Siete mentiras (2): Dios no te va a ayudar en esto

Quien acude con humildad y sinceridad ante Dios nunca sale ni defraudado ni avergonzado; nunca queda abandonado.

20 DE AGOSTO DE 2018 · 11:00

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Esta serie de siete mentiras está basada en las cosas que Dios aborrece explicadas en Proverbios 6:16-19. Los tiempos cambian, las mentiras mutan, pero los humanos seguimos fallando en lo mismo.

 

Puede que así dicha, sin más, esta mentira nos suene extraña, o lejana: “Dios no te va a ayudar en esta situación”. Sin embargo, nos tenemos que enfrentar a ella de manera subconsciente más veces de las que creemos a lo largo de nuestra vida.

Frente a ese momento de caos, de caída libre, de reconocer el problema al que debes enfrentarte, la tormenta que arrecia, hay una parte de nosotros como cristianos que se acerca a Dios a pedir ayuda. Pero hay otra parte de nosotros, como humanos caídos, que lucha internamente contra esa petición. Y el padre de la mentira se aprovecha de esos momentos de debilidad para sacar partido y oscurecernos.

Yo, al menos, me he descubierto repitiéndome estas palabras vergonzosamente en mis pensamientos internos en más de una ocasión. “Tú sola te has metido en esto, sal tú sola”. No es simplemente asumir una responsabilidad, es algo que va mucho más profundo, y duele mucho más. ¿Quién está diciendo eso? Desde luego, no es la voz de Dios, ni del Espíritu que habita en nosotros. Es nuestra voz; es la voz del enemigo amplificada a través del aparato publicitario de nuestra sociedad. Es, en el fondo, un problema de falsa moral, o, por decirlo de otro modo, un problema de la moral de los dioses falsos de nuestra cultura.

Reconozco que he luchado mucho con esto, y quiero explicarlo. Quizá a algunos os suene extraño, pero a otros os sonará muy familiar.

Todo esto parte de un error básico: no tenemos claro el concepto de pecado. Me refiero, por supuesto, a quienes sí que aceptan que el pecado existe y atenta contra nuestra relación con Dios. Incluso quienes saben que pueden acercarse al Padre y pedirle perdón, a veces no saben bien qué es pecado y qué no, por qué tienen que pedir perdón y por qué no. Muchas veces la moral sobre la que actuamos y vivimos no es realmente la bíblica, o no del todo: se mezclan conceptos paganos, o meramente humanos. Nuestra moral se contamina de cosas que estamos completamente convencidos de que son buenas o malas, o incluso necesarias o perjudiciales, pero que no sobreviven a un análisis profundo a partir de la Biblia. Pero, como no hacemos ese análisis nunca (como no hablamos de ello normalmente, porque se da por hecho, porque lo compartimos todos), no sabemos reconocerlo. Se queda en el subconsciente, nos moldea nuestros actos y nuestras decisiones, y nos desconecta de Dios, aunque sigamos creyendo que es moral cristiana. Como todo lo relacionado con los falsos ídolos, como hablamos la semana pasada, se queda pervertido de culpabilidad, de vergüenza y de miedo. Y allí quedamos, estancados.

Por ejemplo, de manera subconsciente, en una parte de la cultura en la que vivimos se nos enseña que no tener éxito es una especie de pecado. El fracaso, en cualquier ámbito, es pecado: no las acciones en sí que nos han llevado a fracasar en algo, sino el fracasoen sí, es decir: esa imagen externa, frente al resto de la sociedad, de que no hemos conseguido lo que anunciamos. Puede ser desde un negocio que ha salido mal a un divorcio. Muchas de las cosas que quizá hemos hecho para llegar allí sí pueden haber sido pecado, en realidad (por ejemplo, no haber administrado bien el dinero del negocio, o haber descuidado o menospreciado a nuestro cónyuge), pero permanecemos ciegos la mayor parte del tiempo ante eso mientras que lo que consideramos pecadoes, no obstante, el hecho de que los demás nos vean como fracasados. ¿Por qué lo denomino pecado? Por la sensación interna de que no hemos estado a la altura, de que hemos fallado frente a un ideal establecido. El problema es que el ideal al que aspirábamos no era la bondad, el amor y la santidad del Padre, sino la imagen de éxito y prosperidad frente al resto de la sociedad. Lo que se ha roto, en parte, es la relación con nuestro propio orgullo, no con Dios.

Por ejemplo, nuestra cultura nos educa también para que creamos que ser pobre, o pasar por un momento económico difícil, es un pecado. Algo malo habremos hecho. Y si algo malo hemos hecho, debemos apechugar con las consecuencias y aguantarnos. Pedir ayuda, dicen, es pura vanidad. Ahí entra en marcha el “Dios no te va a ayudar en esto, es solo culpa tuya, así que arréglalo tú solo”.

También lo estoy viendo mucho últimamente en cierta clase de discursos contra la inmigración. Cuando se maltrata a inmigrantes (en Europa o en Estados Unidos, sobre todo en lugares donde se está evidenciando este nuevo alzamiento histórico de la ultraderecha) hay mucha gente cristiana que lo justifica: “Que hubieran hecho las cosas bien”, dicen. Como si eso justificase abusos o golpes de parte de la autoridad por el simple hecho de ser de fuera, o haber llegado de forma irregular. Confundimos legalidad con moral de una manera alarmante. Este falso ídolo, como una especie de dios falsificado de mercadillo (y con todo el respeto a los mercadillos, que pueden ser lugares fantásticos llenos de gente muy honrada, pero es para entendernos), que hemos puesto en lugar del dios verdadero, nos dice que lo moral es lo legal, y que si no estamos dentro de la ley estamos pecando. El problema es que es falso. La legalidad es la norma que nos permite vivir en sociedad, y es totalmente imprescindible, pero sus límites no son absolutos: de hecho, las leyes van cambiando a lo largo del tiempo y de los países. La diferencia es que la moral real, la de Dios, la bíblica, es inmutable y atraviesa todos los sistemas legales de todos los lugares del mundo. Si no veis esto claro, pensad en las leyes de Arabia Saudí, por ejemplo, que prohíben conducir a las mujeres, o las leyes de Corea del Norte que prohíben tener una Biblia en casa. Si vemos claro que esas leyes, en realidad, atentan contra principios bíblicos básicos, ¿tan seguros estamos de que las leyes de nuestro país son una norma de moralidad absoluta? En realidad me refiero a esto: si somos ciudadanos ejemplares y lo hacemos todo absolutamente bien; si entramos dentro de lo que se considera normal y aceptable para nuestros compatriotas… ¿entraremos en la vida eterna? Obviamente, sabemos que no. Pero esa parte de nosotros que no ha desterrado a los viejos ídolos, que sigue presa de las mentiras, nos lleva en el día a día a esclavizarnos a esa “normalidad social” como si fuera un dios al que nos sacrificamos para tenerlo complacido, y rechazamos automáticamente como pecadores a quienes se salgan de la norma. Quizá mucha gente no entienda esta sensación, pero otros sí van a saber de lo que estoy hablando.

Cuando nos hacemos eco de la mentira de que frente a una situación complicada Dios no nos va a ayudar, no estamos hablando de “Dios”, sino de todo el resto de estos diosecillos de nuestros altares privados. Por supuesto: estos dioses no nos van a ayudar. Como ya hablaron los profetas, son fabricaciones humanas que no tienen vida real, y la vida que aparentan, en el peor de los casos, no proviene de nada bueno en lo espiritual. Pero no hay ningún lugar de la Biblia que sustente esta afirmación referida a Dios, el Padre, ni al hijo, ni a la obra del Espíritu Santo en nosotros; y la narrativa global, centrada en Cristo, la desmiente rotundamente. Es imposible citar todos los ejemplos: todos y cada uno de los Salmos hablan en algún momento de la buena voluntad de Dios sobre nosotros; la historia de Job, la de Daniel, la de Rut. La historia de los malos reyes de Israel, incluso, evidencia una vez más ese principio bíblico absoluto que se describe en Hebreos 13:5, repitiendo Deuteronomio 31:6: “Nunca te dejaré; jamás te abandonaré”, en boca del mismísimo Dios. Jesús es la prueba de lo que llegó a hacer, de aquello a lo que llegó a renunciar, para que esto fuera una verdad inmutable para toda la eternidad. En serio, creedme: sea cual sea el problema, sin importar de qué error, de qué fracaso o de qué desgracia haya surgido, quien acude con humildad y sinceridad ante Dios nunca sale ni defraudado ni avergonzado; nunca queda abandonado. Nunca pierde el refugio del Padre, sino que, en cambio, se va haciendo más grande y más voluminoso en nuestras vidas con el paso de los días. Dios no abandona nunca a los suyos. Abandonó a Cristo una sola vez, en el peor momento de todos, para que esta afirmación sea verdad para toda la eternidad.

Pero depende de nosotros el creerlo. Nuestras creencias, nuestra mentalidad, moldea lo que hacemos y lo que decidimos. Esta mentira de que Dios es caprichoso, o vengativo, puede llegar a hacerse tan grande que se acabe transformando en orgullo o en una forma tóxica de victimismo, y en ambos casos, cuando la mentira arraigue y el problema llegue, nos negaremos a acudir a Dios: por miedo a que nos ignore, básicamente. Y se lo repetiremos a otros cristianos en necesidad, perpetuando la mentira. Eso sí que nos aleja realmente de él: y somos nosotros mismos quienes lo provocamos. Al fin y al cabo, echarle la culpa al otro (en este caso a Dios) de algo malo que estamos haciendo nosotros es uno de los primeros pecados de la humanidad.

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