La nuestra no es la única sociedad que recurre a los expertos, pues ya desde tiempos antiguos otras sociedades elevaron a la categoría máxima a un conjunto de personajes, a los que se envolvió en una aureola de prestigio y hasta de infalibilidad.
Cada vez que es necesario recurrir a una autoridad que nos saque de nuestra perplejidad, responda a nuestras preguntas o nos dé guía para saber por dónde hemos de tirar, se hace referencia a los expertos, de tal modo que la expresión ‘los expertos’ forma parte del lenguaje que se emplea de manera constante. Son los expertos quienes desentrañan lo que está más allá de la comprensión del resto de los mortales, los que interpretan las cuestiones arduas y difíciles, quienes explican los porqués de los acontecimientos y los que pueden ofrecer soluciones a complejísimos problemas. Ya sea en el campo social, político, individual, educativo, familiar, económico, militar, o del tipo que sea, hay expertos para cada uno de esos ámbitos. Y no solamente en el espacio local o nacional, también en el internacional. De tal modo que vivimos pendientes y necesitados de lo que digan o tengan que decir los expertos.
Ahora bien, detrás de la expresión ‘los expertos’ nadie sabe muy bien a quién concretamente se está haciendo referencia. Es una expresión lo bastante ambigua como para que quede en el aire la identidad de la selecta élite que conoce las teclas que hay que pulsar para entender correctamente el funcionamiento de las cosas. Pero, al mismo tiempo, con toda la carga de ambigüedad que tiene, esa expresión ha adquirido, a fuerza de repetirse, una categoría de realidad concreta, como si el grupo de ‘los expertos’ nos fuera muy familiar y conocido, cuando en realidad nos son totalmente desconocidos.
La evocación a ‘los expertos’ puede no ser más que la fórmula empleada por quienes no tienen base de sustentación real en lo que afirman, recurriendo a esa expresión como un mantra, sabiendo que su advocación automáticamente les dará el crédito que de otra manera no tendrían. Eso significa que tal expresión es una socorrida y hueca alocución que sirve de anzuelo para ganar asentimiento.
La palabra experto es la misma que perito, es decir, entendido. Pero aunque signifiquen lo mismo, no es igual decir perito que experto. Perito ha quedado casi reducido al ámbito de las compañías de seguros, mientras que experto es la denominación que señala a la autoridad final en nuestro tiempo y sociedad.
Pero la nuestra no es la única sociedad que recurre a los expertos, pues ya desde tiempos antiguos otras sociedades elevaron a la categoría máxima a un conjunto de personajes, a los que se envolvió en una aureola de prestigio y hasta de infalibilidad. Y así es como aparece el término ‘sabios’ en diversas culturas, habiendo algunas referencias en la Biblia a la sabiduría de los egipcios, en la cual el joven Moisés fue instruido (Hechos 7:22), a la proverbial sabiduría de Edom (Jeremías 49:7), igualmente a la de Babilonia (Isaías 47:10), Fenicia (Ezequiel 27:8) o Persia (Ester 6:13). Los sabios eran los guías rectores, el oráculo a consultar en la toma de decisiones trascendentales, los respetados ante monarcas y mandatarios. Tenían acceso directo a los grandes y gozaban de un prestigio singular.
Sin embargo, la misma Biblia constata el fracaso de esos sabios, porque llegado el momento crítico no tienen respuesta ni solución a los grandes imponderables que se presentan, los cuales están, precisamente, ordenados por Dios para mostrar la verdadera naturaleza de esa sabiduría y la necedad de los sabios que la detentan. Y es que al estar basada en la suficiencia humana, que se cree lo bastante independiente como para no necesitar nada, esa sabiduría tiene como fundamento el orgullo, que es el fallo fatal causa de su fracaso.
Pero si arriesgado es confiar en el criterio de los expertos sobre cuestiones temporales, cuánto más no lo será hacerlo en cuestiones trascendentales. Los expertos de hace dos mil años se pusieron de acuerdo para descalificar y condenar al que había venido a este mundo a traernos la verdadera sabiduría, la cual habíamos perdido cuando nuestros primeros padres quedaron subyugados por el árbol codiciable para alcanzar sabiduría, que resultó ser el acto supremo de necedad. Un experto los embaucó y su ruina nos alcanzó a todos.
Los expertos que condenaron a Jesús eran la crème de la crème. Nada menos que los expertos de Roma, cuyo derecho hacía la diferencia entre civilización y barbarie, y los expertos de Israel, cuya ley establecía la separación entre conocimiento y superstición. Ello nos lleva a la conclusión de que los expertos no están exentos de la consecuencia que el pecado ha producido en el entendimiento, que ha quedado entenebrecido, incapaz por sí solo de llegar a comprender lo que verdaderamente importa.
Hay una locura en Dios que es infinitamente más sabia que la sabiduría de los hombres, habiendo exhibido esa locura divina, en la cruz de Cristo, la locura de la sabiduría de los expertos de este mundo.
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