Basura de autoayuda

“Dentro de ti está la clave para ser feliz. Si no la encuentras, es que te estás boicoteando a ti mismo”. Ese es el mensaje de los libros de autoayuda. Todos tienen la solución, y es que la propia máquina se encienda sola cuando está apagada.

14 DE MAYO DE 2015 · 21:20

Foto: Blake Richard Verdoorn (Unsplash, CC),
Foto: Blake Richard Verdoorn (Unsplash, CC)

Debería hablar del Sant Jordi de este año y de que, a la espera de los resultados de la Feria del Libro de Madrid, todo parece indicar que otro año más es la literatura menos literaria la que se lleva la palma de oro de las ventas.

Este año, junto a los autores promocionados de turno, se ha vendido como churros una novela de dudosa calidad y mucho contenido de autoayuda. Me niego a repetir su eslogan o su nombre (algo que podéis encontrar en cualquier buscador de Internet) por riesgo a tener pesadillas esta noche. Debería hablar de todo esto y del mundo editorial en que nos ha tocado vivir, de la esperanza de vida de los escritores, pero todo eso es demasiado obvio, más digno del sofá de un terapeuta que de un artículo en este ilustre periódico.

No, voy a explicar lo del título del artículo, lo de por qué la literatura de autoayuda es una basura, aunque se merecería otro nombre menos bonito; y no es una afirmación salida de la furia y el encendimiento debido a que otro año más las ventas de esta clase de subproductos literarios arrasen entre los ingenuos lectores, sino una afirmación salida de la más absoluta objetividad. Pero para llegar a eso tengo que contaros otra historia.

Quizá se deba a mi genuina ingenuidad, pero cuando era más joven y escuchaba a los pastores y misioneros predicar desde sus púlpitos me preguntaba cómo era posible que el mundo actual, la gente de mi día a día en el trabajo, en la escuela, la universidad, entendiese eso de que las personas debían reconocer su pecado ante Dios para acceder a la salvación. A alguno de ellos le pedí en algún estudio bíblico o taller que nos explicase qué era eso del pecado de lo que hablaban todos. La idea de la conversación era más o menos así:

—Pero, ¿qué es el pecado? —preguntaba la Noa ingenua.

—Es lo que nos separa de Dios.

—¿Pero qué nos separa de Dios? ¿Qué es eso, específicamente?

—Nuestro pecado.

Ad infinitum. Algunos acababan diciendo, para salir del aprieto, que era un misterio de alta teología que era mejor aceptar sin más, porque era lo decía la Biblia. Yo creo que ni siquiera ellos lo entendían y tenían demasiada presión encima como para darse el lujo de admitirlo. Se conformaban con las definiciones pequeñas llenas del sublenguaje eclesial.

Así pues, el pecado era un problema gordo, muy gordo. Primero, porque nos separaba de Dios; segundo, porque debíamos reconocerlo (y ya sabemos lo mal que llevamos reconocer cualquier cosa los seres humanos); y tercero, porque no sabíamos qué teníamos que reconocer. Por un lado, el pecado, nos aseguraban nuestras autoridades sabiamente, no era algo que hacías o no hacías, como les pasaba a los católicos y su salvación por obras. El pecado era “nuestra condición”.

Había debates acerca de si nacíamos o no con ello puesto, hasta cuándo un niño era inocente. A mí me dejaban igual de ignorante. Era como si te dijeran que te habías manchado la cara pero no hubiera ningún espejo cerca en el que mirar dónde limpiarte. Como un Hundir la flota a ciegas, pegando cañonazos sin saber qué estamos buscando.

Pero eso sí, estaba claro que éramos pecadores.

Durante todos aquellos años acepté que lo de la evangelización, todo lo de ir por el mundo y predicar a Cristo, no iba conmigo. ¿De qué iba a predicar? La única predicación posible era la de intentar convencer a la gente “de fuera” de que tenían un pecado gordísimo que les arruinaba la vida y les alejaba de Dios. Pero os puedo asegurar, en nombre de la Noa ingenua, que yo no veía la ruina en la gente que me rodeaba. Eran gente sencilla, humilde, trabajadora. Muchos eran gente fantástica. El mundo no era un lugar horrible. Había desorden, y sí, cosas que mejorar, pero también una sensación de alegría electrizante. Eran los años 90 y el alza en la economía nos hacía vivir en una especie de aurora boreal de prosperidad que nos arrebolaba el estado de ánimo. La ecología era la palabra de moda, y teníamos la esperanza en que el reciclaje y la concienciación nos permitieran restablecer el equilibrio con la naturaleza. Todo era futuro y bienestar.

Fue Eduard Punset el que tiempo después me hizo entender qué era realmente el pecado que poblaba el mundo, que arrasaba a las personas y las desgarraba por dentro. No estoy diciendo ninguna herejía, veréis. En aquella época yo no entendía cuál era la diferencia entre lo que pertenecía a Cristo y lo que no. Quiero decir, que tenía muy claras cuales eran las normas morales de lo que pertenecía “al mundo”, como se decía dentro de la iglesia, y lo que no. Es decir, lo de siempre: nada de discotecas, nada de amigos no cristianos, nada de malas compañías, nada de ropa provocativa (eso para las chicas), nada de alcohol, nada de sexo antes del matrimonio. Pero si compartías esas ideas con la gente “del mundo”, muchos coincidían en el bienestar que provocaban esas normas morales. Sí, eran buenas. Si no tenía que convencerles de eso, entonces ese no era el pecado que buscaba. Simplemente, el pecado no estaba por ningún lado. Como no veía diferencia, me limitaba a vivir, dentro de los límites establecidos, lo mejor que yo considerase.

Entonces, uno de aquellos días, me pareció una buena idea leer El viaje a la felicidad de Eduard Punset. Le había seguido en Redes, el programa de La 2 que comenzó hablando de divulgación científica y acabó como un consultorio de Elena Francis. Punset aseguraba en su libro, y estaba demostrado científicamente, decía, que el fin del hombre es encontrar la felicidad. Todo su libro se basa en eso y en cómo encontrarla.

Y aquel día me pregunté: ¿y cuando la encuentres, qué haces con ella? Aparte del hecho de que encontrarla era algo tortuosamente complicado, lleno de trampas mentales y sesgos cognitivos. Por lo visto, decía Punset, estamos diseñados para buscar la felicidad pero somos nosotros mismos los que nos ponemos trabas para no encontrarla.

Eso, amigo Punset, no tiene sentido, ni científicamente, ni no científicamente. Pero ahí estaba su afirmación, su castillo de naipes bien construido, sosteniéndose sobre una sola idea vacía de contenido, una afirmación que debías creer porque sí, porque lo decía la Ciencia (en esta ocasión no la Biblia, pero se parecía).

Punset, que hasta ese momento me parecía un tipo entrañable, me empezó a caer raro. No mal, solo raro. Luego le descubrimos anunciando pan de molde y se consolidaron nuestras sospechas, pero eso sería mucho tiempo después. Era cierto que toda la gente que yo conocía, toda esa buena gente para quienes el mensaje de pecado y arrepentimiento que se predicaba desde la iglesia sonaba en otro idioma, buscaban la felicidad para sus vidas. Buscaban orden, sentido, sencillez, amor y belleza.

Todos lo buscamos, de hecho. Si ciertamente lo tuviéramos dentro de nosotros, como decía Punset, habría gente que aunque fuera por casualidad lo habría encontrado, pero eso que decían encontrar no era auténtica felicidad, aunque lo pareciese. Siempre había un ‘pero’, algo que no estaba ordenado, que no tenía sentido, que no era sencillo ni bello. Te decían que tu vida era una máquina de movimiento perpetuo, que se alimentaba a sí misma, pero a la vez te decían que tú tenías que hacer el primer movimiento para que se pusiera en marcha. ¿No veían que eso era una imposibilidad?

No, lo repetían, una y otra vez, lo argumentaban, formando un castillo de naipes sobre una débil carta que se tambaleaba constantemente con cualquier soplo de viento.

“Dentro de ti está la clave para ser feliz. Si no la encuentras, es que estás boicoteando a ti mismo”. Ese es el mensaje de los libros de autoayuda. Todos tienen la clave de la solución, y la solución es que la propia máquina se encienda sola cuando está apagada.

Gracias a Punset toda esa gente maravillosa que no necesitaba a Cristo porque todo estaba bien cambió de matiz, de tonalidad, a mis ojos. Todos luchaban con algo, y eso casi siempre estaba dentro de sí mismos. Y no, no crecían, no mejoraban: se consumían. Todos se consumían. Todo estaba corrompido de alguna manera. Quien no tenía un problema de obesidad tenía problemas con sus hijos; quien no, no llegaba a fin de mes. Y luego estaban los problemas que ya no tenían solución. La ecología resultó ser una farsa, y los de Greenpeace unos sacacuartos, porque el Amazonas ya estaba deforestado. Los ríos ya estaban contaminados. La capa de ozono tenía un agujero enorme y no existían tapones de ese tamaño. Dentro del hombre también había cosas que no se podían arreglar. Males eternos, expandidos de generación en generación; algunos ya estaban metidos tan dentro de nosotros que los llevábamos inscritos en nuestro ADN, y nos provocaban alergias y enfermedades raras, muertes prematuras. El hombre seguía buscando el orden, el sentido, la sencillez, el amor y la belleza, impulsados por algo desconocido dentro de ellos para reconocer el bien; y tal es nuestra necesidad de ese bien que nos da igual que sea una imitación. Da igual, y nos creemos vez tras vez que nuestro problema definitivo es otro, en el que no habíamos caído. Por eso no éramos felices aún.

Era por eso.

Hay algo común en todos los libros de autoayuda: todos te empiezan diciendo que algo no va bien. Y se venden porque nos identificamos con esa afirmación: todos lo sabemos, algo no va bien. Como cuando abres la nevera y algo huele a podrido. No lo ves, pero sabes que está. Todos los libros de autoayuda, además, proclaman ser el método definitivo para devolverte la felicidad. Y quizá lo hagan, no voy a decir que no. No, seamos sinceros: ese libro, ese método, “funciona”. Ya me entendéis, realmente funciona, de verdad. Lo sigues, lo aprendes, y obtienes la felicidad, absoluta y genuina. Y entonces, si eres como yo, te volverás a preguntar: ¿y ahora qué? ¿Qué hago con esto? ¿Esta felicidad me ayudará a que no tenga alergia a la lactosa? ¿Esta felicidad me ayudará a que mi amigo no muera en un accidente de coche? ¿Hará que no tenga miedo a la muerte? No, esa felicidad solo te obliga a decir: mi vida es una basura, así que ama la basura, porque no hay nada más.

No hay orden, solo te convence para que ames el desorden.

No hay sentido; solo te convence para que aceptes que la vida no lo tiene, en realidad, y que quien te diga lo contrario te está engañando.

No hay sencillez, porque has llegado hasta ahí por medio de una idea rebuscada y cogida con pinzas. Quizá unas pinzas cósmicas que conspiran para que tú seas feliz, pero siguen siendo pinzas. 

No hay amor, porque sigues teniendo miedo.

No hay belleza, porque te tienes que convencer de que la belleza es un problema de nuestro condicionamiento sociocultural.

Entonces, en ese momento, aparece Cristo. Él, en realidad, no es el dogma de la férrea disciplina moral religiosa. Tampoco es un gurú de la felicidad (mal lo sería; no acabó muriendo de un modo muy alegre). Es una persona, única, diferente. A quien no se puede obviar.

Resulta que, si lo analizas bien, él sigue siendo el centro de todo aunque se nieguen a pronunciar su nombre.

Gran parte de la literatura de autoayuda no es más cristianismo (el de verdad) pero sin Cristo. Cambiar las palabras, moldear las ideas, venderlas desde otro punto de vista como si fuesen nuevas (eso se nos da fenomenal a los escritores):

- Lo de que el universo conspira para cumplir tus deseos me suena a Romanos 8:28.

- Lo de la ley de la cosecha y la siembre está muy bien explicadito en 2 Corintios 9:6.

- Lo de que si pides algo “al Universo” lo recibirás teniendo fe es Mateo 21:22.

- Lo de evitar pensamientos y hablar en negativo ya lo decía Pablo en Colosenses 4:6.

Y podéis continuar la lista. Solo tenéis que buscar.

Cristo es, en realidad, todo lo que la autoayuda pretende ser, pero con sentido y propósito. Con Verdad. Toda enseñanza que se aparte de ese camino, ya la diga Punset o el mismísimo “San” Paulo Coelho, es una verdad a medias. Es intentar que la máquina de movimiento perpetuo se ponga en marcha a sí misma. Y no, no nos ponemos en marcha. Toda nuestra vida de esfuerzos, nuestras mejores intenciones, todos nuestros mantras lanzados al universo, no tienen ni un newton de fuerza suficiente comparable con la majestuosidad y la potencia de un solo movimiento del Espíritu Santo en nuestras vidas.

Esa autoayuda sin Cristo, esa irrealidad sin lógica alguna, es una basura por una razón muy sencilla y objetiva: porque ellos mismos te están diciendo que lo es; porque nos enseña a abrir la nevera, a ver que algo huele mal, y a volver a cerrar la nevera y a repetirnos que nuestra nevera es perfecta tal y como es. 

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - Preferiría no hacerlo - Basura de autoayuda