Hay que matar a Acán

Hay un Acán dentro de cada uno de nosotros, cuya codicia no duda, para satisfacer sus deseos, en transgredir las claras normas que han sido dadas.

18 DE JULIO DE 2019 · 08:00

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Todo hacía indicar que aquel día tenían delante de sí una empresa muy fácil, habida cuenta de la reciente y sonada victoria que todavía estaban celebrando. Tras haber visto cómo aquellas murallas de la impenetrable ciudad se habían venido abajo de forma sobrenatural, como si fueran de papel, les parecía que nada era imposible. Si una ciudad fronteriza con unas defensas tan bien construidas no había podido resistir, ¿cómo iban a aguantar las siguientes ciudades, enclavadas ya en el interior y por tanto más confiadas? La euforia y el optimismo impregnaban el campamento. 

El siguiente objetivo que tenían ante ellos no parecía muy impresionante; no obstante, tomaron la precaución de enviar unos informadores que les trajeran noticias sobre su capacidad defensiva, sus fuerzas militares y otras características, para saber a qué atenerse y tomar las medidas oportunas. Aunque podía ser un bocado fácil, la temeridad presuntuosa nunca es buena consejera, de ahí la cautela enviando a los informantes.

El parte que éstos trajeron al campamento no podía ser más halagüeño, hasta el punto de que ni siquiera merecía la pena movilizar a todo el ejército para que aquella ciudad cayera en sus manos. Bastaba con un contingente de dos o tres mil hombres para resolver aquel obstáculo. Realmente era poca cosa, un simple trámite que no requería demasiada energía. ¿Para qué malgastar fuerzas, teniendo en cuenta que había muchas ciudades que conquistar? La conclusión del comandante en jefe al oír el informe fue enviar una tropa como la que habían sugerido los informadores.

Sin embargo, sorprendentemente, el ataque fue un fracaso total, hasta el punto de que el contingente huyó a la desbandada ante sus enemigos, sufriendo bajas y experimentando su primera derrota. El efecto en el campamento fue devastador, porque así como la victoria anterior les dio la sensación de invencibilidad, la derrota de ahora les produjo el sentimiento de vulnerabilidad. ¿Cómo puede ser que lo que parecía imposible, la primera ciudad, fuese posible y lo que parecía asequible, la segunda ciudad, resultara imposible? ¿Qué había pasado? Si el ejército era el mismo y el jefe también ¿por qué antes sí y ahora no? ¿Por qué antes, frente a un enemigo muy superior, todo fue a pedir de boca y ahora, ante un enemigo menor, el desastre había sido estrepitoso?

El comandante en jefe clamó a Dios, pero lo hizo para cuestionarle el propósito por el que los había introducido en aquella tierra para conquistarla. ¿Qué anunciaba esa derrota sino que fuera el preludio de una cadena de ellas y que los enemigos, envalentonados, los aplastaran totalmente? Incluso le llegó a decir a Dios que hubiera sido mejor no haber entrado en aquella tierra y así no sufrir tal vergüenza y humillación. Al argumentar de esa manera aquel comandante en jefe estaba razonando del mismo modo que cuando, años atrás, fue con once compañeros para investigar esa tierra, volviendo diez de ellos afirmando que era inconquistable. ¡Qué paradoja! Ese hombre que entonces se enfrentó a ellos por su falta de fe en la promesa dada, ahora era como uno de ellos, al querer echarse atrás y afirmar que el proyecto  de conquistar esa tierra no merecía la pena.

Existen ocasiones en las que orar está fuera de lugar, especialmente cuando la oración tiene el sesgo que tenía la que hizo el comandante en jefe. Entonces es cuando Dios le mostró la razón del desastre. No era la superioridad de sus enemigos, sino el pecado escondido que estaba alojado en el campamento. Mientras ese pecado estuviera presente, no volvería a haber victoria. Por tanto, erradicarlo era la tarea primordial. Es decir, había un enemigo infiltrado dentro de las propias filas y antes de salir a combatir a enemigos externos era preciso acabar con él.

El enemigo tenía nombre, se llamaba Acán, y, una vez identificado, la sentencia y ejecución de la misma no se hizo esperar. ¿Cómo era posible que ese hombre, perteneciente a la tribu capitana, se hubiera convertido en un peligro más letal que todos los enemigos exteriores juntos? El motivo que lo llevó a tal cambio fue solo uno: la codicia. Contraviniendo las estrictas órdenes dadas previamente, que estaban en conocimiento de todos, se dejó arrastrar por su codicia y, al hacerlo, arrastró a todos a la derrota. Su pecado secreto, que fue sacado, para su vergüenza, a la luz pública, fue causa de su perdición.

Hay un Acán dentro de cada uno de nosotros, cuya codicia no duda, para satisfacer sus deseos, en transgredir las claras normas que han sido dadas. Y, al hacerlo, urde un plan para que su pecado pase desapercibido y nadie se entere del mismo. Pero es un empeño inútil, porque aquel aviso solemne siempre, más temprano o más tarde, se cumple: ‘Sabed que vuestro pecado os alcanzará.’ (Números 32:23).

Hay que matar al Acán que llevamos dentro. Es un imperativo absoluto, porque dejarlo con vida es muerte segura.

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