La larga espera hasta llegar aquí

El Mesías llegaría enmarcado por un mensajero, uno que gritaría en el desierto.

08 DE ABRIL DE 2019 · 10:31

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Principio del evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios...

El evangelio según Marcos (Mr 1:1-8).

Hay un evangelio que comienza con la épica de la genealogía humana del Mesías, y hay uno que comienza con la meticulosidad del narrador más cuidadoso. Y está Juan y su magna apertura que no solamente da comienzo a un relato, sino que sirve de marco para la vida misma. Y luego está Marcos, el olvidado, el pequeño evangelio que parece carecer de todo lo que nos atrae en el resto de narraciones. Marcos, sin embargo, tiene su lugar en la Biblia de pleno derecho. Es directo, es fresco y es cautivador. Quizá sea el evangelio que menos se lee, y por eso hace unos meses me propuse hacerlo.

Hay quienes leen la Biblia entera en un año, y en mi caso voy a pasarme un año entero, con toda seguridad, sin salir de un solo libro. Y no uno precisamente largo. Y ha sido sin querer. No parece tener sentido, ni ser muy productivo en términos humanos, hasta que empiezas a hacerlo: un día tras otro, un pasaje tras otro. Ir y volver, repetir la lectura varias veces, pensar en los detalles adyacentes e invisibles, empaparte de la narración, entender los entresijos de la mente del autor y, después, disfrutarlo. Me he propuesto compartir este viaje aquí. Si sigue mostrándome tanta profundidad y belleza, por mí puede durar el resto de la vida. Porque siempre andamos corriendo y con la sensación de que la vida tiene que ser algo grandioso, variado, bien equilibrado, como planeado por un programa informático y medido al milímetro. La vida real no se parece a eso. La vida real también es dedicarse a lo pequeño, e incluso a lo aparentemente inútil, y a veces dedicarse a ello con toda nuestra voluntad. Dios no ve la vida en términos humanos; aquel que habita en la eternidad no vive sometido a nuestra falsa perspectiva de que solamente las grandes gestas, y no los actos pequeños y cotidianos, son los que le dan sentido a la existencia. Si uno se deja convencer por ese discurso puede llegar a despreciar el evangelio de Marcos: porque no habla de los orígenes de Jesús, ni cuenta la historia como estamos acostumbrados, ni es largo, ni abunda en detalles, ni parece que le importe exponerlo todo en un orden calculado. Parece imperfecto. Parece poco riguroso.

Lo mismo debían pensar sus contemporáneos de Juan el Bautista, de ese tipo excéntrico que vivía fuera de la ciudad, que tenía un discurso tan extravagante como su ropa y su forma de vida. El otro día le contaba la historia a mi hijo y no se quería creer que realmente comiera langostas: no los langostinos de la paella, sino langostas, los insectos, y le entiendo. Sigue siendo peculiar hoy. Seguramente habían incluido a Juan dentro de la categoría del resto de locos que se iban al desierto a gritar sus naderías, junto con otros megalómanos desvariados, proyectos de mesías y absurdos varios. Hubo muchos en esa época convulsa y llena de cambios, solo que Juan no fue nunca uno más. Omitamos todo lo demás que sabemos de él. Comencemos la lectura de Marcos con ojos frescos e inocentes. Ignoremos quién fue su madre, quién fue su padre, de qué mimbres se había tejido su historia: aquí estamos, en el capítulo 1, y se nos dice que Juan era un tipo bien excéntrico que estaba anunciando algo largamente esperado. La vida de los judíos se había llenado de falsos profetas y de falsos mesías durante siglos. Parece mentira que por fin fuera a llegar el auténtico.

Marcos da por hecho que sabemos quién es Juan, y no nos lo presenta para que lo conozcamos, sino para decirnos que realmente era en él en quien se cumplió lo dicho siglos atrás por los profetas. Qué larga esa espera de siglos hasta llegar aquí. Habían existido muchas generaciones, padres, madres, hijos e hijas, sábado tras sábado, escuchando estos versículos, estas promesas, imaginando cómo sería. El Mesías llegaría enmarcado por un mensajero, uno que gritaría en el desierto; el metafórico que resultó ser el desierto real, también. 

Conocemos bien esa sensación de haberte acomodado a la espera, sobre todo si el impasse ha sigo largo. Nos hemos fabricado la vida en el mientras tanto; quizá para no desesperar, pero también por comodidad, porque una gran parte de la sociedad vive completamente ajena a los tiempos peculiares del reino de Dios y nosotros no podemos coexistir en permanente oposición. Sí, el Mesías tenía que venir, pero solo unos cuantos desesperaban por él: el resto, sencillamente, vivía sin más. No es que creamos que la profecía no se vaya a cumplir… no, no es eso. Pero tampoco creemos necesitarla. O, incluso, aunque la necesitemos, he descubierto que nos podemos acomodar incluso ahí. La capacidad de adaptación del ser humano no siempre juega a su favor. Juan era necesario para romper esa comodidad y crear la expectación que el ser humano más importante de la historia de la Tierra se merecía. Y a Dios le debe parecer suficientemente importante no solo la llegada del Mesías, sino que se le anunciara, que se le esperara con el ánimo adecuado. Antes de su hora, y con la mente, la voluntad y el espíritu totalmente sincronizados con los tiempos de Dios y no con los humanos, Juan comenzó a avisar de que ya se había cumplido, que ya llegaba el esperado. Y que era mucho mejor, y mucho mayor, y mucho más impresionante de lo que siglos de teología cómoda de sillón había llegado a elucubrar. A partir de aquí Marcos nos va a contar una historia impresionante, una vida que es el origen de toda la Vida, y de toda la Verdad. Y Juan fue el primero en anunciarlo. Y a la gente le costó creerlo.

Nos pasa con otras pequeñas esperas, y otras pequeñas profecías más cotidianas. Aun teniendo la capacidad de vivir más en el tiempo de Dios que en el nuestro (porque, recordemos, hemos sido bautizados con el Espíritu Santo [Mr 1:8] y eso provoca necesariamente una alteración en nuestra realidad), no solemos hacerlo. Esperamos por ese compañero, ese hijo, ese trabajo, ese cambio que hemos pedido y que estamos convencidos de que va a venir. Hemos orado bien por ello, hemos creído en la palabra de Jesús. De hecho, puede que tengamos la experiencia de haber recibido otras veces lo esperado, porque hemos pedido bien. Pero en esta ocasión no está sucediendo nada y la espera se alarga. La expectativa decae. Quizá llegue a desvanecerse también la esperanza. Por muy humana que sea nuestra reacción, la presencia de Juan al comienzo de Marcos me hace pensar que desesperar no es una alternativa sabia, no está a la altura del reino que ha venido a nosotros. No si todas las variables ya se han dado, si ya sabemos que hemos de esperar, si estamos encaminados por donde se debe. A mí Juan me enseña dos cosas: una, que las esperas existen, y hay que sufrirlas. Se esperó siglos hasta la llegada de Jesús, y esa espera no hizo la profecía menos verdadera. Dos, que no tengamos miedo a salirnos del guion, como hizo Juan. Juan era de los preferidos de Dios, y era raro como pocos.

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