Tres grandes leyes espirituales

En Romanos 8:2-3 se habla de tres grandes leyes espirituales, que nos enseñan cuál es nuestro estado y la razón del mismo, cuál podría haber sido nuestro remedio hipotético y cuál es nuestro remedio real.

06 DE DICIEMBRE DE 2018 · 09:00

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Se define la palabra ley como una norma que se aplica siempre e invariablemente, habiendo leyes para las relaciones humanas y para el funcionamiento físico del universo. Pero como las primeras están sujetas a muchos cambios, aplicándose unas veces sí y otras no y pudiendo ser modificadas constantemente, no constituyen un buen ejemplo de la inalterabilidad que hay en la definición de ley. Por eso hay que ir al mundo de la física para constatar ese aspecto fijo y constante de la ley, siendo sin duda la ley de gravitación universal el mejor ejemplo, porque se trata de una norma que se aplica en cualquier punto del universo, no habiendo un sitio donde no funcione ni un tiempo en el que no esté vigente. Por tanto, universalidad, persistencia y obligatoriedad serían las características de la ley.

En Romanos 8:2-3 se habla de tres grandes leyes espirituales, que nos enseñan cuál es nuestro estado y la razón del mismo, cuál podría haber sido nuestro remedio hipotético y cuál es nuestro remedio real.

La ley del pecado y de la muerte

Las tres características de universalidad, persistencia y obligatoriedad se cumplen en esta ley, porque se aplica a todo el género humano sin excepción, siempre, desde la caída de Adán. Nótese que hay una unión entre pecado y muerte, siendo el primero la causa de la segunda. Es imposible que habiendo pecado no haya muerte y como el pecado es patrimonio de todo ser humano, también la muerte lo es.

Es llamativo que se denomina ley del pecado y de la muerte; no dice práctica o experiencia del pecado y de la muerte; ni siquiera costumbre o hábito del pecado y de la muerte, porque un hábito o una costumbre se puede romper, pero no una ley inalterable, al ser ineludible, de la que no hay escapatoria. Tal es la fuerza abrumadora que el pecado tiene, que conlleva la muerte, tanto espiritual como físicamente.

Pero ¿por qué el pecado se ha convertido en ley en nosotros? Porque tiene una base de sustentación que le da fundamento, que es la carne. Por carne es preciso entender la naturaleza humana caída, un estado en el que ya venimos a este mundo, con una predisposición torcida y una debilidad moral, que es la puerta de entrada del pecado. De la misma manera que el fuego necesita el oxígeno para arder, así el pecado necesita a la carne para persistir. Si el pecado es el acto, la carne es el estado que facilita el acto. Si no estuviéramos en ese estado de carnalidad, el pecado no sería ley en nosotros, pudiendo ser la excepción en vez de la norma. Pero porque estamos en ese estado de carnalidad es por lo que el pecado se ha convertido en una ley implacable.

La carne tiene una mentalidad, que se manifiesta en sus pensamientos y sentimientos, en su manera de entender la vida y en sus acciones, traduciéndose todo ello en un andar y un vivir, siendo sus consecuencias la muerte y la enemistad contra Dios. La carne siempre quiere hacer su propia voluntad, gratificándose a sí misma, y por principio es refractaria a la voluntad de Dios, hacia quien ejerce un rechazo total.

La ley de Dios

Esta es una ley muy diferente a la anterior. La anterior es una ley terrible, pero la ley de Dios es una ley buena, como todo lo que es de Dios, estando pensada para nuestro bien, siendo su intención enseñarnos lo que está bien y lo que está mal, para que sigamos lo primero y evitemos lo segundo. Nos instruye, dirige e ilumina.

Y sin embargo, la ley de Dios es impotente, porque no puede efectuar su buen propósito, a causa de nuestra incapacidad moral para ponerla por obra. Es decir, ese magnífico documento se convierte en papel mojado por nuestra carnalidad y su buena intención queda frustrada. Y lo que ocurre es que esa preciosa ley de Dios se torna en un testigo en nuestra contra, al señalar detalladamente todos nuestros yerros y transgresiones. De manera que la ley de Dios no solamente no sirve para ayudarnos, sino que realmente empeora nuestra condición, al condenarnos justa e inapelablemente.

¿Hay solución para nuestra desesperada situación? La hay y en eso consiste la buena noticia del evangelio.

La ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús

En primer lugar llama la atención que en esta ley están asociados el Espíritu de Dios y Cristo, de modo que lo que el Espíritu hace es consecuencia de lo que Cristo ha efectuado. La muerte de Cristo fue una muerte judicial, en la que por encima de los dos tribunales humanos que lo condenaron, el judío y el romano, intervino un tercer tribunal que lo condenó, el tribunal de Dios. La causa por la que fue condenado por los dos tribunales humanos fue la prevaricación de los tales. Pero la causa por la que fue condenado por el tribunal de Dios fue la imputación a Cristo de nuestro pecado, para que nosotros pudiéramos ser libres de su culpa al contársele a él. De esta manera las demandas judiciales de la ley de Dios, quebrantada por nosotros, él las ha satisfecho con su muerte.

Pero además de la liberación de la culpa del pecado, necesitamos la liberación del poder del pecado. Un poder opresor ante el que nuestra voluntad no tiene fuerza. Pero el Espíritu de Dios sí tiene la fuerza suficiente para sacarnos de la esfera de gravitación del pecado. Y del mismo modo que la carne tiene su mentalidad, que se traduce en un andar y un vivir, así también hay una mentalidad del Espíritu de Dios, que se traduce en un andar y un vivir, cuyos resultados son vida y paz y también la seguridad de que nuestro cuerpo mortal será librado de la ley de la muerte, en la resurrección.

Tres leyes espirituales. La primera terrible e implacable. La segunda buena, pero inoperante. La tercera poderosa, que quebranta la primera y vindica la segunda. ¡Gloria a Dios!

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