Centenario de El Quijote: Las misericordias de Dios

Don Quijote de la Mancha: "En fin, sus misericordias (las de Dios) no tienen límite, ni las abrevian ni impiden los pecados de los hombres”.

11 DE JUNIO DE 2015 · 20:50

Don Quijote de La Mancha reflexiona justo antes de su muerte sobre la fugacidad y el valor de la vida. Foto: Dino (Flickr, CC),Don Quijote de La Mancha
Don Quijote de La Mancha reflexiona justo antes de su muerte sobre la fugacidad y el valor de la vida. Foto: Dino (Flickr, CC)

Las naciones que leen y admiran El Quijote, que forman legión, están conmemorando este año la publicación de la segunda parte del libro. La primera tuvo lugar en 1605 y la segunda hace exactamente 400 años, en 1615. Con este motivo, Protestante Digital está ofreciendo a sus lectores una serie de artículos fundamentados todos en la segunda parte del libro inmortal.

Cuando Platón, en el Timeo, afirma que el tiempo viene a ser una imagen móvil de la eternidad, no acierta del todo. La eternidad no significa un tiempo inacabable, sino otra cosa distinta, difícil de definir por el entendimiento humano. Hacia la meta de la eternidad cabalga el caballo del tiempo. Unas veces lo hace a paso lento y otras a galope, como lo señala Don Quijote en una de las sentencias más crudas y extraordinarias de toda la novela. Dirigiéndose a Sancho, quien le pide que no se muera, y a Sansón Carrasco, junto al lecho del enfermo, les dice:

            “Señores, vámonos poco a poco, pues ya en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño”.

Poco a poco o mucho a mucho, todos nos vamos. Poco a poco se fue Abel en plena juventud y mucho a mucho se fue Adán, su padre, quien vivió hasta los 930 años.

            Es la sentencia divina: Está establecido a hombres y mujeres que mueran. Decir, como Calderón, que la vida es sueño, es decir una metáfora. Pero en toda metáfora existe un vínculo con la realidad.

            La Biblia compara la vida humana a un día. Una vigilia de la noche. Un torrente de agua. Un sueño. La yerba del campo. Un pensamiento. Una sombra. Un penacho de humo. Una niebla madrugadora. Una caña tronchada por el viento. Un vuelo a lugares celestiales.

            Todo queda aquí al morir. En los nidos de antaño no hay pájaros hogaño. Sabio Don Quijote.

De la misma opinión era Shakespeare. En el quinto acto de Macbeth se lamenta: “El mañana y el mañana y el mañana avanzan en pequeños pasos (el poco a poco de Don Quijote), de día en día, hasta la última sílaba del tiempo recordable: todos nuestros ayeres (los nidos de antaño) han alumbrado a los locos el camino de la muerte. ¡Extínguete, extínguete, fugaz antorcha!”(Los pájaros de hogaño).

Sólo Dios mide y enumera el tiempo. Ido el médico, Don Quijote, con ánimo sosegado, rogó que lo dejasen solo, porque quería dormir un poco.

            “Hiciéronlo así y durmió de un tirón, como dicen, más de seis horas: tanto, que pensaron el ama y la sobrina que se había quedado en el sueño. Despertó al cabo del tiempo dicho y, dando una gran voz, dijo: ¡Bendito sea el todo poderoso Dios, que tanto bien me ha hecho! En fin, sus misericordias no tienen límite, ni las abrevian ni impiden los pecados de los hombres”.

Una de las muchas referencias que Don Quijote hace a la Biblia. En el capítulo 3 del libro llamado Lamentaciones, escrito por el profeta Jeremías, leemos: “Por la misericordia del Señor no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias. Nuevas son cada mañana”.

Cuando afirma que los pecados de los hombres no impiden la misericordia de Dios, Don Quijote se mueve en el centro de la Escritura. En los pecados de los hombres se distinguen tres elementos: la injuria que se le infiere a Dios, su separación de Dios, volviéndole la espalda y la caída y descomposición interiores. Pero todos estos elementos no anulan las misericordias de Dios, que son eternas, nuevas cada mañana.

La sobrina, pese a ser mujer de misa dominical, como era obligado en aquellos tiempos, mucho más en pueblos pequeños, no entiende el lenguaje del enfermo. No sabe de pecados ni de misericordias divinas. Asombrada por lo que cree nuevos disparates, pregunta:

            “¿Qué es lo que vuestra merced dice, señor? ¿Tenemos algo de nuevo? ¿Qué misericordias son éstas, o qué pecados de los hombres?”.

Llega el desenlace final. El momento cumbre de la fábula concebida por Cervantes, el más grande de los escritores que en el mundo han sido, y transmitida por Cide Hamete Benengeli.

Don Quijote vuelve a ser Alonso Quijano el bueno. El loco caballero de la Triste Figura ha desaparecido para siempre. La locura de Don Quijote se ha extinguido al golpe de una enfermedad. La imagen es genial. Acumulando energías, responde a la sobrina con un largo párrafo que vale la pena de leer y releer, haciendo esfuerzos por contener las lágrimas que provoca:

            “Las misericordias, sobrina, son las que en este instante ha usado Dios conmigo, a quien, como dije, no las impiden mis pecados. Yo tengo juicio ya libre y claro, sin las sombras caliginosas de la ignorancia que sobre él me pusieron mi amarga y continua leyenda de los detestables libros de caballerías. Yo conozco sus disparates y sus embelecos, y no me pesa sino que este desengaño ha llegado tan tarde, que no me deja tiempo para hacer alguna recompensa leyendo otros que sean luz del alma. Yo me siento, sobrina, a punto de muerte: querría hacerla de tal modo, que diese a entender que no había sido mi vida tan mala, que dejase renombre de loco; que, puesto que lo he sido, no querría confirmar esta verdad en mi muerte. Llámame, amiga, a mis buenos amigos, al cura, al bachiller Sansón Carrasco y a maese Nicolás el barbero, que quiero confesarme y hacer mi testamento”.

            La melancolía encerrada en “los nidos de antaño” ha volado con los últimos vestigios de la locura, que deja paso a la grandeza de los nobles propósitos. No quiere Don Quijote que su fama de loco le siga hasta la muerte. Se puede vivir cometiendo locuras, pero es irracional morir loco. En esta hora suprema hemos de ser dueños de nuestro juicio, afrontar la hora final con la mente en condiciones de discernir.

            Sin necesidad de que la sobrina los llame, entran en la estancia los tres amigos citados. Nada más verlos, Don Quijote exclama eufórico:

            “Dadme Albricias, buenos señores, de que ya no soy Don Quijote de la Mancha, sino Alonso Quijano, a quien mis costumbres me dieron sobrenombre de bueno”.

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