“Ese venero, ese manantial”: Presencia de la Biblia en la cultura de Occidente (III)

Mediante el acceso al contenido de la Biblia, cada cultura ha vaciado en ella su forma de ver el mundo.

28 DE MAYO DE 2015 · 20:25

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Traducción y tradición

El arte de la traducción es el que ha engendrado culturas y subculturas bíblicas ligadas a la tradición que cada versión ha producido en las diferentes regiones del planeta. Mediante el acceso al contenido de la Biblia, cada cultura ha vaciado en ella su forma de ver el mundo y ha modelado, a través de sus personajes, relatos y mensaje toda una nueva construcción que se ha expandido entre los lectores cuya familiaridad con determinadas secciones de las Escrituras ha determinado el grado de apropiación genuina en cada sociedad lingüística.

Las traducciones a los diversos idiomas transportan, por decirlo así, el mensaje bíblico para instalarlo en las matrices y prácticas culturales a través de un diálogo continuo, de ida y vuelta, que se realiza cada vez que se lleva a cabo una lectura atenta. Sobre las traducciones bíblicas, escribe Steiner:

El proceso de traducción y retraducción ha sido continuo durante más de dos milenios. Los textos bíblicos han sido transmitidos por todos los medios y notaciones concebibles: de los rollos de papiro a los discos compactos, de los infolios monumentales a la miniaturización de salmos u oraciones en cabezas de alfiler. La crónica de la imprenta, del diseño de caracteres, gira en torno a las ediciones de la Biblia, de Gutenberg en adelante. Pero la Sagrada Escritura está también disponible en braille y en el lenguaje de signos para sordos. No hay biblioteca, por extensa que sea, que comprenda la totalidad de las Biblias y Evangelios hablados, escritos, impresos.

Estas transformaciones en lo que hoy se conoce como “soporte” para vehicular los textos bíblicos atravesaron, en cada caso, una historia propia. En todos los idiomas de Occidente es posible reconstruir estos procesos como parte de una historia cultural más amplia.

A partir de la Reforma Protestante y las diversas traducciones a las lenguas vernáculas, se abrió la caja de Pandora de la libre lectura e interpretación de los textos sagrados y comenzaron a imponerse nuevas prácticas de la lectura como tal.

Así lo esbozó Carlos Monsiváis (1938-2010): “La única cultura “superior” de las masas, precisa [Antonio] Alatorre, es la religión, y de allí la enorme influencia de esa producción de letrados en el desarrollo de nuestra lengua, de manera similar a la influencia de la versión de la Biblia de King James en los países anglosajones […] y a la enorme presencia de la versión de la Biblia hecha por Lutero en el desarrollo del idioma alemán”.

En ese contexto, la cita de Alatorre es obligatoria: “La lectura de la Biblia quedó prohibida en el Imperio español desde el siglo XVI. Si hubiera sido ‘autorizada’ la hermosa traducción de Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera, protestantes españoles del siglo XVI, la historia de nuestra lengua sería sin duda distinta de lo que es” (Los 1001 años de la lengua española, 1979, 1989).

No se puede menospreciar el hecho de que muchos reformadores como Erasmo, Lutero y Calvino participaron directamente en esfuerzos magníficos de traducción bíblica que hicieran accesibles los textos sagrados a los grandes públicos de su época

Precisamente escritores como los mexicanos Monsiváis, Sergio Pitol y José Emilio Pacheco (Premio Cervantes los dos segundos) han destacado la manera en que el acceso a determinadas traducciones de la Biblia permite que su influjo se haga sentir en rangos cada vez mayores de influencia cultural y literaria. Monsiváis, como tantos lectores evangélicos de su generación, fue un escritor formado y permeado toda su vida por la revisión Reina-Valera de 1909. Su testimonio es coloquial, directo y sin rodeos:

En el principio era el Verbo, y a continuación Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera tradujeron la Biblia, y acto seguido aprendí a leer. El mucho estudio aflicción es de la carne, y sin embargo la única característica de mi infancia fue la literatura: himnos conmovedores […], cultura puritana (“Instruye al niño en su carrera y aun cuando fuere viejo no se apartará de ella”), y libros ejemplares: El progreso del peregrino de John Bunyan; En sus pasos o ¿Qué haría Jesús?; El paraíso perdido, La institución de la vida cristiana de Calvino, Bosquejo de dogmática de Karl Barth. (Autobiografía, 1966)

Como lo demuestran algunos historiadores de la lectura, para él no existió discontinuidad alguna entre el acto mismo de la memorización, como parte de una subcultura religiosa, y la proyección de todo lo bíblico en el resto de la cultura, particularmente en la literaria, incluyendo las obras piadosas de lectura obligatoria.

Como se aprecia en todos sus libros, su lenguaje transformó los textos bíblicos en continuos ejercicios de intertextualidad, una de las prácticas protestantes más comunes, consistente en referir cualquier porción a su antecedente en el Antiguo o en el Nuevo Testamento: “La Biblia es un libro de registros variados, de énfasis comunitario e individual (Proverbios o Job), de intensidades y matices. En nuestra cultura es el clásico de clásicos, y eso beneficia a todos los que escriben”.

A fines de los años 50, siendo Monsiváis y Pitol muy jóvenes, ambos conocieron a Borges, lo que dio oportunidad al primero de referirse a su traducción bíblica predilecta y de expresar su aspiración, según recuerda Pitol, “a que algún día su prosa muestre el beneficio de los infinitos años que ha dedicado a leer los textos bíblicos; yo que soy lego en ellos, comento bastante encogido que la mayor influencia que registro por el momento es la de William Faulkner, y allí me da jaque mate al aclararme que el lenguaje de Faulkner, como el de [Herman] Melville y [Nathaniel] Hawthorne, están profundamente marcados por la Biblia: son una derivación no religiosa del Lenguaje Revelado”.

Los autores de Moby Dick y La letra escarlata forman parte también del universo cultural que giraba intensamente en torno a la Biblia en la tradición anglo-sajona. En una entrevista, Monsiváis habló explícitamente de la traducción aludida:

La Biblia fue el primer libro que leí, a los 6 años. Y desde entonces he seguido leyéndola y me he familiarizado con el lenguaje. Sé que muchas cosas ya exigen un correlato histórico muy distinto en cuanto a épocas, la época en que se escriben los Evangelios, en fin… Hay necesidad de una contextualización histórica implacable, pero sé también que como documento de formación de una persona en la lengua y de una persona en lo que se considera el pasado y el presente religioso de la humanidad es un texto indispensable.

Me parece que para mí fue un aprendizaje de la lengua excepcional porque me tocó leer la Biblia en la versión de Casidoro de Reina y Cipriano de Valera que considero inmejorable y cuyo uso me parecería todavía necesario. No me gusta la actualización de la Biblia, la versión actual, no porque discrepe de las correcciones, las anotaciones, las puestas al día de vocabulario, sino porque lo otro era el caudal de la lengua y la manera inmejorable de decir: “Los cielos cuentan la gloria de Dios, y la expansión denuncia la obra de sus manos. El un día emite palabra al otro día, y la una noche a la otra noche declara sabiduría”. Me parece que allí se ha llegado a una perfección del idioma tan declarada que buscar equivalentes que sean más comprensibles es simplemente relegar lo que da de profundidad una versión hecha de una manera soberbia por Reina y Valera.

Pitol definió así la impronta bíblica en la literatura:

Literariamente, la Biblia es la madre de todos los libros. El lenguaje bíblico es como la sedimentación de grandes literaturas. Yo me explico la gran literatura norteamericana del siglo XIX, ese surgimiento del nivel del suelo a los niveles más altos debido a que, para los protestantes, la Biblia era un libro de lectura diaria. En cambio, nosotros, la literatura de nuestro siglo XIX no puede compararse porque nuestra tradición de la lengua era entonces a base de sermones de curas. Leo la traducción de Casiodoro de Reina […] Es un texto que la Inquisición consideró como heterodoxo [...] Es la tradicional que comencé a leer y sigo leyendo: es en donde el lenguaje me parece prodigioso.

Pacheco (1939-2014), proveniente de un dominio religioso distinto, debido a estos contactos personales, años más tarde se acercó al Cantar de los Cantares e hizo una adaptación fiel a su horizonte y contenido (2009), en la cual sentenció: “El Cantar de los Cantares vuelve absurda la idea de que existen el ‘autor’ de un texto y las tradiciones nacionales.

A semejanza de la cocina, la poesía es una serie infinita de apropiaciones e intercambios. Nada es de nadie porque todo es de todos. Un poema pertenece a quien tenga la voluntad de hacerlo suyo”.

En la Península Ibérica, y con un enfoque similar, el poeta Félix de Azúa, también se ha referido a la Biblia como “la madre de la literatura” en las diversas comunidades idiomáticas (Alemania, Inglaterra, España): “Suele decirse que la moderna literatura europea nace a finales del Renacimiento y su impulso decisivo es la Biblia en sus traducciones a lenguas vernáculas.

Adaptar el gran estilo bíblico a una expresión comprensible en lengua llana fue una tarea monumental” (El País, 26 de mayo de 2013). Su reconocimiento de la traducción protestante renacentista, colocada al lado de sus equivalentes en otras lenguas, es digno de citarse:

Al igual que los casos alemán, italiano o inglés, la escritura de Reina es un fabuloso ejemplo de la lengua común castellana de su siglo, empleada con suma elegancia literaria. Si la King James suele compararse con Shakespeare (aparece cuando se estrena The Tempest), Reina puede hacerlo con Cervantes cuyo Quijote data de 1605. Así lo juzga Menéndez Pelayo: “[Casiodoro de Reina es] el escritor a quien debió nuestro idioma igual servicio que el italiano a Diodati”. La frase (citada por González Ruiz en su inencontrable edición de 1987) parece un sacacorchos, pero se entiende: Reina inventa el castellano literario de la calle, por así decirlo, como Giovanni Diodati inventó el italiano en su traducción de 1607, obra maestra de la lengua de su país.

También se lamenta de que esa versión no circulara en España lo suficiente para influir más en su literatura: “Casi hemos de ponernos en Unamuno para divisar la influencia de la Biblia del Oso en algún escritor de altura”.

Al referirse a la presencia de la Biblia en el Quijote matiza sus afirmaciones: “Sus trescientas citas de las Sagradas Escrituras confirman un extenso conocimiento del texto bíblico, aunque no se ha podido establecer qué traducción llegó a sus manos”.

En este punto es imposible dejar de recordar el volumen de Juan Antonio Monroy: La Biblia en el Quijote (1963). De Azúa califica la obra mayor de Cervantes con una afirmación crítica y altisonante. “Una Biblia para un país sin Biblia”.

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