega a su clímax en 1521 con la Dieta de Worms, presidida por el emperador Carlos V.

No describe los sucesos en una línea cronológica impersonal, sino que se coloca al lado de Lutero, de su pensamiento y reflexión, acompañando su evolución, su abandono de la esfera localista para acceder al ámbito nacional y universal.

El esquema tripartito que le da cobijo a esta estructura central sigue la vida de Lutero con la idea convencional del surgimiento (“El esfuerzo solitario”), el auge (“El florecimiento”) y el declive (“Repliegue sobre sí mismo”). Es en las subdivisiones internas donde el autor, habiendo renunciado a que su obra reciba el calificativo de biografía, trabaja sólidamente para que no sea reconocida como tal.

 

Lutero según Lucien Febvre: un destino reformador alemán desde una mirada francesa  (II)

Si desde el principio no buscó explicaciones fáciles en la infancia del personaje, ni quiso explicar las raíces más hondas de la protesta religiosa hurgando solamente en el ambiente sociopolítico, ahora se coloca frente a su biografiado con todos los arrestos para interrogarlo sin concesiones, pero con una simpatía que se deja ver todo el tiempo. Como historiador que es, va a dar una auténtica lección de su disciplina al momento de exponer el entorno alemán contemporáneo de Lutero.

Tal vez sea esta otra valiosa aportación al arte de la biografía: que el arsenal con que cuenta Febvre para visualizar panorámicamente la época histórica en que vive el personaje, pueda utilizarse en la reconstrucción de una vida específica sin aplicar mecánicamente la idea superficial de que por dominar el panorama de las mentalidades dominantes, ya se pueda ahondar en la vida de algunos individuos.

Quizá en ningún caso esto sea posible, pero menos aún en el que nos ocupa, porque como ya se ha dicho líneas arriba, ni el “espíritu nacional”, ni la mera acumulación de agravios, ni tampoco la creencia de que la historia estaba grávida para un suceso así, podría reducir la vida del monje agustino a una probabilidad muy intensa de que siguiera el curso que siguió.

Febvre no lo cree así, y en su esquema muestra cómo determinados contactos, encuentros y desencuentros, y diálogos, que se presentan en la vida de Lutero, influyeron, pero no determinaron el rumbo que tomarían su pensamiento y acción.

Así, vemos cómo desfilan ante nosotros sus profesores y protectores, sus enemigos intelectuales y eclesiásticos, y sus simpatizantes y amigos, cercanos y lejanos. Con todos entabla una relación que lo motiva, para bien y para mal, a seguir en su lucha, cuando ya ha comenzado, pero ninguno lo seduce tanto como para orientarse con base en sus apreciaciones.

Sigue siendo el dueño de su destino, aun cuando existan personajes como el príncipe elector, Federico de Sajonia, cuya intervención puntual dejará uan huella profunda en el curso de los sucesos.

2. La reacción ante las indulgencias

 

Así, pues, el Lutero ulcerado por su estancia en Roma, el Lutero que reprimía sus ascos, pero que desarrollaba en su interior una pasión vehemente por la reforma de los abusos eclesiásticos, ese Lutero ha muerto hoy para nosotros. Lo sustituye un cristiano solitario que sufrió mucho y meditó mucho antes de forjarse su verdad […] ¿Cómo explicar, de acuerdo con lo que hoy creemos saber de su evolución primera, la transformación brusca de un cristiano que se abisma a los pies de su Dios, en tribuno soberano que guía a las multitudes? (77).

 

En la cita anterior, Febvre, al mismo tiempo que coloca los puentes para entrar de lleno en la fase más fecunda de la vida de Lutero, critica implícitamente las biografías confesionales en las que el personaje es reformador desde que nace.

Subsumiendo una serie de sucesos en una enumeración que no quiere ser exhaustiva, opta por ver a Lutero como lo que muchas veces se olvida que fue: un hombre que sufrió y dudó antes de decidirse a actuar.

Como lo hará más adelante al referir el ambiente social y político de Alemania, Febvre introduce el asunto de las indulgencias con un profundo conocimiento del comportamiento de la nobleza alemana de la época, rompiendo radicalmente con la piadosa tradición protestante que ha situado la acción de Lutero dentro de un marco menos complejo.

Por ejemplo, no se sostiene ya que la indignación de Lutero haya sido producida por la sorpresa que le causó la venta de las indulgencias.

Dice claramente que “no necesitaba del ‘escándalo de Tetzel’ [su principal promotor en Alemania] para ver en acción a los predicadores de indulgencias… y a los que las adquirían” (82). Por tanto, se esforzará en demostrar sus razones más hondas, de carácter teológico y personal.

Este episodio, que ha servido para crear tantas leyendas, muestra a un Lutero razonablemente indignado que reacciona, desde su campo de acción, tal y como podía suponerse que lo hiciera: siendo profesor universitario de teología, redacta unas tesis para discutirlas públicamente.

Hasta allí se comporta predeciblemente, pero debido a su trasfondo, a su lucha interior entre la ley y la gracia, traslada justamente hacia ese terreno su reprobación, y predica en ese tenor, según lo contará más tarde, aunque ya con otra visión de los hechos: “Viendo que, en Wittenberg, una multitud de gente corría tras las indulgencias a Jutterbock, a Zerbst, a otros lugares, y, tan cierto como que Cristo me ha rescatado, no sabiendo entonces más que cualquier otro en qué consistía la indulgencia, empecé a predicar tranquilamente que había algo mejor y más seguro que comprar perdones…” (88).

Febvre sintetiza muy bien lo que había detrás de las 95 tesis del 31 de octubre de 1517: 97 tesis anteriores y “diez años de esfuerzos heroicos para encontrar la paz” (93). Nada menos, pues ya desde el año anterior predicaba acerca de las indulgencias.

Las nuevas tesis comenzaban a poner en entredicho algunas determinaciones papales pero no eran tan revolucionarias, puesto que antes de Lutero otros habían cuestionado a la autoridad máxima de la Iglesia con mayor acritud. Lo que estaba sucediendo, en realidad, era que: “Detrás de sus protestas y de sus afirmaciones de 1517, Lutero se ponía entero, en cuerpo y alma.

Ponía a un hombre, y a un hombre al que nada en el mundo haría retroceder, porque en su corazón, un Dios, su Dios, vivía, sensible y tangible a cada instante: un Dios del que sacaba su fuerza confesándole, confiándole por decirlo así, su debilidad y su miseria…” (93).

Tácitamente se trataba de una confesión de fe profunda, personal, que veía en la venta de indulgencias el momento adecuado para salir de sí, para hacerse presente, en medio de circunstancias que le permitieron ser divulgada mediante las 95 tesis que la contenían, y de la cual eran un fruto visible.

Documental: Wittenberg entre Lutero y la química

 

[1] Ibid, p. 144.

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