Los 10 mandamientos para hoy, de Brian Edwards

No puede caber ninguna duda de que la fe y las obras van inextricablemente unidas en el pensamiento neotestamentario. Pablo alude a aquellos que “profesan conocer a Dios, pero con los hechos lo niegan” (Tito 1:16). Un fragmento de "Los 10 mandamientos para hoy", de Brian Edwards (2008, Peregrino).

13 DE FEBRERO DE 2015 · 08:30

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Este es un fragmento de "Los 10 madamientos para hoy", de Brian Edwards (2008, Editorial Peregrino). Puede saber más sobre el libro aquí.
 

¿SON LA LEY Y LA GRACIA INCOMPATIBLES?

Un hombre que intenta introducir armas a bordo de un avión con la intención de secuestrarlo sabe que hay leyes firmes, respaldadas por severas penas, que condenan su actividad. Teme las leyes y las penas, por lo que se acerca al aeropuerto con una taquicardia y las manos sudorosas. La ley le resulta un tirano. Por contraste, un pasajero que obedece la ley atraviesa los controles de seguridad sin pensarlo dos veces. Se encuentra bajo la misma obligación de las leyes y penas que el primer hombre, pero no siente ningún temor; de hecho, se regocija en esas leyes que están allí para proteger la vida y la libertad de los pasajeros. Esa era exactamente la actitud del salmista en el salmo 119:44,45,47: “Guardaré tu ley siempre, para siempre y eternamente. Y andaré en libertad, porque busqué tus mandamientos. Y me regocijaré en tus mandamientos, los cuales he amado”. La Ley sólo es un tirano para el que la quebranta. Probablemente es a eso a lo que Pablo se refería cuando dijo a Timoteo que “la ley no fue dada para el justo, sino para los transgresores y desobedientes” (1 Timoteo 1:9).

Durante los últimos años, ha tenido lugar un importante debate sobre si podemos aceptar a Cristo como Salvador sin aceptarle como Señor. Por un lado, Zane Hodges sostenía que no había necesariamente una relación entre la fe y las obras, y que insistir en las buenas obras como evidencia de la salvación significa rechazar la gratuita e incondicional oferta del Evangelio. Hodges defendía que la conversión no requiere “ninguna clase de compromiso espiritual” (The Gospel Under Siege, 1981) (El Evangelio sitiado). Estaba apoyando a Charles Ryrie quien, en su libro Balancing the Christian Life (1969) (Equilibrar la vida cristiana), había llegado a la conclusión de que convertir el arrepentimiento en una condición necesaria para la salvación es “un falso añadido a la fe”. Ryrie agitó las aguas evangélicas al afirmar que se puede aceptar a Cristo como Salvador sin hacerlo como Señor. Puede que sólo estuviera afirmando que un verdadero cristiano puede no siempre vivir como tal, pero el modelo ya estaba creado. Se le comparó con Robert Sandeman quien, en el siglo XVIII, enseñaba que una aceptación intelectual del Evangelio era suficiente para obtener la salvación. Esta respuesta puramente intelectual a Cristo se conoce como “sandemanismo”.

Contra este trasfondo de un concepto bajo de la salvación, la vida cristiana, el evangelismo y el propio Cristo, John MacArthur respondió en 1988 con su libro El Evangelio según Jesucristo. MacArthur está comprometido con un Evangelio que cambia vidas radicalmente, de modo que esa fe salvadora inevitablemente lleva a una vida bajo el señorío de Cristo. Después de todo, el lema de los reformadores era Sola fides justificat, sed non fides quae est sola: sólo la fe justifica pero no la fe que está sola. Como sabiamente comentó Martin Lutero en la Alemania del siglo XVI: “Las obras no entran en consideración en lo que a la justificación atañe. Pero la verdadera fe no se abstendrá de producirlas como tampoco el Sol puede dejar de alumbrar.” O, como Santiago comenta en el Nuevo Testamento: “Vosotros veis, pues, que el hombre es justificado por las obras, y no solamente por la fe” (Santiago 2:24).

No puede caber ninguna duda de que la fe y las obras van inextricablemente unidas en el pensamiento neotestamentario. Pablo alude a aquellos que “profesan conocer a Dios, pero con los hechos lo niegan” (Tito 1:16), y afirma en Romanos 8:14 que sólo aquellos que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Juan está igualmente convencido de que “el que dice que permanece en él, debe andar como él anduvo” (1 Juan 2:6). Por supuesto que algunos cristianos pueden caer en el pecado sin perder la salvación, y algunos cristianos pueden vivir así mucho tiempo. En cualquier caso, no debemos olvidar que en el Nuevo Testamento hay algunas cosas que son posibles pero no permisibles. La prueba de ser hijo de Dios debe estar en manos del Espíritu Santo, y la prueba de esa propiedad debe ser guiada por el Espíritu (Gálatas 5:25). Pero el Espíritu nos guía a través de la Palabra que Él ha revelado. Andar en el Espíritu no es escuchar voces extraterrestres ni impresiones interiores, sino obedecer la clara revelación del Espíritu que se da en toda la Biblia.

Pensemos de nuevo en el conspirador subiendo a bordo de un avión 747 con sus armas ocultas. La gracia y la Ley sólo son opuestas para aquellos que están fuera de la gracia. Una vez que se está en el extremo receptor de la gracia, la propia Ley se convierte en gracia. Ya no es un tirano que nos condena, sino una fuerza amigable para mantenernos a nosotros, y a otros, a raya. Puede que a algunos les cueste trabajo comprenderlo, pero captarlo es fundamental. El salmista amó la Ley de Dios porque le traía libertad, no esclavitud. Lo pensó mucho, y frecuentemente se deleitó en ello (Salmo 1:2; 119:70,77,97,113,163,174). No quería nada mejor para sí que tener la Ley perfecta de Dios en su corazón (37:31; 40:8).

 

¿CONDUCE LA LEY AL LEGALISMO?

 

Brian Edwards.

¡No necesariamente! Legalismo es la palabra que se utiliza para describir la salvación obtenida y mantenida por la conformidad con la Ley en oposición a la salvación a través del perdón que Dios ofrece gratuitamente. En la práctica, el legalismo es la exigencia de guardar la letra de la Ley y, en el erróneo intento de “proteger” la Ley de Dios, inventa reglas humanas adicionales. Los fariseos habían escrito 613 reglas para acotar las leyes de Dios.

El legalismo no consiste en las restricciones que me impongo, sino en las exigencias que demando de los demás. Pablo estaba dispuesto a renunciar a comer carne si eso era piedra de tropiezo para otros (1 Corintios 8:13), pero eso no era legalismo; por otra parte, si hubiera hecho la misma exigencia a los demás, sí sería legalismo (Romanos 14:2). El legalismo es lo que Alfred Edersheim llamó “costumbres legisladas”: convertir la tradición y la cultura en ley. Una cosa es cierta: obedecer los Diez Mandamientos, e insistir en que los demás hagan lo mismo, no es legalismo, puesto que los Mandamientos no son una tradición sino la revelación de Dios.

El legalismo es muy comprensible. Frecuentemente nace del deseo de evitar los excesos; puede que prohibamos algo que en sí es inofensivo por miedo a que otros vayan demasiado lejos. Pero cuando inventamos reglas para guardar las leyes de Dios, estamos situando nuestra sabiduría por encima de la de Dios mismo. El legalismo puede sinceramente intentar controlar las pasiones humanas pero está abocado al fracaso. Pablo manejó esta perspectiva en Colosenses 2:20–23. Todas las reglas que el hombre pueda inventar, por sabias y bienintencionadas que sean, “no tienen valor alguno contra los apetitos de la carne”. El movimiento monástico lo descubrió en carne propia. Los primeros monjes temían a Dios y eran cristianos sinceros. En el siglo II, Tertuliano alardeaba de que aquellos que se quedaran en el mundo para luchar serían derrotados, mientras que los que se refugiaran en los monasterios saldrían victoriosos. ¡Tuvieron que aprender por las malas que el monje se llevaba su naturaleza pecaminosa consigo!

En algunos casos, el legalismo es la forma en que los dirigentes ejercen su autoridad sobre los feligreses. En 1 Pedro 5:3, Pedro conmina a los dirigentes espirituales a no poner cargas pesadas a su alrededor. El legalismo suele ser el resultado de querer tener una respuesta para todo; tenemos miedo de las preguntas que no tienen respuestas claras, o de asuntos que no están firmemente legislados. Pero Pablo recordó a los romanos que existen lo que él llamaba “opiniones” (14:1). Precisamente porque Dios no trata a su pueblo como niños, sino que les anima a utilizar su mente bajo la influencia y el control de la Biblia, es por lo que nos deja aplicar la Ley en casos particulares.

En Romanos 14, Pablo afronta el asunto directamente. Con respecto a “opiniones”, permite que sea la conciencia de los cristianos la que decida. Pero no debemos convertirnos en la conciencia de los demás. Los cristianos del siglo I diferían en su visión sobre la conveniencia de consumir carne ofrecida a ídolos (vv. 2, 14–17), en su mantenimiento de las festividades cristianas (5,6) y en su actitud hacia el alcohol (21). Esto no es el “gran slam” de Pablo contra la Ley de Dios, sino su advertencia contra un legalismo entusiástico. Nuestra insistencia en el valor permanente de la Ley de Dios no es legalismo. Sólo llegará a ser legalista cuando añadamos nuevas reglas a las leyes de Dios. Cuando los líderes de cierta secta menonita pasan horas debatiendo cuál debe ser el espesor permitido para la trenza de una muchacha, eso es legalismo.

Hace algunos años, estaba yo considerando con un grupo de jóvenes toda la cuestión de los donativos cristianos. Pronto estábamos escudriñando el Antiguo Testamento para descubrir los detalles de la ley del diezmo. Fue algo desconcertante descubrir que los judíos realmente gastaban parte de su diezmo en el sacrificio, parte del cual comían. Nos preguntamos si el cristiano podía, por tanto, ¡considerar una tarde en una hamburguesería como parte de su diezmo! El problema era que habíamos comenzado por el extremo equivocado. Como cristianos, habíamos comenzado por la Ley en vez de por la gracia. Comenzamos, pues, de nuevo y buscamos información en el Nuevo Testamento. De 2 Corintios 8 y 9, y 1 Corintios 16, y de Mateo 6, recopilamos una lista de palabras para describir la forma de dar de los cristianos: sacrificada, gozosa, voluntaria, espontánea, proporcionada, abundante, secreta, humilde, regular, confiadamente: todo era el resultado de la gracia. En aquel momento, los jóvenes pidieron un patrón bíblico, una norma por la que medir nuestros donativos. Luego volvimos al diezmo. El legalismo comenzó con el diezmo y lo convirtió en obligatorio, hasta en un alto nivel de espiritualidad, pero la gracia nos llevó allí voluntariamente.

Para evitar el legalismo hay una sencilla regla que no es una contradicción de nada que hayamos dicho ya. La regla es ésta: La Ley del Antiguo Testamento ya no es obligatoria a menos que la gracia nos lleve a ella. El legalismo consiste en ir adonde la gracia no conduce.

 

¿MATA LA LEY LA PAZ Y EL GOZO?

Hago muchos miles de kilómetros en las autopistas de mi país y, a altas velocidades, el margen de error es muy pequeño. Hay cientos de leyes que gobiernan cada vehículo y la manera como se lo conduce. Van desde las leyes que aseguran que el automóvil enfrente de mí –y su conductor– están en buenas condiciones para estar en la carretera, hasta las leyes que aseguran que la carretera misma se mantiene con alto grado de seguridad. Soy bastante consciente de los conductores que son temerarios en su velocidad e inconsiderados al cambiar de carril, pero tengo paz en mi mente en cuanto que –en general– los demás conductores están obedeciendo las mismas leyes que yo. De hecho, sin ese conocimiento, dudo que me aventurara en las carreteras en absoluto: ¡a menos que condujera un tanque! La ley, lejos de matar la paz, bien puede salvarme de que me maten.

El puritano del siglo XVII Thomas Watson comentaba sabiamente: “Los que no quieren que la Ley los gobierne tendrán la Ley para juzgarles.” O, como un antiguo predicador metodista se dice que observó: “O bien guardamos los Diez Mandamientos o les serviremos de ilustración.” Los cristianos, como todos los hombres y mujeres, tienen la obligación de guardar la Ley de Dios. Ésta no fue escrita en hojas de papel, o rollos, o cuero para que pudiéramos torcerla, sino en tablas de piedra para que o bien la guardáramos o la quebrantáramos. La Ley para el cristiano no condena pero sí manda.

Leer la Ley simplemente como una puntillosa lista de verificación significa malentenderla totalmente. Puede resultar convenientemente cómodo tomar la clara afirmación: “No cometerás adulterio”, y pretender tener éxito al cien por cien por haber sido fiel a nuestra esposa, pero está claro que eso no es todo lo que Dios se proponía, como el Sermón del Monte de Cristo lo explicó. Similarmente, en Romanos 2:22, Pablo reprende a los judíos por su confiada arrogancia: “Si odias a los ídolos, ¿por qué robas las riquezas de sus templos?” (DHH). Quizá tiene en mente a Malaquías y el diezmo. Cada generación debe aprender a aplicarse los Mandamientos.

La confusión en la sociedad actual en cuanto a lo que está bien y lo que está mal –y aun si existe tal cosa como el bien o el mal– es un resultado directo de nuestra ignorancia de la Ley de Dios. El proverbio bíblico de que “Los que dejan la ley alaban a los impíos; Mas los que la guardan contenderán con ellos” (28:4) ¡tiene toda la razón! Jamás debiera ser un misterio para el cristiano por qué en nuestra sociedad se tergiversan las normas y se aplauden las conductas más degradantes e impías. Ese es el inevitable resultado de una sociedad que ha relegado los Diez Mandamientos a la oscura antigüedad como las arcaicas normas de una raza semítica primitiva. La tragedia más grande es que muchos que profesan ser cristianos parecen estar de acuerdo.

Cuando el salmista de Israel leía las leyes de su Dios, no pasaba el tiempo discutiéndolas; por el contrario, una vez escribió: “Y me regocijaré en tus mandamientos, los cuales he amado” (Salmo 119:47).

Demasiados cristianos utilizan el Antiguo Testamento simplemente como un libro de ilustraciones, y descuidan completamente el hecho de que aprendemos allí cuáles son las normas de Dios para cada área de las relaciones humanas. Es triste que algunos cristianos piensan que una gran parte del Antiguo Testamento no es pertinente para su vida hoy, y así lo consideran poco interesante y hasta aburrido. Encontrar que todo él es pertinente, y comenzar a aplicarlo a cada área de la vida, puede requerir trabajo duro pero es muy emocionante.

Leer el Código de Circulación debe de ser bastante tedioso para alguien que sólo viaja en yate, pero cobra un nuevo significado cuando alguien se encuentra en una concurrida autopista en la hora punta. La Biblia, toda ella, fue escrita para la vida real: y los Diez Mandamientos no son una excepción. Es con esa mentalidad como podemos aplicarnos a los Diez Mandamientos mismos.

 

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