La Santidad, de J.C. Ryle

"El oro no carecerá de impurezas; la luz no brillará nunca sin que se interponga nube alguna hasta que lleguemos a la Jerusalén celestial. El mismísimo sol tiene manchas en su superficie". J. C. Ryle

27 DE NOVIEMBRE DE 2014 · 22:50

Detalle de la portada del libro. ,Ryle
Detalle de la portada del libro.

Fragmento extraído del libro 'La Santidad' de J. C. Ryle (Peregrino, 2013). Puede saber más sobre el libro aquí
 

 

Portada del libro

¿Qué es, pues, la santidad práctica? Esta es una pregunta de difícil respuesta. No quiero decir que exista alguna falta de fundamento escriturario para abordarla. Solo temo ofrecer una idea defectuosa de la santidad y no decir todo lo que se debe decir; o bien decir cosas que no deben decirse y así ocasionar algún daño. Permítaseme, comoquiera que sea, trazar un retrato de la santidad para que nuestras mentes puedan verla con mayor claridad. Eso sí, con la única salvedad de que, una vez que haya concluido, no se olvide que esto es solo un tosco bosquejo en el mejor de los casos.

a) La santidad es el hábito de tener el mismo sentir que Dios, tal como se nos describe en la Escritura. Es el hábito de estar en consonancia con el juicio de Dios, aborreciendo lo que él aborrece, amando lo que él ama, y midiéndolo todo en el mundo con el rasero de su Palabra. El hombre más santo es aquel que más se conforma a Dios.

b) Un hombre santo se esforzará en renunciar a todo pecado conocido y guardar todo mandamiento conocido. Su espíritu tendrá una inclinación manifiesta hacia Dios, un profundo deseo de cumplir su voluntad, un temor de desagradarle mayor que el deseo de complacer al mundo, y un amor hacia todos sus caminos. Sentirá lo que sintió Pablo cuando dijo: «Porque según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios» (Romanos 7:22), y lo que sintió David cuando dijo: «Por eso estimé rectos todos tus mandamientos sobre todas las cosas, y aborrecí todo camino de mentira» (Salmo 119:128).

c) Un hombre santo se esforzará en ser como nuestro Señor Jesucristo. No solo vivirá la vida de fe en él, y se aprovisionará diariamente de él para obtener su paz y sus fuerzas, sino que también hará todo lo posible para ser del mismo sentir que lo fue él, y para conformarse a su imagen (Romanos 8:29). Su meta será soportar y perdonar a los demás, tal como Cristo nos perdonó; ser abnegado, del mismo modo que Cristo no se sirvió a sí mismo; ser humilde, tal como Cristo se despojó a sí mismo y se rebajó. Recordará que Cristo fue un testigo fiel de la verdad; que no vino para hacer su propia voluntad; que su comida y su bebida eran hacer la voluntad de su Padre; que se negó constantemente a sí mismo a fin de servir a los demás; que fue manso y humilde ante los insultos inmerecidos que recibía; que tenía un concepto más elevado de los hombres piadosos que de los reyes; que desbordaba amor y compasión hacia los demás; que era valiente e inflexible a la hora de denunciar el pecado; que no buscaba la alabanza de los hombres cuando podía haberlo hecho; que andaba haciendo bienes; que se apartaba de las personas mundanas; que oraba de continuo; que no dejaba que ni sus parientes más cercanos se interpusieran cuando se trataba de llevar a cabo la obra de Dios. Un hombre santo siempre intentará recordar estas cosas; intentará conformar el curso de su vida a las mismas; hará suyas las palabras de Juan: «El que dice que permanece en él, debe andar como él anduvo» (1 Juan 2:6); y la afirmación de Pedro que dice: «Cristo padeció por nosotros, dejándonos ejemplo, para que sigáis sus pisadas» (1 Pedro 2:21). ¡Felices los que han aprendido a hacer de Cristo su «todo», tanto a efectos de su salvación como de su ejemplo! Se ahorraría mucho tiempo, y se evitarían muchos pecados, si las personas se preguntaran más a menudo a sí mismas: «¿Qué habría dicho y hecho Cristo en mi lugar?».

d) Un hombre santo buscará la mansedumbre, la paciencia, la delicadeza, la paciencia, la bondad, y sojuzgar su lengua. Soportará mucho, pasará por alto mucho y será lento en defender su postura y sus derechos. Vemos un ejemplo destacado de esto en la conducta de David cuando Simei lo maldijo, y en la de Moisés cuando Aarón y Miriam hablaron en su contra (2 Samuel 16:10; Números 12:3).

e) Un hombre santo buscará la templanza y la abnegación. Se esforzará en mortificar los anhelos de su cuerpo, en crucificar su propia carne con sus deseos y apetitos, en poner freno a sus pasiones, en embridar sus inclinaciones carnales, para que no se subleven en el momento menos pensado. ¡Qué solemnes palabras dirige el Señor Jesús a los apóstoles: «Mirad también por vosotros mismos, que vuestros corazones no se carguen de glotonería y embriaguez y de los afanes de esta vida» (Lucas 21:34), y las del apóstol Pablo: «Golpeo mi cuerpo, y lo pongo en servidumbre, no sea que habiendo sido heraldo para otros, yo mismo venga a ser eliminado» (1Corintios 9:27)!

f) Un hombre santo buscará el amor y la bondad fraternal. Intentará cumplir esa regla de oro que consiste en obrar con otros tal como él quisiera que ellos obrasen con él, y de hablar tal como desearía que le hablasen. Rebosará de afecto hacia sus hermanos, hacia sus cuerpos, hacia sus bienes, hacia sus personalidades, hacia sus sentimientos, hacia sus almas. «El que ama al prójimo —escribe Pablo—, ha cumplido la ley» (Romanos 13:8). Aborrecerá toda mentira, calumnia, resentimiento, engaño, deshonestidad o trato injusto, hasta en las cosas más pequeñas (el siclo y el codo del Santuario eran mayores que los de uso común). Se esforzará en adornar su religión con toda su conducta exterior, y en hacerla hermosa a los ojos de quienes lo rodean. ¡Qué condenatorias resultan por desgracia las palabras de 1 Corintios y del Sermón del Monte cuando se confrontan con la conducta de muchos cristianos profesantes!

g) Un hombre santo buscará el espíritu de misericordia y benevolencia hacia los demás. No se quedará ocioso todo el día; no se dará por satisfecho con no hacer el mal: procurará hacer el bien. Intentará ser de provecho en su tiempo y en su época, a fin de aliviar como buenamente pueda las carencias espirituales y las miserias de quienes lo rodean: igual que Dorcas, que «abundaba en buenas obras y en limosnas que hacía», no que las aparentaba o hablaba de ellas, sino que las hacía. Pablo fue uno de esos: «Yo con el mayor placer gastaré lo mío, y aun yo mismo me gastaré del todo por amor de vuestras almas, aunque amándoos más, sea amado menos» (Hechos 9:36; 2 Corintios 12:15).

h) Un hombre santo buscará la pureza de corazón. Huirá de toda suciedad e impureza de corazón, y tratará de evitar todo lo que pueda llevarlo a ella. Sabe que su propio corazón es semejante a la yesca, y se apartará diligentemente de las chispas de la tentación. ¿Quién se atreverá a hablar de fortaleza cuando David mismo cayó? La ley ceremonial nos ofrece muchas pistas. Bajo su imperio, todo el que tocaba un hueso, un cadáver, un sepulcro o una persona enferma se volvía impuro a los ojos de Dios. Y estas cosas eran símbolos y alegorías. Pocos cristianos llegan a ser lo suficientemente cuidadosos y escrupulosos en lo tocante a esto.

i) Un hombre santo buscará el temor de Dios. No me refiero al temor de un esclavo, que solo trabaja porque teme el castigo y estaría ocioso si no le preocupara ser descubierto. Me refiero más bien al temor de un niño, que desea vivir y conducirse como si estuviera en presencia del rostro de su padre porque lo ama. ¡Qué ejemplo más noble nos ofrece Nehemías de esto! Cuando se convirtió en gobernador de Jerusalén podría haber cobrado impuestos a los judíos y haberles exigido dinero para que lo apoyaran. Así lo habían hecho los gobernadores anteriores. Pero él dice: «Yo no hice así, a causa del temor de Dios» (Nehemías 5:15).

j) Un hombre santo buscará la humildad. Deseará, desde la mayor humildad, valorar a todos los demás por encima de sí mismo. Advertirá más maldad en su corazón que en cualquier otro en el mundo. Participará en cierta medida de los sentimientos de Abraham cuando dijo: «Soy polvo y ceniza»; y de los de Jacob, cuando expresa: «Menor soy que todas las misericordias […] que has usado para con tu siervo»; y de los de Job, cuando dice: «Yo soy vil»; y de los de Pablo, cuando declara que es «el primero de los pecadores». El santo Bradford, ese fiel mártir de Cristo, concluía en ocasiones sus cartas con estas palabras: «John Bradford, un pobre pecador». Y ya en su lecho de muerte, el bueno de Grimshaw pronunció estas palabras: «Esta es la partida de un siervo estéril».

k) Un hombre santo buscará la fidelidad en todas las tareas y los aspectos de la vida. No se limitará a ocupar su lugar como otros que no piensan en sus almas, sino que intentará ser mejor, puesto que tiene motivos más elevados y cuenta con más ayuda que ellos. Jamás olvidemos esas palabras de S. Pablo: «Y todo lo que hagáis, hacedlo de corazón, como para el Señor»; «En lo que requiere diligencia, no perezosos; fervientes en espíritu, sirviendo al Señor» (Colosenses 3:23; Romanos 12:11). Las personas santas deberían intentar hacerlo todo bien, y deberían avergonzarse de hacer todo mal si pueden evitarlo. Tal como hizo Daniel, no deben dar «ocasión» contra ellos excepto en lo concerniente a la ley de su Dios (Daniel 6:5). Deberían esforzarse en ser buenos esposos y buenas esposas, buenos padres y buenos hijos, buenos señores y buenos criados, buenos vecinos, buenos amigos, buenos súbditos, buenos en privado y en público, buenos en sus negocios y buenos en sus hogares. Ciertamente, la santidad es de escaso valor si no da estos frutos. El Señor Jesús interpela a su pueblo de forma escrutadora cuando dice: «¿Qué hacéis de más?» (Mateo 5:47).

l) Por último, pero no por ello menos importante, un hombre santo buscará tener una mente santa. Se esforzará en poner su afecto en las cosas de arriba y en no aferrarse a las cosas terrenales. No descuidará las ocupaciones de la vida presente, pero los pensamientos acerca de la vida venidera ocuparán el primer lugar en su mente. Intentará vivir como alguien que tiene su tesoro en el Cielo y pasar por este mundo como un peregrino y un extranjero de camino a su hogar. Los principales gozos del hombre santo serán comulgar con Dios en la oración, en la Biblia y en la congregación de los santos. Estimará cualquier cosa o persona en la medida que lo acerque a Dios. Participará en cierta manera de los sentimientos de David cuando dice: «Está mi alma apegada a ti»; «Mi porción es Jehová» (Salmo 63:8; 119:57).

 

J. C. Ryle

Tal es el esbozo de la santidad que me atrevo a dibujar; tal es el carácter que buscan quienes desean recibir el apelativo de «santos»; tales son las características fundamentales de un hombre santo.

Pero permítaseme rogar que nadie me malinterprete. No estoy exento de temor de que mis palabras se malentiendan y que la descripción que acabo de ofrecer de la santidad desaliente a alguna conciencia delicada. Lejos esté de mí entristecer a algún alma justa o ser piedra de tropiezo en el camino de algún creyente.

No afirmo ni por un instante que la santidad expulse todo el pecado interior. No, lejos de eso, la mayor desdicha de un hombre santo es que carga con un «cuerpo de muerte»; que a menudo, cuando desearía hacer el bien, ve que «el mal está en [él]»; que el viejo hombre entorpece todos sus movimientos y, por así decirlo, intenta arrastrarlo hacia atrás a cada paso que da (Romanos 7:21). Pero la excelencia de un hombre santo está en que no se siente en calma con su pecado interior, tal como sucede con los demás. Lo aborrece, lo lamenta, y desea despojarse del mismo. La obra de santificación en él es semejante al muro de Jerusalén: su construcción prosigue aun «en tiempos angustiosos» (Daniel 9:25).

Tampoco afirmo que la santidad madure y alcance la perfección repentinamente, o que esas virtudes que he mencionado deban aparecer en su plenitud para poder llamar santa a una persona. No, lejos de eso, la santificación es siempre una obra progresiva. Algunas virtudes de los hombres se manifiestan como hierba, otras como espiga y otras como grano lleno en la espiga. Todas deben tener su comienzo. Jamás debemos despreciar «el día de las pequeñeces». Y la santificación es, en el mejor de los casos, una obra imperfecta. Las biografías de los santos más destacados que hayan pisado este mundo siempre contienen algún «pero», algún «sin embargo», antes de tocar a su fin. El oro no carecerá de impurezas; la luz no brillará nunca sin que se interponga nube alguna hasta que lleguemos a la Jerusalén celestial. El mismísimo sol tiene manchas en su superficie. Los hombres más santos muestran muchos defectos e imperfecciones cuando se les pesa en la balanza del Santuario. Su vida es una lucha constante contra el pecado, el mundo y el diablo, y en ocasiones los veremos vencidos en lugar de vencedores. La carne libra una batalla perenne contra el espíritu, y el espíritu contra la carne, y todos ofenden muchas veces (Gálatas 5:17; Santiago 3:2).

Sin embargo, a pesar de todo esto, estoy convencido de que el deseo y la oración de todo cristiano genuino es exhibir un carácter como el que he esbozado. Se esfuerzan por obtenerlo, aunque no lo alcancen. Puede que no lo logren, pero siempre lo buscarán. Es lo que se esfuerzan en ser, aun cuando no sea eso lo que son.

Y puedo decir lo siguiente con confianza y convicción propia: la santidad verdadera es una gran realidad. Quienes rodean a una persona que se caracteriza por ella pueden verla, conocerla, advertirla y sentirla. Es luz: si esa luz existe, se manifestará. Es sal: si su sabor existe se podrá percibir. Es un precioso ungüento: si existe el mismo, no puede ocultarse su presencia.

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