Una nueva narrativa evangélica (2): periodistas chapuzas

Todos hemos leído, y sufrido, artículos sin forma, con muy buena fe y toda esa mandanga del buenismo mal entendido, pero coincido con Velert: hay demasiados aficionados a escribir y pocos buenos escritores, y aún menos evangélicos dispuestos a pagar el precio de escribir bien, trabajar.

28 DE MAYO DE 2015 · 20:00

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Del autor de Intentemos superar el argot protestante para hacer comprensible el Evangelio;  del guionista de Escobar y Park, y del también productor de Narra como puedas, nos llega ahora una historia que viaja al pasado reciente de la narrativa evangélica, una historia que con un Delorean precioso, cromado y de alas batientes bucea en los primeros intentos modernos de revolucionar la comunicación cristiana.

Sí amigos, en esa primera reflexión sobre cómo superar una exposición excesiva a un argot algo endogámico (Escobar, Park, argot y artesanos de la palabra) me topé con el material de un curso que se bautizó como el primer seminario cristiano de redacción literaria allá por 1987. La sorpresa, positiva, fue descubrir la reivindicación de una difusión escrita de, valga la redundancia, las Escrituras.

La palabra impresa es un arma muy poderosa, y es por eso que los nazis, por ejemplo, llevaron a cabo su ya famosa quema pública de libros en la Bebelplatz de Berlín en 1933. Un intento de purga intelectual, de eliminar el rastro de palabras que uno considera contrarias a sus intereses. La Biblia no se salva de esos intentos, no se crean. Hoy día su presencia en esa nube virtual que todo lo engulle dificulta mucho la posible censura, pero no olvidemos acciones como la del emperador Diocleciano (ordenó destruir escrituras cristianas, y lo hizo a conciencia), la misma Inquisición española, la censura franquista y, en nuestros días, la todavía difusión clandestina del texto bíblico en países alérgicos a la libertad de creencia.

Gracias a internet podemos disponer de medios de comunicación donde exponer el mensaje evangélico sin necesidad de mendigar en medios, glups, seculares. Pero siempre, siempre, siempre, siempre, reivindicando calidad, calidad, calidad.

Me explicaré. La introducción a ese curso planteaba buenas intenciones como la idea de "reflexionar y presentar la interacción Palabra de Dios / hombre actual", aunque acaba cayendo en la trampa de citar a los no creyentes como "los de fuera", mientras se recrea con "los de dentro", es decir, "los hermanos y hermanas en el Señor". Pero no se preocupen, se trata de un ligero patinazo inicial que, después, arregla una de mis voces favoritas en lo que se refiere al periodismo evangélico, la de Roberto Velert. Velert ofrece una visión dinámica, ágil, abierta.

Él mismo parodia el estilo agarrotado de algunos y nos plantea un artículo que empiece así: "El problema fundamental de la actual coyuntura moral exige un replanteamiento de las estructuras básicas bíblicas, en torno a las cuales fijarse bases de conducta...", un inicio que nos invita a acompañar con los numerosos textos bíblicos que, claro, conocemos, con toda nuestra sabiduría evangélica y a terminar con una buena dosis de pedantería.

 

Roberto Velert.

Velert es un valiente, ya que se atreve a calificar a muchos de los autores de artículos que se publican en medios evangélicos como de periodistas chapuzas. Sí amigos, no disimulen. Todos hemos leído, y sufrido, artículos sin forma, con muy buena fe y toda esa mandanga del buenismo mal entendido, pero coincido con Velert: hay demasiados aficionados a escribir y pocos buenos escritores, y aún menos evangélicos dispuestos a pagar el precio de escribir bien, TRABAJAR.

Hace un tiempo cometí el error (o no) de atreverme a comentar a un colaborador de un medio evangélico que pensaba que sus textos no cumplían un mínimo de calidad. Hasta le pregunté el tiempo que dedicaba a ellos y la respuesta, que no pienso dar, me dio ganas de saltar al vacío desde un puente con vistas a la mediocridad.

En el otro extremo, hice la misma pregunta a otro autor, José de Segovia, que me planteó todo un ritual (creo recordar que cada lunes por la tarde) a la hora de pensar, enfocar, afinar, empaparse, matizar, buscar el fondo y la forma de alguno de sus fabulosos textos.

No amigos, no todo el mundo puede escribir en base a las buenas intenciones. Igual que no todo el mundo puede ejecutar (en algún caso, de forma literal) una pieza musical, cocinar como si fuera Ferran Adrià o ponerse al frente de una clase llena de inocentes niños sin culpa (la excusa de que "nos falta gente para la Escuela Dominical" tampoco vale, porfi, porfi, porfi!).

Velert ahonda incluso en la necesidad de tener claras las diferencias entre géneros periodísticos: entrevista, reportaje, opinión, reseña, crónica y ese largo etcétera de posibilidades de escritura.

Allá por los años 90 me apunté a un taller literario que una escritora cubana impartía en un delicioso piso viejuno y de techos altos a tocar del Palau de la Música de Barcelona. Exhaustiva como pocas, desgranaba todas las posibilidades formales que nos ofrecen la creatividad, la gramática, las figuras retóricas, los géneros literarios, los puntos de vista, los tiempos, la estructura narrativa y hasta la improvisación.

Al acabar el curso tomó uno de mis cuentos y dijo: "Ahora ya conoces todas las normas, sigue saltándotelas". Y hasta hoy, lo juro por McLuhan, le he hecho caso, aunque cuando me metí en el lado oscuro del periodismo me transformé en una especie de talibán de las normas estructurales, algo que me llevó a más de un (amistoso) enfrentamiento con compañeros que desafiaban mi obsesión con un uso (mejor dicho, no uso) de la pirámide invertida, las 6 W (who, when, why, how, what, where), el lead de una noticia o chorradas como un titular con verbo o no empezar un texto con un temporal.

¿Por qué cuento esto? Porque debemos aspirar, insisto, a la máxima calidad. Que no, que no sirve la idea de la buena fe. Que no, que cada uno no tiene su estilo y ya está. Mentira. Conozcamos las normas, los ingredientes, lo que han hecho los maestros de cada materia. Después, lo podemos despedazar, deconstruir o aderezar con el sello personal propio.

Elmore Leonard cuenta con un decálogo para la escritura que recoge consejos, muy particulares, como no usar un verbo distinto a decir para introducir un diálogo, evitar descripciones detalladas de los personajes o quitar esas partes que todo lector tiende a saltarse. Me encanta ese decálogo, aunque no comulgo del todo con él, pero lo cito porque el curso (recuerden, seminario cristiano de redacción literaria, unos pioneros) insiste en ideas leonardianas como la claridad, la concisión, la precisión o la sencillez.

Pero también alumbra la posibilidad de no limitarse a decir que llueve para pasar a describir esa lluvia y dar un toque de color a lo que queramos contar. Como ustedes quieran, pero conozcan la técnica y, después, úsenla como quieran. Los evangelistas, recuerden, eran periodistas. Y de los buenos.

El actor y dramaturgo mexicano Odín Duperyron tiene clara la misma premisa. En una entrevista habla del "pensamiento mágico pendejo" y distingue entre pasión y talento. Y aunque esta mención tendría más lógica en el espléndido artículo de Noa Alarcón Basura de autoayuda, Dupeyron explica que querer no siempre es poder. "Yo amo cantar", le dijo alguien. "Pero no sabes, no tienes el registro ni la voz", le contestó él. "La garganta te da de aquí para acá", concluyó. Bueno, según Elmore Leonard simplemente lo dijo.

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